18 de abril de 2023
En tiempos de cancelación, los comediantes se las ingenian para hacer reír sin renunciar a la provocación. La huella de Seinfeld, Larry David y Ricky Gervais.
Chistes incómodos. Exponentes actuales como División Palermo y Fleabag se inscriben en la misma tradición que The Office y Curb Your Enthusiasm.
«Los cómicos no somos buenos», dijo hace no mucho el saludable y genial nonagenario Mel Brooks. «La comedia es el pequeño elfo lascivo que susurra en el oído del rey, siempre diciendo la verdad acerca del comportamiento humano. Ese es nuestro trabajo: decir las cosas tal como son, y a menudo para eso hay que usar expresiones vulgares y callejeras», agregó. Referente demente e indestructible para varias generaciones de comediantes estadounidenses, Brooks siente que hemos retrocedido bastante en este sentido y que hoy no le sería posible filmar una película como Locuras en el oeste (1974), porque «nos hemos vuelto estúpidamente correctos y la corrección política es la muerte de la comedia».
¿Es así? Por un momento pareció que ya no era imposible decir casi nada, al menos dentro del contexto más o menos consensuado de la ficción o el stand up. Si cualquier humorista que aprecie la tradición en la que se inserta su arte sabe, como Mel Brooks, que su trabajo no solo puede ofender sino que tiene el deber de hacerlo, de sacudir la jaula y torcer un poco la mirada, ¿qué tiene hoy el poder de hacerlo? ¿Qué queda después de tres décadas de Los Simpson, Casados con hijos, Seinfeld y decenas de dibujos animados nacidos bajo el influjo lisérgico y escatológico de Ren & Stimpy o el retrato de la soberana idiotez colectiva del pueblo de South Park?
Hay una pista en la flamante La loca historia del mundo parte II, serie de Star+ basada en otro clásico de Brooks de hace 42 años. En un sketch, un vendedor ofrece estatuas demolidas y monumentos en desuso de exdictadores y «¡gente cancelada!». E inmediatamente aparecen las imágenes de Bill Cosby y de (algo perturbadoramente en un mismo plano) Mel Gibson y Woody Allen. El chiste es moderadamente gracioso pero, inofensivo como es, posa un poco a la ligera su dedo sobre el tema de la llamada «cultura de cancelación», acaso el eje más contemporáneo de la discusión en torno a esa cosa mutante que es la incorrección política, en un mundo en el que ya parecía no haber resto para el escándalo.
Romper el molde
Así es que, tal vez, hoy se llama humor «políticamente incorrecto» a aquello que desafía el temor a la cancelación. A decir una barbaridad de más y ser escrachado. Una contracara de este estado de alerta y paranoia podría ser la apropiación de la agenda «inclusiva» por parte de diversas instancias formales dispuestas para la pose progre: ocurre mucho en la publicidad con su muestrario forzadamente «diverso» de modelos, pero también en el marketing político. Contra esa forma de corrección institucional evidente hasta la vergüenza apunta de manera directa la divertida División Palermo, el más reciente de los éxitos de producción argentina en Netflix.
«Es difícil decir como una máxima cuál es el límite, con qué se puede o con qué no se puede hacer humor», le dice a Acción Diego Núñez Irigoyen, codirector de la serie junto a su gestor y protagonista Santiago Korovsky. «Sí diría que en nuestro trabajo en el guion y con los chicos del reparto intentamos pararnos en un lugar que fuera siempre incómodo, pero en el que siempre estuviera muy pensado cómo y por qué estábamos yendo a ese espacio de humor. En el rodaje tuvimos mucho ida y vuelta con los actores: muchos pertenecen a minorías o tienen discapacidades y haciendo un humor tan al límite a veces teníamos inseguridades, pero fueron ellos quienes nos aportaban desparpajo y nos incitaban a ir un poquito más allá».
Esa atención a «la mirada del otro» de la que habla Núñez Irigoyen está en línea con una de las preocupaciones más corrientes manifestadas sobre la comedia con vocación de «provocación»: quién es hoy el que está diciendo qué cosa acerca de quién. El foco está puesto no solo pero en particular sobre la posición hegemónica del «hombre blanco y acomodado», que tiene más a su alcance los recursos para expresar su punto de vista; «the white privilege» (el privilegio blanco), según una categoría con la que muchos críticos estadounidenses han cargado a lo largo de los últimos años sobre personajes como Ricky Gervais, Seinfeld y Larry David.
No hay que olvidar que Gervais prácticamente inauguró el siglo inventando la noción de incomodidad en su serie The Office, luego extendida a su modo por Steve Carell en su versión estadounidense. Luego repitió el prodigio quitándoles el polvo a las entregas del Globo de Oro, esos shows institucionales y usualmente tan caretas, atreviéndose en su rol de presentador a decir las mayores bestialidades en vivo y en la cara misma de aquellos a los que destinaba sus ofensas, sin privarse de mandar algún chiste deliberadamente homofóbico en plena era de la concientización sobre la diversidad de género, étnica e identitaria, acaso solo para seguir incomodando (y obligarnos a bancarnos nuestros propios prejuicios y contradicciones).
Sin embargo, para algunos de sus seguidores este «personaje» se adhirió a Gervais demasiado, al punto de que pareciera sentirse obligado a provocar y ofender en cada paso que da. En ese sentido el actor y autor –que en su serie más reciente, After Life, se mete con asuntos complejos como la depresión suicida y la marginalidad, no siempre con éxito– insiste en que, aunque siga jugando a ser el salvaje-que-tira-contra-todos, su blanco es siempre «mi propia sensibilidad: la angustia, los prejuicios y las pretensiones de la clase media. Creías que no te podías reír de algunas cosas pero sí podés, porque ahora sabés que el blanco sos vos mismo».
También de cautivarnos con un personaje a veces inmoral o sencillamente egoísta y desconsiderado, que en la vida real (creemos que) nos produciría rechazo, hizo una carrera Larry David. Su monstruosidad se cimenta en una autoconciencia plena. David no discrimina, sino que es la bestia perfecta «para la época de la llamada igualdad de oportunidades», dice la actriz Susie Essman (alias Susan, archinémesis del protagonista en Curb Your Enthusiasm). «Nada es sagrado para él. No hay grupo al que no haya insultado: judíos, musulmanes, católicos, gays, discapacitados, tartamudos, gente con síndrome de Tourette, y podría seguir sin parar».
Pero si ni David ni Gervais se autocensuran y, por el contrario, se alimentan de la polémica, también es cierto que son dos figuras ya consagradas y por lo tanto pueden permitirse ir a lugares que nuevos comediantes tal vez ya no. Será por eso, por el miedo a la cancelación, dice Chris Rock, que en la actualidad hay una «abundancia de programas tan poco graciosos: porque todos están aterrados de hacer el menor movimiento».
Por su parte, la creadora de las series de culto Crashing y Fleabag, Phoebe Waller Bridge, parece confiar en que el humor sigue siendo el mejor recurso para decir esa verdad algo jodida de la que habla Brooks y por lo tanto, porque cree en la potencia de la ficción, ha creado a sus protagonistas desde una nueva sensibilidad, pero no por eso necesariamente «sensibles». En una escena de Fleabag su novio la encuentra masturbándose mientras ve noticias sobre Barack Obama. «Hoy produce cierto impacto que una mujer exprese sus deseos sexuales con tanta franqueza. Supe que algunos no la querrían porque comete errores y a veces es desdeñosa y cruel. Pero para mí, mientras sea graciosa, puede salirse con la suya», señala.
Hay que romper un poco el molde, dice Waller-Bridge, para que, palabras más palabras menos, el mundo no se estanque. Y el humorista no debe censurarse, pero tampoco dejar de reflexionar: no por miedo a la cancelación sino porque sencillamente la mera provocación a veces no vale la pena. Hace poco decidió dejar afuera de su monólogo para Saturday Night Live unos chistes sobre el aborto, porque le pareció que el retroceso en ese tema en Estados Unidos era un asunto grave que había que abordar concienzudamente: «Podés hacer ruido y que te etiquen como una provocadora. Pero hay que tener cuidado, hay que encontrar la forma adecuada de protestar. A veces puede ser valiente decir algo escandaloso, pero no siempre. A veces es más valiente decir algo vulnerable».