20 de octubre de 2022
Beatriz Actis (Sunchales, 1961) ha publicado novelas, cuentos y poesía y tiene además una extensa obra en el campo de la literatura infantil y juvenil. Obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento y novela, entre otras distinciones. Su último libro es Variación sobre la costa litoral (cuentos, 2021). Vive en Rosario.
Tal vez lo logres si juegas bien tus cartas. Alguna vez pensó si en la vida real habría oportunidad de responderle a alguien con esa frase, que solía escuchar en las películas. Y al final estuvo a punto de decírselo al riojano, que se dirigía a él con tono cadencioso llamándolo Ingeniero, mi querido amigo y planteaba dudas sobre el futuro de su plantación. Eso fue en la capital de La Rioja hacía un mes en el plenario regional y, ahora, el ingeniero está de vuelta en San Juan para trabajar en el Instituto y el riojano le manda desde allá una serie de watsaps que comienzan:
–Como le pedí en nuestro encuentro, necesitaba un momento de tiempo, de estar tranquilo, para pasar en limpio lo que estuvimos conversando.
El problema de la plantación y de toda la costa riojana –es decir, los pueblos que se ubican sobre el costado oriental de la sierra de Velasco– eran los loros.
–Esto ya no es, le confieso, un paisaje quieto de pequeñas llanuras cubiertas de jarillas, con fondo montañoso. El barullo de los loros lo ocupa todo y nuestros pueblos no son lo silenciosos que eran antes de la plaga. En este momento estoy patrullando el predio de los almendros, una media hectárea con trescientas plantas, unas plantas hermosas y sin embargo tienen prácticamente el setenta por ciento de la almendra destruida. Teniendo en cuenta que la cosecha se tiene que producir allá por mediados de enero, principios de febrero, no sé si vamos a llegar a sacar siquiera dos bolsas de almendras. Yo ya lo tomo como cosas que pasan cuando uno es un pequeño productor: a veces se tiene suerte, a veces no.
El riojano se apellida Luján y heredó aquel lugar de su padre.
–Desde niño –dice– en mi familia nos acostumbramos a comer la fruta directamente de los árboles, y hay fruta buena parte del año. El terreno aquí es irregular y está cultivado en terrazas con una técnica ancestral, con riego de manto, que es cuando el agua avanza sin vía de desagüe. Esperamos con esto tener la bendición de decir: Lo que estoy llevando a la mesa es resultado del esfuerzo que se pone durante todo el año en la finca.
El ingeniero coincide en que la infancia en aquellas provincias tiene el sabor de la fruta arrancada del árbol. Cuando el riojano hace una pausa en el envío de los audios, el ingeniero intercala un watsap y le avisa que va a ponerlo en altavoz para que escuchen los colegas del Instituto. Hay poca señal en la finca, Luján comenta que la semana próxima irá a la capital y entonces va a hacer una videollamada.
–Hay por acá tres variedades de loros. El histórico es el calacate, que es de un verde intenso, difícil de describir por lo hermoso. También está el barranquero, que es más de la zona de campo y no se asienta en el pueblo aunque puede pasar cada tanto una bandada; no viene a buscar acá la fruta, busca las semillas, los brotes, los cactus porque gusta de las especies autóctonas. Y la tercera es la catita de la sierra. De estas tres hay una sola que ataca, que es la última, la serrana, una variedad rara porque hasta hace poco no se veía mucho en la zona. Aunque tiene el mismo tamaño que la catita australiana, que es más común en el llano, se diferencia por el plumaje. Este animalito recién este año lo he visto que ha bajado a los patios, al principio me alegró la llegada de otros pájaros pero enseguida me di cuenta de que venían a comerse la flor de los perales. Y después se bajaron a las verduras, atacaron la acelga, la rúcula, y fueron confianzudas: terminaron metiéndose adentro de mi casa.
Los mensajes se espacian y en esos momentos un miembro del equipo dice que le llama la atención que, a pesar de que los loros le arruinan el trabajo, Luján los llama animalitos y describe el color del plumaje con admiración. El ingeniero piensa en la íntima relación del riojano con la naturaleza, algo que tal vez él ya ha perdido.
–¿Le conté, ingeniero, que estuve hace unos años en Entre Ríos, en la zona de Victoria, al lado del río Paraná? Querían recuperar la actividad vitivinícola que tuvieron a principios de siglo, la ruta del vino entrerriana. Acompañé a un enólogo amigo porque allá también querían saber sobre la actividad frutihortícola. Los productores nos llevaron a recorrer los campos, también conocimos la abadía de los monjes benedictinos. El lema de esa orden es Ora et labora, vimos los productos que venden: miel, licores, mermeladas de higo, arándano, frutilla, durazno.
Las últimas palabras del riojano lo dejan al ingeniero intrigado, piensa: Hacia dónde va con esto. Los audios son larguísimos. Y también: Acá podría aplicarse otra frase de películas: Sabe más de lo que dice.
–Cerca del hospedaje –continúa Luján– había una casa con un cartel en el garaje: Museo del ovni. No pensaba entrar, pero una mujer muy amable que le cebaba mates al hijo, que lavaba el auto enfrente, me insistió y, como tenía un tiempo libre porque el enólogo se había ido a visitar viñedos, la acompañé. Ahí me enteré de que en la zona hubo avistajes y toda una gama de huellas de actividad extraterrestre. Vi fotos, videos, piezas sospechosas. Al despedirme, y ante mi asombro por aquellas revelaciones, el hijo, que había terminado de lavar el auto, me acompañó unos metros hasta el hotel. Fue entonces cuando dijo: Donde hay benedictinos, hay extraterrestres.
En ese momento, el ingeniero sospecha que el relato inesperado de Luján tiene que ver con el diseño y la construcción que van a hacer en el Instituto, si no –piensa– no se entiende por qué ocupa dos, tres audios en hablar sobre la invasión extraterrestre en Victoria, Entre Ríos. Y, en efecto, la explicación que imaginó está en el último mensaje.
–Usted sabe, ingeniero, que tuve allá un ofrecimiento de trabajo pero no me quise quedar. No fue por los ovnis (ríe). Me volví a La Rioja porque no quiero ser un pasajero en tránsito ni quiero para mí ni para mi familia que un lugar nuevo nos convierta en extranjeros (ahora suena melancólico). Y cuando pienso en los drones que van a ahuyentar a los loros imitando a las aves de presa –ojalá pronto ustedes puedan comenzar a fabricarlos sin problema– pienso también en lo extraño que será verlos cruzar el cielo, como si fuésemos entrerrianos o benedictinos al acecho de objetos voladores.
Los otros miembros del equipo, que escuchan por el altavoz, hacen comentarios incrédulos o burlones, no reparan –piensa el ingeniero– en que con la fabricación de los drones van a interferir en la naturaleza, aunque lo que se haga tenga un fin beneficioso para los productores. El ingeniero se queda sumido en cierta melancolía al darse cuenta de que, sin prestarle demasiada atención, casi con naturalidad, también eligió para su vida quedarse para siempre en San Juan. Los demás siguen con las ironías. El ingeniero se levanta de su asiento, poniendo fin a la reunión, y mientras sale de ahí les dice, sin mirarlos:
–Lo entiendo. Yo sí lo entiendo bien a Luján.