5 de enero de 2023
El regreso de Lula Da Silva al gobierno genera expectativas positivas para el funcionamiento de las redes regionales abandonadas y saboteadas por su predecesor. El nuevo rol de Brasil.
Fervor. Miles de brasileños acompañaron el regreso de Lula. El país recupera su liderazgo regional.
Foto: NA/REUTERS
En su libro Brasil, una excepción. 1964-2019, el británico Perry Anderson observa el relativamente reciente interés de la dirigencia brasileña por América Latina. Según el historiador marxista, que vivió en Brasil en los años 60 (cuando despuntaban en la academia Fernando Henrique Cardoso, Paul Singer o Roberto Schwarz y la Universidad de San Pablo hervía con la visita de profesores extranjeros tales como Lévi-Strauss, Fernando Braudel o Michael Foucault, entre otros), ese país estaba entonces muy aislado de su entorno, fuera por «idioma, tamaño o geografía».
A mediados de aquellos transformadores años 60, los intelectuales brasileños estaban más encandilados por París que por cualquier otra capital del Cono Sur. Pero durante las dictaduras latinoamericanas, escribe Anderson, fueron las «experiencias comunes de trabajo clandestino, cárcel o exilio» con «Cuba y México de principales refugios» (cabría agregar a Chile) lo que generó un puente de reconocimiento con el entorno. En esa «red intelectual con sus homólogos de habla castellana del resto de América», la dirigencia política antidictatorial y la intelectualidad brasileñas encontraron la trama para construir integración. Anderson ve ahí el germen para que, en sus primeros gobiernos, el flamante y ahora por tercera vez presidente de Brasil Luiz Inácio Lula Da Silva haya tenido tanta amistad y propuestas de coordinación (con sus más y sus menos) con Argentina, Bolivia, Ecuador o Venezuela.
El vínculo concreto de Brasil con los vecinos empezó a forjarse antes, claro, con la salida democrática de los 80. Con las dictaduras también había existido, pero literalmente de terror: el Plan Cóndor. Fue con José Sarney y el argentino Raúl Alfonsín cuando se sentaron las bases de lo que luego sería el Mercosur. El sustento fueron varios protocolos bilaterales, con los que ambos países enterraron las hipótesis de conflicto que habían tenido por más de un siglo sus Fuerzas Armadas. En los 90 se sumaron Uruguay y Paraguay, más tarde Venezuela (hasta que la ola neoliberal suspendió su membresía, lo que ahora Lula quiere revertir) y cada uno a su turno se fueron acoplando como estados asociados del Mercosur: Bolivia, Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Guayana y Surinam.
La integración regional siempre ha sido asignatura pendiente, o a medias. Experiencias tempranas y continentales como la ALALC o la ALADI, o por grupos como el ABC, el Pacto Andino o el ALBA, nunca cuajaron a pleno para conformar un espacio de completa integración, aunque desengrasaron el espacio comercial intrazona con sus ventajas arancelarias para los socios. La primera década y media de este siglo, con la CELAC y Unasur, fue más de armado político. Pero por diversas razones, en materia económica, productiva, financiera o comercial (con todos los avances que sin duda hubo, alcanza con ver las estadísticas) hubo sabor a poco.
Los Gobiernos de derecha que llegaron luego quisieron quebrar esas experiencias; Jair Bolsonaro fue un claro exponente, él y su ministro de Economía, Paulo Guedes, neoliberal hipercrítico del Mercosur. Esos gobiernos (Bolsonaro, Macri, Piñera, Duque) también generaron otras iniciativas ad hoc que hoy son apenas un patético recuerdo: el Prosur y el Grupo de Lima. Y detrás de todo ese proceso siempre militaron contra el armado regional la OEA y Estados Unidos, con su propia iniciativa (des)integradora: el ALCA.
Articulaciones
Ahora Lula seguramente intentará reconstituir, con otras claves, los puentes. El escenario es diferente a cuando gobernó junto a colegas como Néstor Kirchner, Hugo Chávez, Evo Morales o Tabaré Vázquez, entre otros. Hay cambios grandes en el barrio y en el mundo por la guerra en curso, la inestabilidad e incertidumbre políticas y la dinámica comercial, ya que en aquellos años Latinoamérica se beneficiaba de los precios de sus exportaciones y de la demanda, en especial asiática. Hoy la pandemia primero y la guerra luego dañaron las cadenas globales de producción, y las potencias de Occidente y sus multinacionales no tienen apuro en arreglarlas, de hecho, prefieren articulados regionales (lo han dicho explícitamente en sendos discursos desde Joe Biden hasta Paolo Rocca) para asegurarse mercados y aislar a como dé lugar a quienes las desafían del otro lado del mundo, en particular China y Rusia.
En el plano estrictamente regional, Lula ha dicho que impulsará el regreso de Venezuela al Mercosur y que buscará rearmar a Unasur y potenciar la CELAC.
Su canciller será un gran conocedor del paño y del Mercosur en particular. Diplomático de carrera, de Mauro Vieira se recuerda mucho su paso como embajador en Buenos Aires atravesando los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Luego fue embajador en Estados Unidos y canciller con Dilma Rousseff. Y el otro gran armador que tiene Lula para su entorno geográfico (y más allá también) es su asesor internacional Celso Amorim. Ya no está –y es una pena por su calidad intelectual, política y humana– el fallecido Marco Aurelio García. Pero tanto, el PT como Itamaraty tienen en claro que Lula necesita rápidamente desandar el aislacionismo extremo que dejaron los cuatro años de Bolsonaro. «Quiero decir que Brasil ha vuelto. Volvemos para reconectarnos al mundo», dijo Lula en su reciente visita a la COP27 de Egipto.
Mercosur, base de apoyo
Desde ya, Lula no dejará de aprovechar el buen vínculo que tiene con Biden (contrapunto del lazo Trump-Bolsonaro) para fortalecer negocios con EE.UU., con pares europeos (el acuerdo Mercosur-UE es uno de los temas pendientes, trabado del lado europeo por la nefasta política amazónica bolsonarista, y del lado sudamericano por las pocas concesiones y muchas pretensiones de Bruselas), intentará retomar los lazos históricos que supo tejer con África en sus dos anteriores presidencias y tenderá, entre otros frentes a atender, a aportar funcionalidad a los BRICS, cuyos miembros cruzan transversalmente un mapa geopolítico agitado. Pero su base de apoyo seguirá siendo el Mercosur, donde está la infraestructura material de oferta global para el mundo, en agro, energía y minería, incluidos los «minerales raros» de moda en el siglo XXI, que es por lo cual a ese mundo le importa nuestra región.
En ese sentido, las ideas (como ya las hubo, truncas, en la anterior ola de gobiernos progresistas) sobre un banco central unificado, o una moneda común, o al menos algún mecanismo de intercambio y compensación de reservas como tienen los países del Sudeste asiático, acaso un fondo monetario regional potente, «Opeps» de la soja, del litio o del gas empiezan a aparecer, de nuevo, en las mentes de algunos estrategas.