27 de abril de 2016
Apoyado en una app muy práctica y el rechazo que provoca en algunos usuarios el gremio de los taxistas, Uber llegó a Buenos Aires con su emprendedorismo de shock. Con la promesa de trabajos flexibles y viajes baratos, esta empresa valuada en más de 40.000 millones de dólares y financiada por inversores de Wall Street sedujo a choferes y pasajeros para colocarse por encima de las normativas locales. No es la primera vez que ocurre: en Seúl, la hipermoderna capital de Corea del Sur, la escalada llegó a tal punto que la ciudad demandó al ceo de la empresa y ofreció una recompensa de 870 dólares a quien denunciara a un chofer. Uber debió retirar su servicio y otra empresa local lanzó una app para reservar taxis legales con gran éxito. Recientemente, Uber volvió al ataque luego de un intenso lobby. Su agresiva e insistente política le permite controlar el mercado en numerosas urbes, drenar ganancias a inversores de países centrales sin comprometerse con empleados y reunir más datos sobre el tráfico de las ciudades que sus funcionarios. Uber, pese a la insistencia, no es solo una aplicación.