29 de junio de 2023
La criminalización de la protesta social se ha acentuado en el capitalismo contemporáneo, tanto en sus opulentas metrópolis como en los países de la periferia en donde, como ocurre en la Argentina, la escasez de divisas alienta un desenfrenado extractivismo que motiva el desalojo y la desposesión de las comunidades originarias. Los sucesos en curso en Jujuy son un claro ejemplo de esta tendencia general que, obviamente, se desenvuelve de acuerdo con las notas específicas de una Argentina acosada por un proceso inflacionario que alimenta sin pausa la pobreza, el malestar y la rabia de vastos contingentes populares. Lo expuesto, además, tiene lugar en una provincia cuya organización política puede clasificarse como un patrimonialismo autoritario y nepotista edificado sobre inmensos depósitos de litio. Por lo tanto, no puede causar sorpresa la ferocidad represiva del Gobierno de Gerardo Morales para acallar los reclamos de los pueblos y sofocar la resistencia de quienes no solo desafían políticamente al mandatario provincial sino que amenazan con arruinar un fenomenal negocio del cual el propio Morales ya es, junto a poderosas empresas del ramo, uno de sus principales beneficiarios.
Un error muy difundido es el que asegura que la dominación del capital y la estabilidad del orden social reposa solo en la eficacia de los aparatos represivos del Estado. En realidad hay otros dispositivos de carácter cultural e ideológico, y especialmente uno muy importante y que no siempre ha sido debidamente tenido en cuenta: la culpabilización y denigración de los pobres y excluidos. Este ha sido recurrentemente utilizado por las camarillas dominantes a lo largo de toda la historia del capitalismo. La culpa, según lo demostrara Sigmund Freud, es un poderoso mecanismo de control social, y hábilmente administrada por los dominadores puede conferir estabilidad a un orden social profundamente injusto. Pero no se trata de una culpa que es imputada desde afuera por los grupos dominantes y cargada en la cuenta del «pobretariado», al decir de Frei Betto. ¡No! El mecanismo más eficaz es el que logra que los explotados y oprimidos se culpen a sí mismos. En otras palabras, la dominación del capital será tanto más estable y segura en la medida en que se generalice la autoculpabilización de sus víctimas. Esto supone la existencia de un «sentido común» sólidamente arraigado en el imaginario social y que estigmatice a aquellos como vagos, irresponsables, borrachines, gente de vida desordenada y disoluta y por lo tanto, en el caso argentino, como conspicuos «planeros» que prefieren vivir, cual zánganos en una laboriosa colmena, de las dádivas de un «Estado populista» en lugar de lo producido por su propio trabajo. Según este discurso –elitista en sus orígenes, pero que en tiempos recientes caló hondo en amplias capas medias– los pobres son sujetos antisociales que deben ser sometidos a estrictos dispositivos de disciplinamiento y control.
Este recurso de inducir la autoculpabilización de los pobres es discernible desde el surgimiento del capitalismo. Tanto así que no pasó inadvertida ante la aguda mirada de un humanista como Tomás Moro quien, a comienzos del siglo XVI, plasmó estas observaciones en su clásico libro Utopía. Pero casi un par de siglos más tarde otra sería la mirada de los intelectuales orgánicos del nuevo modo de producción. Con el surgimiento de la tradición liberal los pobres pasan a ser representados como niños irresponsables y revoltosos, y que como tales deben ser tratados. John Locke, padre del liberalismo y supuesto teórico de la tolerancia (solo válida, aclaremos, como virtud cuando se practicaba entre los amos y los grupos asociados a su dominación) escribía cartas a los representantes de Virginia en la naciente república norteamericana recomendándoles adoptar una política de «mano dura» –castigos corporales, encierros, etcétera– para los trabajadores indisciplinados, los ausentistas y también para los niños vagabundos, todos los cuales debían ser sometidos por igual a un régimen disciplinario como lo describiera Michel Foucault en Vigilar y Castigar. El remate teológico-político de esta verdadera cruzada contra los pobres que produce el capitalismo brotó de la pluma del clérigo anglicano, filósofo y economista inglés Thomas Malthus. En su Primer ensayo sobre la población (1798), fundamentó su visión diciendo que si «en el espléndido banquete que ofrece la naturaleza hay alguien a quien no le han puesto cubiertos es porque aquella le está diciendo que está de más y le ordena que se vaya, y no tardará en ejecutar su propia orden». La población sobrante en el banquete debe ser eliminada y esto se hace a través de «las epidemias, hambrunas y guerras que son métodos naturales y bienhechores por las cuales se logra el equilibrio poblacional».
Esta observación del clérigo y economista inglés es de enorme importancia si se recuerda que en la Argentina periódicamente aparece algún representante de la derecha para declarar que a este enorme y casi despoblado país «le sobran diez o veinte millones de personas».
En conclusión, quienes se rebelan contra el «mandato de la naturaleza» malthusiana o son inmunes a la autoculpabilización porque con sus luchas y su organización han desarrollado una conciencia crítica de sí mismos y de su inserción en la sociedad deben ser disciplinados, a cualquier precio y con cualquier método. Jujuy ofreció días pasados un clarísimo ejemplo de ello. Es de esperar que no sea este el camino por el que un eventual Gobierno de derecha quisiera hacer transitar a la Argentina.
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