Cultura | GRAN HERMANO

Alfa y Romina, el abrazo partido

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Pablo Méndez Shiff

La eliminación de Alfa, el participante más polémico del reality, se vivió como un Boca-River. Crónica de una noche que tuvo a los televidentes en vilo.

En el piso. Después de quedar eliminado, el polémico participante repasa sus días en la casa con los panelistas que intervienen en el ciclo.

Fotos: RSfotos

«Deben ser los perucas, deben ser». Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijo Alfa al despedirse de sus compañeros de encierro y cruzar el pasillo que separa la casa de Gran hermano del mundo real, el adentro del afuera. Es que, en el momento preciso en que Santiago del Moro anunció que era el nuevo eliminado del reality show, empezaron a sonar bombas de estruendo y se vieron algunos fuegos artificiales sobre el cielo, con bombos y batucadas que se escuchaban de fondo. Esos indicios fueron suficientes para que esta persona, encerrada desde el 17 de octubre pasado en una casa-estudio de Martínez y aislada por completo del mundo exterior, pensara que el justicialismo había convocado a una marcha para apoyar a su candidata, la exdiputada nacional del Frente de Todos Romina Uhrig. La propia Romina terminó pensando lo mismo y dijo que, tal vez, su exmarido y exintendente de Moreno, Walter Festa, había organizado una especie de acto en la puerta del estudio. Lo cierto es que nada de eso ocurrió: las bombas de estruendo y los bombos eran del Sindicato Argentino de Televisión, que decidió aprovechar el momento de mayor rating del programa de mayor rating de la tele abierta para visibilizar su reclamo salarial. Alfa ya lo sabe, Romina todavía no, y muchos y muchas eligieron el incidente (¿el malentendido podemos decir?) para hacer una lectura político-coyuntural bastante lineal. Tuiteros anti K afirmaron que esto era una muestra más de que el país así no funciona, y tuiteros K quisieron ver en este resultado una antesala de los resultados de octubre.
La puerta de acceso de los Estudios Pampa queda sobre Santiago del Estero, una calle angosta y residencial de la localidad de Martínez. Por lo sorpresivo de la medida de fuerza, Alfa no pudo llegar al estudio donde lo estaban esperando y la noche televisiva, que había superado picos de 26 puntos, tuvo un final abrupto. A doce cuadras de la casa, en los estudios de Telefe de la calle Fleming, los cientos de personas que estábamos en la tribuna no entendíamos bien lo que estaba pasando. ¿Una marcha, a esta hora? ¿Esto será verdad? ¿Cómo que después de haber esperado tantas horas no vamos a poder ver a Alfa? Pasada la medianoche, el clima había pasado de euforia a decepción. A la derecha del conductor, estaba la tribuna de Alfa; y a su izquierda, la de Romina. Muchos estaban con banderas, peluches y pancartas. Todos queríamos ver ahí, cara a cara, al jugador del que tanto se había dicho y al que tantas veces, durante tantas horas, venimos observando.
Walter Santiago, que así se llama, se presentó diciendo que iba a ser el macho alfa de la casa y que iba por el premio mayor. A sus sesenta años, logró que su nombre estuviera en boca de todos en cuestión de días. Afuera de la casa, por sus fotos con los expresidentes Menem y Macri y por sus dichos contra el presidente Alberto Fernández. Adentro, porque logró imponerse como el jefe de la casa. Algunos lo querían, otros le temían: todos lo escuchaban, con distintos grados de atención, dar sus consejos de Viejo Vizcacha o contar sus hazañas, muchas de ellas inverosímiles. Sus compañeros le retrucaban con monosílabos y la mirada perdida en la pileta del patio; salvo una, Romina. La alianza inesperada que se formó entre Alfa y Romina, entre un hombre que se define como cercano al PRO y una exdiputada del Frente de Todos, permitía pensar en una cierta idea de la unidad nacional, de un país que de a poco empieza a bajar los niveles de polarización que a veces llegan hasta lo doméstico. Alfa y Romina cocinaban juntos, se contaban infidencias, aguantaban el mal humor y el tedio del otro. Conversaban. En una época y una cultura de lo instantáneo, ellos conversaban. Hasta que una discusión los separó y terminaron enfrentados en la placa, en esta placa del River-Boca de la que solo uno podía resultar victorioso. Si alguien todavía se pregunta por qué le va tan bien a un programa de televisión que muestra el encierro de una serie de perfectos desconocidos, acá hay una clave de lectura: la amistad impensada entre dos personas completamente opuestas y la separación abrupta. Del amor al dolor, de la sorpresa al quiebre. Gran hermano es como la Argentina, tiene todos los climas del melodrama.
La tensión y el suspenso se podían palpar en los estudios de Telefe desde mucho antes de que empezara el programa en sí. «Hoy esto va a explotar», le dijo Sonia, de sesenta y dos años y oriunda de Muñiz, vestida con una blusa blanca y una pashmina rosa, a su grupo de amigos. Eran las siete y media de la tarde y los cuatro estaban sentados en la Shell de Fleming, uno de los pocos lugares abiertos a esa hora en esa zona de Martínez. Faltaba todavía media hora para que se abrieran las puertas del estudio, a dos cuadras, y se iba sumando gente a ese pequeño café para paliar el calor y la humedad. Sonia y su grupo de amigos saludaba a los comensales con la familiaridad del que se sabe en territorio seguro. Se daban un beso, un abrazo, se chicaneaban con lo que iría a pasar unas horas después. Es que el éxito de Gran hermano, más allá de los picos de rating que sorprenden a la industria, el costo millonario del segundo de publicidad y el perfil de cada participante, es un fenómeno que genera conversación social. Esta edición empezó un poquito antes del Mundial y fue generando un clima de efervescencia, de amar y odiar a unos y otros, de querer ser parte del juego con los comentarios en las redes sociales y el voto telefónico que define todo, que sigue hasta nuestros días. Acá podemos ser jugadores, directores técnicos y árbitros a la vez; en esa ilusión de poder colectivo radica otra de las claves de este éxito. Y es en la calle, más que en las pantallas y en las plataformas, donde se dan los mejores debates.
Miembros de la producción pedían que por favor se mantuviera la calma, que se alentara a los preferidos con juego limpio, sin recurrir al «hate» (llama la atención que se haya puesto tan de moda esa palabra en inglés cuando todos conocemos la palabra «odio» en español). Poco a poco se iban desplegando las banderas, los peluches, las pancartas. Los familiares de los nominados estaban de pie en la primera fila, salvo Festa que se había acomodado al fondo de la tribuna de Romina, y los múltiples debates que habían empezado en la Shell y seguido en la fila de Entre Ríos continuaban, aunque ahora entre murmullos. Los grupos se iban mezclando y se palpaba una curiosidad por saber qué pensaba el otro, un deseo de seguir con la conversación.
No pudimos ver a Alfa en vivo en la gala de eliminación. Pero sí pudimos verlo el lunes a la noche, en un debate que tuvo picos de 28 puntos de rating. Cuando le preguntaron quién quiere que gane los 15 millones de pesos del premio ahora que él quedó afuera, fue contundente: «Quiero que gane Romina». ¿Estaremos a tiempo de reflotar el pacto de la unidad nacional que tanto nos había ilusionado?

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