6 de septiembre de 2023
Sonia Budassi (Bahía Blanca, 1978) es escritora y periodista. Publicó los libros de no ficción La frontera imposible: Israel-Palestina, Apache. En busca de Carlos Tévez y Mujeres de Dios y los libros de ficción Periodismo, Los domingos son para dormir y Animales de compañía (Premio Fondo Nacional de las Artes 2021). Es profesora de la materia «Géneros y estilos creativos» en la Universidad Austral y en la Maestría de Periodismo Narrativo de la UNSAM. También es editora de la revista de elDiarioAR.
What about me? Un caos pero qué decirte, seguro eso no, mejor describir la noche en el patio, unas empanadas de queso y verdura de El Noble Repulgue –al horno, para no engordar–, el cielo nublado, calor –por lo menos el piso de tierra–, el gato sobre mi falda acariciado a veces de manera enfermiza pero I don’t care, me gusta sentir entre mis dedos el pelo del siamés –color negro cerca del cuero, color blanco en la superficie–, es bueno saber que si no tengo un hombre siempre habrá un gato pero no te digo eso a vos que mandás fotos de la nieve en New York y de la Feliz Navidad; ni a vos ni a nadie, por qué no pensar ahora en esos amigos que también sienten este calor húmedo de Buenos Aires, lleno de olor a basura revuelta aunque la basura esté en la calle, no acá en un piso con patio para mí sola como mi taza que dice mi nombre –para que tome solo Gabriela– y, como corresponde, yo en un piso sin olor o con olor a limpieza obsesiva: fragancias de pino y lavanda en el ascensor.
Ronronea y luego salta de mi falda al piso, tintinea el cascabel de su collar rojo hasta acomodarse en mi cama y entonces el gato se duerme y solo escucho la respiración y el clic de tu cámara de fotos –Nikon F10, totalmente manual– que registra «el camino que hago todos los días desde la universidad a mi casa», como solés decir, orgulloso de estar donde estás y a la espera de que yo diga qué lindo. Duermo con el siamés, los hombres no están hechos para dormir en mi cama; al contrario de lo que decía mi madre cuando decía: los hombres para casarse, para dormir toda la vida con ellos. Helado de naranja granizada le pido al chico que me atiende, deseos fáciles de complacer: enseguida va, promete en el teléfono y estoy contenta, disfruto de esta noche en que llamaste y –justo después de haber hecho el pedido– otro llamado, este intrascendente; bien, muy bien, estoy bárbara digo y me aburro, mejor no hablar de aquella conversación como no hablo tampoco de una cita en la que no hay buen sexo ni del trabajo si no sucede en él algo importante.
Al día siguiente abro los ojos entre ronroneos –mi gato estira las patitas, bosteza, separa sus dedos, roza mi cara, no hace ruido; buena forma de despertar–, siempre me despierto de mal humor: no hablo y me fastidia que me hablen. Ruido molesto, la señora toca el timbre con insistencia. No puedo no atender, resuelvo luego de haber considerado esa posibilidad. Recuerdo haberle dicho: pase por mi casa, puedo darle algo para comer; el cajón de naranjas y la bolsa llena de papas que compré con la promesa de regalarla a los pobres estará bien, pienso, pero no imaginé que ella vendría tan temprano. La culpa motiva el esfuerzo –¿cómo puede ser? Yo entre la abundancia y la gente muerta de hambre–, al fin me levanto y hago con gusto todo lo que debía hacer, pero quizá no sea así como tienen que ser las cosas: sé que nada va a cambiar, sé que es poco lo que puedo hacer; somos malos, pienso, y pronto me siento solidariamente hipócrita en el plural, es decir: soy mala. Miro al siamés, una buena persona hubiera adoptado a un niño y no un gato pero yo no soy así; prefiero los gatos, gastar dinero en ellos. Pero de todas formas me siento culpable, quiero estar enferma –deseos difíciles de complacer– y que un hombre sea mi doctor y mi amante, que me cure y me cuide hasta que la fiebre cese y por qué no también nieve en mi patio y brindemos juntos en año nuevo happy new year.
Vuelvo a la cama, pienso que estoy muy exigida, qué puedo hacer si en lugar de quedarte a acompañar a tus hijos te fuiste detrás de una mina a conocer París, me imagino rodeada de nuestros pobres hijos a quienes tanto amo, preguntan por vos y no sé qué decir; mejor ni siquiera concebirlos. Es más real nuestra infancia en el campo, cuando éramos amigos, en verano me gusta andar a caballo, llegar hasta la loma más alta y sentirme la imagen de San Martín. Era perversa con mi caballo: lo obligaba a saltar troncos enormes que cruzaban el camino, pobrecito, él solo sabía arrear vacas y una vez en el corral fui a buscarlo y me enfrentó, me asusté mucho aunque peor fue la humillación, te lo conté antes de que te fueras, antes de que considerases la posibilidad de la beca y de separarnos, tu vida sin mí.
Ahora desde New York decís esas cosas que no termino de creer y preguntás what about me como si ya no supieras hablar en castellano o como si en verdad recordaras esa manía que tengo de decir de vez en cuando alguna palabra en inglés en medio de una frase. Anyway, no importa, me cansé de la ciudad, de las cervezas después de la oficina y de los bares de Palermo, podría escribirte eso en un mail: acá el cielo es tan estrecho, si supieras lo que sufro; nunca pensé que iba a ser así, no disfrutar de los edificios altos, torres imponentes y siempre un bar o un cine y gente, la ciudad en la que siempre quise vivir ahora no me basta –me avergüenza decirlo– y pienso en mi madre: desagradecida, solía decir. Pienso en el chancho que teníamos en la estancia, ¿alguien más se acordará?, lo llamábamos y venía –Pepo era su nombre–, se creía perro, y yo descalza en medio del barro, sola hasta que venías vos, ¿alguien más me habrá visto? Entonces no era posible pensar en no ver el horizonte siempre. Ahora el barro me da asco y a veces nostalgia cuando llamás y solo hay más ventanas sobre mi ventana, luces pequeñas que no significan nada, que no tienen un nombre como entonces tenían las constelaciones. Si tenés a otra no importa, yo duermo con un gato y hago caridad y eso me basta aunque extrañe un poco nuestra infancia en el campo, tu papá que a escondidas de mis padres nos daba caramelos Media Hora, eran feos pero los comía como si me gustasen; la vida te exige, dijo tu papá en el hospital –tenía algo de gracioso ver que él estaba menos asustado que vos–, un consejo poco estimulante: la vida te exige, me exige tanto, ahora decís que tome un avión, que tenés todo listo, que lleve un gato si quiero pero que me case con vos en New York.
Pero los hombres no son para dormir, pienso, son apenas un anhelo, una sustancia concebida para ser inmaterial, una idea no vinculada con el sentido, no como este gato que me despierta en silencio. Lo aprendí de mamá que decía los hombres para casarse y su marido pensaba en mujeres para divertirse pero no en su esposa ni en mí; hay cosas que no puedo explicar ahora, creo que no se escucha bien. Sos mala, dirás más tarde, gritos en el teléfono, interferencias y luego, en Ezeiza, una chica, de seguro rubia, bajará con vos del avión, odiosas rubias que siempre enamoran a tus exnovios, no sé, no quiero saberlo, prefiero decirte que no. Quizá volver al campo alguna vez, es tarde y me esperan, ventilador en el techo y el vago sonido de alguien que permanece en el pasillo, fricción de pasos sobre la alfombra: así son los hoteles en verano en Buenos Aires. Quizá después no cuente nada, una noche intrascendente, no llores, vos no sabés del miedo y no entendés. Anyway no me exijas. Duermo con mi gato.