10 de julio de 2023
En medio del fracaso de la contraofensiva de Kiev y de la insurrección del grupo Wagner, los realineamientos geopolíticos avanzan. Estados Unidos y Rusia: trasfondos de una batalla abierta.
Sin tregua. Tropas de Zelensky en el operativo para recuperar posiciones en Bakhmut, ciudad bajo control del Kremlin.
Foto: Getty Images
El viernes, el presidente estadounidense confirmó el suministro a Ucrania de bombas de racimo, cuyo uso está prohibido en gran parte del mundo. Esta decisión lleva a una angustiosa pregunta ¿Se ha iniciado una nueva fase de la guerra? ¿Hay riesgo de que la tentación nuclear y el ego-hegemonismo triunfen sobre la razón?
La primera fase de la guerra, muy breve, se inició el 24 de febrero de 2022 y abarcó menos de un mes: hasta el día en que, sin previo aviso, Boris Johnson viajó a Kiev, en su carácter de primer ministro británico, con un mensaje para el presidente ucraniano Volodímir Zelensky.
En aquel momento, la «Operación militar especial» (OME) rusa se presentaba como una intervención acotada y con un objetivo preciso, liberar a Donetsk y Lugansk, desmilitarizar y desnazificar Ucrania. La incorporación de Crimea tras el golpe de Estado prooccidental del 22 de febrero 2014, que derrocó al Gobierno democrático de Ucrania operaba como antecedente. El 16 de marzo, Moscú convocó a un referendum y el 96,77% de los habitantes de Crimea eligieron ser parte de la Federación Rusa.
Visto desde hoy, la decisión del Kremlin fue una medida in extremis de preservación de Rusia. Es conocido el incumplimiento de la promesa que el excanciller estadounidense, James Baker, le hiciera al expresidente soviético Mijail Gorbachov en 1990. A cambio de que la Unión Soviética aceptara que una Alemania unificada ingresara a la OTAN, Baker prometió que la alianza atlántica no se expandiría hacia el Este europeo.
Sin embargo, en 1999, se produjo lo que podría llamarse la primera «traición»: Polonia, Checa y Hungría ingresaron a la OTAN y empezaron a alojar, sin que hubiera una amenaza real constatada, peligrosas bases antimisilísticas. En 2004, se sumaron Estonia, Lituania, Letonia (tres antiguas repúblicas soviéticas), Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia.
Rusia estaba siendo claramente cercada. Cuando la OTAN propuso el ingreso de Georgia y Ucrania, Putin habló con claridad. En la Conferencia de Seguridad de Munich, en 2007, precisó que la incorporación de esas dos antiguas repúblicas soviéticas era una «línea roja» para Rusia, pero las potencias occidentales ignoraron la advertencia.
En 2015 se produjo la segunda «traición». Desde el mencionado golpe de Estado en Ucrania de 2014, las fronteras de Rusia, sobre todo en Donetsk y Lugansk, eran cada vez más asediadas. Alemania, Francia, Ucrania y Rusia firmaron entonces los Acuerdos de Minsk, reconocidos por Naciones Unidas para –teóricamente- promover un alto el fuego. Pero los combates siguieron. ¿Por qué? Como se supo a fines del año pasado, Putin fue engañado por los líderes de Alemania y Francia como en el pasado había sido engañado Gorbachov por Baker.
En diciembre de 2022, Angela Merkel, ya lejos del poder político, confesó al semanario Die Zeit, que los acuerdos de Minsk habían tenido como propósito permitir que Ucrania se rearmara. Días después, el expresidente francés François Holland lo reconfirmó: «Sí, Angela Merkel tiene razón. Desde 2014, Ucrania ha fortalecido su ejército. Está mejor entrenado y equipado. El mérito de los acuerdos de Minsk es que le brindaron al ejército ucraniano esa oportunidad».
Boicot a la paz
Cuatro días después de iniciada la Operación militar especial ya había conversaciones de paz entre rusos y ucranianos, e incluso el 15 de abril de 2022 estaba redactado el «Tratado sobre la neutralidad permanente y garantías de seguridad de Ucrania», con 18 artículos y anexos. Existen varias fotos donde se ve a los representantes de ambos países dándose la mano. Hace unas semanas, el pasado 17 de junio, el jefe de la delegación negociadora de Rusia, Vladímir Medinski, dio más detalles: los Gobiernos de Reino Unido, China, EE.UU., Turquía, Francia y Bielorrusia figuraban como garantes de las negociaciones. ¿Qué pasó?
Faltan conocerse muchas piezas del rompecabezas, pero hubo al menos dos hechos que prueban el boicot de Occidente. Uno es el asesinato de uno de los negociadores ucranianos, el banquero Denis Kireyev, el 5 de marzo de 2022. Dos, el viaje relámpago de Boris Johnson a Kiev el 9 de abril. Funcionarios próximos a Zelensky dijeron al diario ucraniano Ukraínskaya Pravda, que Londres advirtió que, si Ucrania estaba dispuesta a firmar algún acuerdo, «Occidente no lo estaba».
Con este fracaso empezó la segunda fase. La guerra dejó de parecer local y se convirtió abiertamente en ruso-otantista. Europa y EE.UU. endurecieron las sanciones económicas y, sin disimulos, empezaron a enviar especialistas para entrenar tropas ucranianas; colaboraron con información de inteligencia; proveyeron a Kiev con armamentos y financiación, además de facilitarle a Zelensky su presencia en todos los foros internacionales.
Por su parte, el Kremlin, entre muchas medidas, puso la mira en el talón de Aquiles europeo y sancionó una ley por la cual, a partir del 30 de marzo de 2022, los países que sancionaron a Rusia deberán pagar el gas y el petróleo en rublos. Un bumerang para los europeos; una felicidad para EE.UU. (que le empezó a vender gas licuado, carísimo, a sus socios de la Unión Europea) y un buen negocio para Rusia que vio fortalecido el rublo y amplió su mercado de hidrocarburos a India y otros países euroasiáticos.
Hacia la guerra global
«Lo que al principio parecía ser solo una guerra localizada y asimétrica se convirtió rápidamente en la guerra más intensa librada desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Exactamente, porque dejó de ser una guerra local, para convertirse en una “guerra hegemónica”, es decir, una disputa sobre quién tendrá el “derecho” a definir los criterios y reglas de arbitraje dentro del sistema mundial», analiza el académico brasileño José Luis Fiori, en su último artículo, «Criterios, narrativas y guerras hegemónicas».
Estados Unidos, amenazado por una irreversible pérdida de liderazgo y por la emergencia de potencias competidoras, ha desplegado sus tácticas para conservar su unipolaridad hegemónica en el siglo XXI. En el centro de ese plan está la destrucción y la fragmentación de Rusia, como lo prueba el documento elaborado por la Rand Corporation, un centro estratégico vinculado al aparato militar industrial de Estados Unidos, en 2019. El texto, titulado «Sobreexigir y desequilibrar a Rusia», demuestra que la guerra en Ucrania fue una provocación planificada desde hace tiempo por Washington.
El documento propone: proporcionar armas letales a Ucrania; incitar a Rusia a una costosa carrera armamentista; desplegar armas nucleares tácticas adicionales en Europa y Asia; fomentar protestas internas y resistencias no violentas en Rusia; socavar la imagen rusa en el extranjero; crear la percepción de que el Gobierno de Putin es corrupto y no persigue el interés público; imponer sanciones comerciales y financieras más profundas; aumentar la capacidad de Europa de importar gas de proveedores distintos de Rusia y expandir la producción de energía de EE.UU., entre muchas otras acciones, casi todas puestas en marcha desde 2014 y sobre todo desde 2022.
«Republicanos y demócratas –puntualiza Fiori– formularon diagnósticos algo diferentes, pero con idénticos objetivos: mantener la primacía mundial de EE.UU. en el siglo XXI. La gran diferencia entre ambos era la importancia atribuida por los demócratas a Ucrania, que Zbieniew Brzezinski consideraba el pivote geopolítico decisivo para la contención militar de Rusia. Como puede verse, la intervención militar estadounidense en Ucrania ya figuraba en el mapa estratégico de su política exterior desde la última década del siglo pasado, como elemento clave para la preservación de la “primacía global” estadounidense».
El ideólogo y estratega Brzezinski fue el gran maestro de la excanciller Madeleine Albraight, quien, a su vez, fue mentora de Anthony Blinken, Jack Sullivan y Victoria Nuland, los tres arquitectos más importantes del golpe de Estado de 2014 en Ucrania y hoy funcionarios clave del Gobierno de Joseph Biden.
El interrogante es si la fallida insurrección del Grupo Wagner debe interpretarse como un signo de que la guerra entró en una nueva fase más expansiva y peligrosa. Hay quienes interpretan el avance de la tropa mercenaria en territorio ruso y su rápida resolución (el líder Evgueni Prigozhin aceptó en pocas horas «asilarse» en Bielorrusia) como una señal de caos en las tropas rusas y de debilidad del Kremlin. Otros creen que se trata de un «engaño militar» bien orquestado por Rusia para desorientar al enemigo y, de paso, fortalecer el ejército bielorruso sumándole el comando de mercenarios dirigido por Prigozhin. ¿Cuál es la verdad? Imposible saberlo, pero por ahora el caos y la debilidad rusa no se vislumbran.
En el frente de batalla hay dos datos importantes: uno, Rusia incorporó al resto de los paramilitares de Wagner a su ejército regular y, dos, la contraofensiva lanzada por Zelensky y avalada por Occidente es un fiasco reconocido por el mismo presidente ucraniano.
El miércoles, a una semana de la cumbre de la OTAN en Vilna (donde se supone que Ucrania va a llevar resultados positivos a sus patrocinadores), Zelensky dio una entrevista exclusiva a la CNN justificando y, simultáneamente, reconociendo el fracaso de la contraofensiva. «Yo quería que se produjera mucho antes, porque todo el mundo entendía que si la contraofensiva se desarrolla más tarde, damos a nuestro enemigo el tiempo y la posibilidad de colocar más minas y preparar sus líneas defensivas», argumentó.
El ocaso del unipolarismo es irreversible. Los realineamientos geopolíticos avanzan. Por eso, la guerra se encuentra en una encrucijada decisiva: la paz negociada (propuesta por China, Brasil. Sudáfrica y más países), o la destrucción del enemigo a como dé lugar.