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Calles bonaerenses

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Una nueva generación de escritores se aleja de la gran urbe porteña y ambienta sus ficciones en escenarios como Isidro Casanova, Villa Celina, Berazategui o San Francisco Solano. Matices y perspectivas.

 

Exponentes. Con las particularidades de cada caso, Oyola, Blacha, Cabezón Cámara, Lezcano y Ronsino desarrollan sus narraciones en distintos paisajes bonaerenses. (Prensa)

Así que salvo no se aguanten más el dolor, sea cual sea la causa, a una guardia de un hospital público, para quedarse tranquilos, vayan de día». Nacido en 1973 y criado en el Oeste del Gran Buenos Aires, Leo Oyola está hablando del servicio de guardia del Hospital Paroissien de Isidro Casanova, aunque podría ser cualquier otro hospital del Conurbano. Kryptonita –su última y celebrada novela, llevada al cine con éxito– es uno de los registros más destacados de la nueva literatura argentina que se ubica lejos del campo simbólico de las marquesinas de Capital Federal. Pero no es el único: un breve repaso por algunos títulos más o menos recientes confirman el importante desplazamiento federal que hubo en las nuevas generaciones de escritores durante los últimos años.
Los géneros de estas producciones son variados. En poesía, por ejemplo, está el ascendente Mariano Dubín, que vive en Berisso (publicó Bardo y La razón de mi lima) u Oscar Fariña (reescribió en clave tumbera El guacho Martín Fierro). En el género crónica aparecieron Sangre salada, donde Sebastián Hacher registró el micromundo de la feria de La Salada, y Josefina Licitra, que enfocó sus dos últimas publicaciones en tierras bonaerenses (Los otros, sobre un conflicto vecinal en Villa Giardino, y El agua mala, sobre la inundación de Epecuén). En narrativa hay trabajos como Qué paja ir al Centro, de Martín Wilson; La virgen cabeza de Gabriela Cabezón Cámara (retrata las villas bonaerenses); más las obras de escritores que se convirtieron en referencias de la nueva generación, como Luis Mey, Mariana Enríquez, Pablo Ramos, Ariel Bermani y Sergio Olguín.
Walter Lezcano, que acaba de publicar Los wachos (Editorial Conejos), y construye sus poemas, relatos y novelas desde San Francisco Solano, explica: «Hoy en día, cada ciudad construye su propio modo de generar formas de acercarse a la literatura sin necesidad de ir a Capital. Saer en los 60 fue de Santa Fe a Francia sin pasar por Buenos Aires, no le importó en absoluto. Lo mismo Carlos Busqued, de Córdoba a Anagrama sin escalas. Son elecciones muy personales. El enfrentamiento binario centro/periferia no termina de cerrarme para encarar la realidad y comprensión de un territorio. A esta altura, me parece una fantasía sociológica para principiantes, que apunta más a catalogar espacios vitales con cierta tradición violenta que a tratar de entender las particularidades de una zona determinada». Por su parte, Leo Oyola advierte: «Luego de vivir varios años en Capital puedo mirar más allá y aceptar el término “Conurbano”, pero a mí siempre me chocó. Soy de Casanova y ese término me parecía como juntarnos a todos, y en realidad hay diferencias».
«Quizás lo que compartimos es abordar ese espacio desde una óptica no realista, o enrarecida, con elementos de la literatura de género: policial, terror, fantástico, ciencia ficción», dice Leandro Ávalos Blacha, que publicó Berazachussetts, una historia delirante de zombies, jubiladas y lacras ancladas en un lugar simbólico del segundo cordón del Conurbano. «Es el lugar y el tejido de las producciones que tiene más que ver con la herencia de César Aira: lo desértico para imaginar y producir», dice la escritora, crítica y referente Elsa Drucaroff en relación el trabajo de Ávalos Blacha. Respecto a los escritores anteriormente mencionados, Drucaroff ensaya una reflexión sobre ese mundo narrativo: «Me parece que el Conurbano, pensando en Enríquez, Oyola y Juan Diego Incardona, es un espacio donde la marginalidad genera relatos. Eso se cumple muy fuertemente tanto en Cómo desaparecer completamente y Bajar es lo peor, de Enríquez. Un imaginario que además es idealizado desde un lugar mítico, como puede ser en Kryptonita, de Oyola (que es el refugio de los superhéroes) o en El campito, de Incardona».
Por otro lado, Hernán Ronsino también construyó un mundo narrativo fuera de la Ciudad de Buenos Aires con una trilogía integrada por La descomposición, Glaxo y Lumbre, pero anclado en el interior de la provincia. «El único territorio literario posible está en el lenguaje. Pero ese lenguaje trae, sin dudas, como un sedimento, como una especie de barro, al territorio de la experiencia. Así fui trabajando con Chivilcoy en mis tres novelas. Un territorio en el que conviven restos de experiencia con mutaciones ficcionales», explica su autor a Acción. Drucaroff aclara: «Ronsino es otra cosa. Piensa en un pueblo de la pampa húmeda que no es lo mismo que la periferia de la ciudad. Ahí arma más bien el lugar de “provincia” y no de la “periferia”. Es un lugar mucho más conectado con el campo. Funcionan elementos que son más residuales en la literatura anterior a la postdictadura. Porque en Ronsino aparecen oposiciones que remiten a la antinomia civilización/barbarie, algo que ya no están ni en Oyola, ni en Enríquez, ni en Incardona».
Sin embargo, y como toda catalogación, los autores se resisten al encierro de, en este caso, un territorio determinado. La conclusión la ofrece Lezcano: «Hay escritores que tienen una relación con el espacio muy extraña y poderosa. Héctor Tizón, Horacio Quiroga, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer, Fogwill, por nombrar unos pocos. Es decir, cuentan algo que ocurre en un lugar determinado y esa ubicación geográfica define el devenir de sus historias. Tratar de analizar esos lazos, entre espacio-conflicto-incertidumbre, me resulta más atractivo que pensar en escritores del Conurbano, porque las etiquetas nunca son agradables. Que uno sea del Conurbano es parte del azar. Y es un azar al que no hay que rendirle tributos».

Facundo Arroyo 

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