23 de junio de 2023
La modificación de textos célebres para adecuar su contenido a los valores actuales genera polémica en el mundo editorial. El rol de los «lectores sensibles».
«Lo que yo quería eran junglas y leones y elefantes (…) y en Egipto no había nada de eso. Era un país desértico. Un territorio pelado, arenoso, lleno de tumbas y reliquias, y de egipcios, y nada de ello me entusiasmaba». Esta referencia étnica, con una connotación ciertamente negativa, puede leerse en Boy, relatos de infancia, una autobiografía escrita por Roald Dahl hace casi cuarenta años. ¿Descripciones como estas debieran ser suprimidas en pos de dar lugar a reediciones con representaciones menos estereotipadas y estigmatizantes y, en cambio, más inclusivas, a tono con los valores actuales?
Hay quienes así parecen creerlo; de hecho, son varias las editoriales extranjeras que recientemente resolvieron, no sin despertar controversia, volver a publicar libros de reconocidos autores como Agatha Christie, Ian Fleming y el propio Dahl, pero con modificaciones, a partir de un trabajo previo de revisión a cargo de los llamados «lectores sensibles», un comité especializado en minorías que busca alertar sobre contenidos potencialmente ofensivos como mensajes racistas, sexistas y de discriminación hacia cuerpos no hegemónicos e identidades disidentes. Pero, ¿debe el arte del pasado amoldarse a las convenciones del presente? O, por el contrario, ¿la intervención de textos literarios se presenta como un acto de corrección política que roza la censura y que acaba por funcionar como una estrategia editorial para incrementar las ventas? Asimismo, ¿los lectores de sensibilidad existen desde siempre o son un fenómeno propio de nuestros tiempos, inseparable de la cultura de la cancelación?
«No creo que el pasado deba adecuarse al presente. Lo que cambia es nuestra mirada actual sobre las obras de arte del pasado», señala la escritora Mercedes Giuffré. «Hoy no escribiríamos La fierecilla domada o El mercader de Venecia del modo en que lo hizo Shakespeare, estigmatizando al prestamista judío o rebajando a la mujer. Sin embargo, esas obras que son grandes piezas teatrales por muchos motivos, muestran cómo era la sociedad en otro tiempo, con sus prejuicios incluidos. Retocarlas o edulcorarlas en nombre de una sensibilidad actual se parece mucho a la negación», completa. Además, la autora de Deuda de sangre refiere a la doble falta que trae aparejada la operación de manipular textos. Por un lado, hacia los escritores fallecidos, cuyo derecho a la propiedad intelectual no se respeta. Y por el otro lado, hacia los mismos lectores.
«Me parece más inteligente y efectivo hacer ediciones críticas que incluyan estudios introductorios y notas que planteen estos temas a los jóvenes y que abran debates. De otro modo, lo que hacemos es subestimar a los lectores. Darles todo digerido, como si fueran incapaces de pensar», añade Giuffré.
Otra «solución» posible sería la de ofrecer una lectura novedosa de un texto clásico, como hizo el ilustrador Benjamin Lacombe en el marco de la reciente Feria del Libro de Buenos Aires, donde presentó su versión gráfica y en clave queer de La Sirenita, de Hans Christian Andersen.
De acuerdo con la investigadora y docente universitaria Laura Arnés, el solo hecho de contratar una persona para que evalúe un cuento o una novela firmado por un autor consagrado va en contra de la esencia de lo literario. «Yo diría que la literatura es políticamente incorrecta o no es. La literatura es riesgo y justamente ahí radica su poder. Contratar a alguien para que convierta en políticamente correcto un texto implica convertir ese texto en pedagógico. La escritura tranquilizadora no es literatura, es pedagogía de la mala, es vigilancia», advierte.
Doble discurso
A lo largo de la historia del arte, obras y creadores han sido juzgados y hasta prohibidos por reyes, mecenas e instituciones. «Siempre hay acciones y reacciones. Por poner un ejemplo, cuando American Psycho llegó al cine, ninguna marca quería aparecer asociada al libro de Bret Easton Ellis. Desde siempre ha habido reparos, así como gente que rompió la pared y esa es la que sale más dañada porque es valiente», observa Helena Pérez Bellas, editora freelance y lectora profesional. Si bien Giuffré comparte la idea de que los lectores sensibles, vistos en términos amplios, no son figuras surgidas recientemente, sino que existen desde tiempos inmemorables, sí considera que hoy por hoy se da una situación particular propia de esta época.
«La novedad es que antes lo que molestaba era lo nuevo, no las obras del pasado», puntualiza Giuffré. «Estamos ante un fenómeno diverso. Molesta lo que no coincide con el modo de ver el mundo de hoy. Y ahí es donde se desata esta cultura de la cancelación, que por sus métodos y efectos termina siendo una nueva Inquisición», señala. Para Pérez Bellas, lo que a fin de cuentas se esconde tras el acto de reescritura de los textos clásicos es un intento por aumentar el número de lectores. «Creo que las decisiones son netamente económicas y se podría resolver el asunto generando nuevos escritores acordes a la época, asumo que hay nombres que ya son sinónimo de venta, entonces es mejor sencillamente reconvertirlos acorde a lo que pide un sector del mercado. Es el siglo XXI intentando extraer antinaturalmente todo lo que aportó el siglo XX», afirma.
La tendencia de reescribir libros clásicos, por lo pronto, no pareciera estar dándose a nivel local. «No estoy en conocimiento de obras de autores argentinos y latinoamericanos que hayan sido intervenidas, así que creo que es un debate que viene importado. Por otra parte, estos debates son modas que se instalan como tal y que también constituyen una herramienta de marketing», sugiere Leo Rodríguez, editor y secretario de Editorial Madreselva. A su vez aclara que se trata de una problemática que no compete a todas las editoriales por igual y que conlleva un doble discurso. «No involucra a las más pequeñas, a las cooperativas, sino que está más emparentada con los grandes grupos. Es interesante también pensar a la luz de qué acuerdos, nunca homogéneos ni universales, se reescriben los textos. Por un lado, se pretende una reescritura progresista, limpiando aspectos de raza, clase, patriarcales, etcétera. Pero, por otro lado, también existen los abordajes que directamente dejan de lado textos porque tienen ideología de género. Entonces para nosotros se da un fenómeno que está cercano a la censura y que no se hace cargo de nuestra historia cultural», reflexiona.