Cuento | Por Ezequiel Alemian

Una época feliz

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Ezequiel Alemian (1968) es poeta, narrador y crítico. Publicó entre otros libros Me gustaría ser un animal (2003), Impresiones (2014), Onnainty (2015), El sueño de la vaca y el tatuador de camellos (2022) y Anexo Lindsay (2024). Codirigió la editorial Spiral Jetty.

Hasta hace poco era prácticamente nada lo que podía saberse con certeza sobre la vida de nuestro compositor, más que algunas fechas, nombres de músicos o itinerarios de viaje. Su familia mantuvo bloqueada al acceso de los investigadores la mayoría de los documentos más confiables. Hubo que esperar más de cincuenta años después de su muerte para que los herederos habilitaran la consulta parcial de sus libretas de notas.

El padre de nuestro compositor murió dos meses antes de su nacimiento. La madre, al parecer, siempre tuvo enormes dificultades para demostrar cariño, lo que privó a su hijo de cualquier tipo de contacto sensorial, provocándole un intenso sentimiento de soledad. En un dibujo suyo de un sueño que se conserva de su infancia, nuestro compositor retrató a toda la familia en una excursión a la montaña. A los demás se los ve en una zona boscosa, cerca de un lago, observando con unos largavistas un globo aerostático que los sobrevuela. En ese globo viaja nuestro compositor, que haciendo bocina con las manos les grita a sus parientes algo que el niño anotó, pero que resulta ilegible.

Sus primeras presentaciones públicas fueron improvisando conciertos de violín para pájaros, al aire libre, en distintos parques de la ciudad. Algunos de esos conciertos los hizo también embarcado, dando vueltas a las islas de esos parques en un bote a remos que otro manejaba. También acompañó a un coro de pollos, vacas y cerdos en un festejo que se hizo en el campo. Varias veces, sin embargo, presa de los nervios, se vio obligado a darle la espalda a la audiencia para poder seguir tocando. Resbaló en la calle, un día de lluvia, y se rompió el brazo derecho. El soldado de los huesos no quedó bien y nuestro compositor abandonó la práctica del violín. Años más tarde, por ese mismo problema, enfrentaría dificultades para dirigir.

Con media docena de amigos formó un grupo al que llamaron El Simposio, que se reunía semanalmente y en el cual se debatía algún tema de filosofía o se encaraba una sesión maratónica de escucha musical. Durante esos encuentros, que duraban hasta el amanecer y tenían lugar en bares o en casas, se consumían enormes cantidades de alcohol y de cigarros. Nuestro compositor trabajaba en la musicalización de un poema titulado El precipicio, que narra el momento en que un pintor es expuesto al vacío desde lo alto de un acantilado, a punto de ser arrojado por unos delincuentes, y lo salva una intervención de la hija del líder de estos forajidos, que estudiaba dibujo con él. Como consecuencia del susto el pintor pierde el habla, y empieza a entender mal lo que le dicen.

Nuestro compositor no solía asignar orden a sus obras cuando componía, y sus listas de trabajos fueron siempre muy inconsistentes. En las más tempranas no determinaba numeración alguna para las piezas, y en las siguientes se observa una divergencia muy grande en el orden aplicado. Hay composiciones que cambian de número según el listado, una misma numeración puede haber sido aplicada a obras diferentes, algunas obras desaparecen de un listado a otro para reaparecer en un tercero con un número distinto. Hay números de obra que permanecen sin adjudicación durante años, a la espera de las revisiones que el compositor iba a hacer.

Escribió en una de sus libretas: «El instrumento del futuro no debería ser mucho más grande que una máquina de escribir portátil; como mucho, de una vez y media ese tamaño, porque tampoco es conveniente fallar a menudo cuando se tipea en uno de esos aparatos. Imagino que con un instrumento portátil semejante podrían reunirse de noche, en cualquier casa, incluso mientras los demás habitantes del lugar duermen, músicos y amigos de la música, para tocar dúos, tríos y cuartetos».

Dos veces compuso Las oceánidas, la primera como una suite en tres movimientos y la segunda como un largo poema tonal. Después de cruzar el mar, a la luz de la experiencia, introdujo algunas modificaciones en la pieza, antes del estreno. Las oceánidas refleja la variación del estado de ánimo de las grandes aguas. Es música impregnada de luz, de imágenes; una evocación de las aguas profundas que van a cesar sus movimientos sobre alguna orilla desconocida.

«Una sinfonía no es una composición, es una confesión íntima de un determinado momento de la vida», anotó. Los músicos de la orquesta que debía estrenar su Cuarta Sinfonía se negaron a tocarla. Un crítico llamó a esta obra «la más moderna de lo moderno». En esos años era la ópera la que parecía destinada a la creación de un arte nuevo. Un arte colectivo, excéntrico y caricatural. Nuestro compositor comenzó a trabajar en una ópera titulada Un hombre sabio, adaptación de la novela Un hombre simple encuentra siempre a alguien más simple que él.

En el intermedio de la presentación de su Sexta Sinfonía, que él mismo conducía, nuestro compositor desapareció de la sala de conciertos. Durante largos minutos lo buscaron desesperadamente, hasta encontrarlo en un bar a unas cuadras de distancia, solo, tomando champagne y ya bastante bebido. Cuando se reinició el concierto, cometió un error que obligó a la orquesta a detenerse y volver a empezar. En las escalinatas del teatro, mientras salía con su mujer, extrajo de su saco una botellita de whisky, que se le cayó y rompió contra el piso.

Hizo un viaje de descanso por distintas ciudades, pero las riquezas de las texturas musicales que escuchó en los conciertos a los que asistió terminaron por agotarlo, y regresó enfermo a su casa. Una amiga que lo visitó dijo que lo encontró tratando de capturar con los pedales del piano el sonido de la corriente de un arroyo. Fueron años de mucho desorden civil. Cuando se desató la guerra, sus cobros de regalías se vieron reducidos a cero y su música dejó de programarse.

Sobre la ópera que estaba componiendo, dejó esta anotación: «El hombre sabio escapa del castillo sitiado. Avanza desde el fondo de la escena. De pronto, el telón donde está dibujada la gran puerta del castillo se pliega. Se observa un segundo telón, en el que se ve una puerta pequeña. Eso significa que el hombre sabio ya ha recorrido una cierta distancia. Continúa andando y el decorado es recubierto con un telón negro, que da a entender que el hombre sabio ha perdido de vista el castillo. Unos pasos más adelante, entra en un camino florido. Para marcar esta nueva distancia, el nuevo lugar, empieza a sonar una flauta».

Hay una escultura en bronce de la cabeza de nuestro compositor hecha por un artista de la vieja escuela. En ella está pelado, y se ha quitado el bigote. Tiene el ceño fruncido y los labios apretados, y observa concentradamente algo que está un poco por debajo de su mirada. La escultura fue robada de la sala del museo en que se exponía, vandalizada con incisiones y derretimientos y luego devuelta de manera anónima.

Poco antes de morir, escribió: «Uno se encuentra siempre frente a nuevos problemas. Lo que más me atrae es la posibilidad de descartar soluciones. La mayor tarea que he realizado probablemente haya sido la de trabajar en obras que nunca se terminaron».

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