6 de agosto de 2014
El reconocimiento a su trayectoria se intensifica con la reedición de sus cuentos, novelas y ensayos. Vida y obra de un autor comprometido con la literatura y la política.
Habitualmente, un lapso tal como un centenario provoca una suerte de rememoración. Sin embargo, en el caso de Julio Cortázar, más bien se trata de alguien que, como sus fotos mostrándolo permanentemente joven, desde el reconocimiento que tuvo a partir de la década del 60, de un modo u otro no dejó de estar siempre presente. Su obra, en particular la narrativa, llegó a un público muy diverso, desde sus contemporáneos, fascinados por su estilo y sus personajes, hasta quienes fueron frecuentando sus textos a lo largo del tiempo, incluso los que lo conocieron muy tempranamente cuando se lo incorporó a las lecturas escolares, en especial con Bestiario (esos cuentos extraños y sorprendentes) o Historia de cronopios y famas, relatos breves, con mucho de absurdo y surrealismo, en los cuales pone en jaque la razón y celebra el juego y la imaginación creadora capaz de inventar curiosos seres como los cronopios, las famas y las esperanzas.
A través del tiempo, cronopio fue el nombre que sirvió para evocar su peculiar modo de ser, de vivir e interpretar el mundo. «Enormísimo Cronopio», se lee en la placa que señala el lugar donde nació, uno de los muchos homenajes recibidos. Tanto en vida como posteriormente mantuvo una constante vigencia –cada uno de los nuevos textos, reportajes, declaraciones, congresos sobre su obra, premios con su nombre, títulos de revistas a partir de sus obras, etcétera– y, además, ha venido cumpliendo aniversarios, como el cincuentenario de Rayuela celebrado el año pasado. De modo que en su cumpleaños número cien, el reconocimiento a su trayectoria no hace sino intensificarse y, sobre todo, mostrarlo inmediato y cercano, disponible, a través de la reedición de sus cuentos, novelas y ensayos.
Local y universal
«Producto del turismo y la diplomacia», según él mismo dijera, fue su nacimiento en Ixelles, Bruselas, el 26 de agosto de 1914. Pasó los primeros cuatro años de vida en Europa, exactamente durante la Primera Guerra Mundial. Vuelta la familia a la Argentina, se crió en Banfield, se recibió de maestro luego de sus estudios en la Escuela Normal Mariano Acosta, logró el título de Profesor en Letras en 1937 y ejerció la docencia en el interior del país. Durante esos años de constantes lecturas, comenzó a escribir poemas y relatos, estudios literarios, artículos para revistas, sin apuro pero sin pausa, como si buscara afianzar su voz.
«Me vi madurar sin prisa», contó en una entrevista. «En un momento dado supe que lo que estaba escribiendo valía bastante más que lo que publicaban las gentes de mi edad en la Argentina. Pero como tengo una idea muy alta de la literatura, me parecía estúpida la costumbre de publicar cualquier cosa como se hacía en la Argentina de entonces, donde un jovencito de veinte años que había escrito un puñado de sonetos se precipitaba a publicarlos. Si un editor no los aceptaba, él pagaba la edición. Por mi parte, preferí guardar mis papeles». En 1949 publicó Los reyes, una variación sobre la historia clásica del Minotauro, sin gran repercusión, sumada a otras decepciones: su novela El examen fue rechazada en Editorial Losada, y ese texto recién vio la luz 1986. Una prueba más de que la obra cortazariana fue desplegándose sin solución de continuidad.
La paciencia dio resultado al promediar el siglo. En 1951 apareció Bestiario, al que seguirían Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959). El mismo año de Bestiario tuvo lugar un hecho fundamental en la vida de Cortázar: logró, gracias a una beca de la UNESCO, instalarse en París, domicilio permanente a partir de entonces, lugar desde el cual visitó ciudades y continentes, en muchos casos cumpliendo sus funciones de traductor e intérprete. Desde entonces hasta su muerte en París, el 12 de febrero de 1984, cuando aún no cumplía los setenta años, la vida de Julio Florencio Cortázar Descotte estuvo marcada por los viajes.
Sin embargo, fue inconfundiblemente un escritor argentino, no otra cosa revelan sus historias, aun ancladas en París, por su modo de mirar y asimilar los lugares, pero sobre todo porque logra que el modo de hablar porteño se instale definitivamente con pleno derecho en la literatura. Ese lenguaje está ligado a los valores e ideas de su época, a los modos de vida criticados o anhelados, en definitiva a la experiencia, a la tradición y a la pertenencia a un lugar. Incorpora modos del habla coloquial, uso del voseo o de expresiones compartidas con el lector, contemporáneas, como para dar el clima, la coloratura, el matiz de un ámbito preciso en el espacio y el tiempo.
Origen del boom
Todo lo mencionado anteriormente pudo integrarse en una apuesta mayor: hablar de una realidad a la vez propia y expandida, no sólo para captar e interpretar otros lugares geográficos, en particular París, sino mucho más, para que esa riqueza lingüística sirviera para ensanchar la expresión de los mundos de la imaginación. De ahí que pudiera aprovechar las vertientes realista y fantástica, el idioma propio combinado con una perspectiva que, polémicamente, algunos llamaron «cosmopolita», en oposición a un tradicional regionalismo.
Como otros de los narradores de los años que integraron el boom latinoamericano, Cortázar atendió a innovaciones que la narrativa venía experimentando desde las primeras décadas del siglo, por ejemplo en la literatura anglosajona. Pero lejos de alinearse con ella, pudo aprovechar recursos para narrar su región, la vida urbana y metropolitana y porteña. Esto era visible en la misma constitución de un personaje como Horacio Oliveira, que no puede dejar de nombrar minuciosamente los lugares parisinos como jamás podría hacerlo un francés, sino en esa cercanía y distancia conjuntas y con las palabras de un argentino.
Con sus relatos –algunos llevados al cine por Manuel Antín o el italiano Michelangelo Antonioni– Cortázar sintonizó muy acertadamente con un clima de época donde los protagonistas –Oliveira, la Maga– y las situaciones se adecuaban acertadamente a las expectativas de un público abierto a las nuevas corrientes artísticas. Así la novela más famosa de Julio Cortázar, Rayuela, se publicó en 1963, en terreno fecundo. Iba a titularse Mandala, en homenaje a esos diseños de laberintos budistas que simbolizan un progreso espiritual. «Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. Además, había visitado la India, donde pude ver cantidad de mandalas indios y japoneses», dijo Cortázar en la entrevista que le hiciera Luis Harss para su libro sobre autores latinoamericanos, titulado Los nuestros. Pero entonces pudo encontrar en el juego de la rayuela, atravesando etapas hasta llegar a «el cielo», un nombre más entrañable y cercano, ligado al serio juego de la vida.
Rayuela fue una de las novelas protagónicas del denominado boom latinoamericano. En la década del 60 surgieron novelas que se proponían desterrar para siempre esa afirmación del escritor peruano Luis Alberto Sánchez, de que América era una «novela sin novelistas». Junto con La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros de Vargas Llosa y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, el subcontinente encontró quienes lo escriban, combinando la renovación en el modo de narrar con la atención a problemáticas específicas de América Latina.
En su momento, Rayuela imponía un desafío al modo habitual de leer que Cortázar proponía, lejos de las pautas de «corrección política». «Lector macho» (en oposición al lector «hembra, pasivo») era el que se atrevía a responder al reto de una lectura que le demandaba una respuesta activa: saltar capítulos, seguir, en todo caso, ese «Tablero de direcciones» que el autor hubo de incorporar, como exigencia editorial y guía para quienes no estaban acostumbrados a recorrer un texto con saltos o sobresaltos. Tal vez, con 62 Modelo para armar redobló la apuesta, en una novela que surge del capítulo 62 de Rayuela y ya, sin indicaciones ni guías, sumerge al lector en la vida de seres agrupados por su común deseo de búsqueda de respuestas frente a los conflictos existenciales.
Testimonio de su tiempo
Sus cofradías de intelectuales (los de Rayuela o los de 62…) resurgen, pero en estrecha vinculación con las luchas políticas en el contexto del Tercer Mundo, en El libro de Manuel, cuya eficacia quizá fue menos literaria que social, al donar los derechos de autor para la defensa de los perseguidos por las dictaduras afincadas en el Cono Sur desde los años 70, lo que sin cesar denunció dando cuenta de su rol como intelectual comprometido con la Patria Grande y las luchas de liberación en el mundo.
Cortázar no fue indiferente a los acontecimientos políticos y sociales que marcaron toda una época, sino activo polemista, partícipe de debates, por ejemplo en el ámbito cubano y, posteriormente, defensor de la Revolución Nicaragüense, a la que dedicó Nicaragua tan violentamente dulce. Cuando planteó que la revolución también había de hacerse en la literatura, no hizo sino reafirmar la necesidad de búsqueda de nuevas expresiones en consonancia, de nuevo, con aquello que acontecía. Testimonio entonces de un particular y significativo momento histórico.
Con la valiosa y cuidada intervención de su primera esposa y albacea literaria, Aurora Bernárdez, dos recientes publicaciones se suman a las reediciones, una de las vertientes del homenaje. Fruto de la acertada combinación de imagen y textos, Cortázar de la A a la Z es un magnífico collage ordenado alfabéticamente. Cinco gruesos volúmenes –que prometen ser más y que se agregan a otros ya editados– presentan la extensísima correspondencia de Cortázar, con sus destinatarios varios y múltiples, con sus inflexiones de voz, sus opiniones y afectos. Lejos de un centenario solemne, imposible para Cortázar, sus libros nos devuelven una imagen vívida, con la persistente frescura similar a la de la cronopia flor de marfil brillando sobre su tumba bajo los castaños de Montparnasse, donde descansa con su última pareja, Carol Dunlop, con la que protagonizara Los autonautas de la cosmopista.
—Susana Cella