13 de enero de 2023
Mediante una técnica antiquísima del Japón, las piezas de cerámica rotas se convierten en obras de arte. Una metáfora de las marcas que deja la vida.
Unir los fragmentos. Los objetos de cerámica que se han fraccionado se reparan con una mezcla de laca y oro.
Foto: Shutterstock
Donde hubo una herida queda una cicatriz. Lo sabe todo el mundo, tanto como que hay marcas visibles e invisibles. Las que saltan a la vista son el recordatorio de algo que ocurrió y, a veces, van acompañadas de una llaga interior. Las otras, las que hacen que una persona pueda sentirse «rota» (por una desilusión, un trauma, un dolor) dan trabajo emocional: por lo general la gente se esmera en disimularlas u ocultarlas.
En Japón, el kintsugi es una técnica que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas con laca espolvoreada o mezclada con oro, plata o platino en polvo. Conocida también como «carpintería de oro», se ha convertido en una filosofía de vida, ya que trata las roturas y los arreglos como parte de la historia de un objeto: representa así, una metáfora de las adversidades y los errores, y cómo superarlos. Y se vincula con el wabi-sabi, un concepto nipón que hace referencia a la «belleza de los defectos».
Surgió hace cinco siglos, accidentalmente, de la mano de Ashikaga Yoshimasa, un shogún que gobernó el imperio desde 1449 hasta 1473 y solía rodearse de artistas y poetas. También era fanático de la ceremonia del té y cuando uno de sus cuencos favoritos se rompió mandó a que lo repararan a China, donde, para su decepción, solo lo aseguraron con unas grapas metálicas. Tras el resultado, Yoshimasa recurrió a los artesanos de su país, que, al ver su determinación, dieron con una solución atrayente y duradera: mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz salpicado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles evidenciaron su transformación. Según cuentan las malas lenguas, «los coleccionistas se enamoraron tanto del nuevo arte que algunos fueron acusados de romper deliberadamente valiosas cerámicas para poder repararlas con las costuras de oro del kintsugi».
En lugar de disimular las líneas de fisura, las piezas restauradas con este método «exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura», y hasta «llegan a ser más preciadas que antes de romperse». Ricardo A. Rubinstein, médico psicoanalista, miembro titular en Función Didáctica de la APA (Asociación Psicoanalítica Argentina) y autor de libros como El Nunca Jamás en el siglo XXI: Peterpans, Wendys y Campanitas modernos, hace una analogía con las cicatirces del devenir humano. «El tránsito por la vida trae amores y dolores, adquisiciones y pérdidas. La posibilidad y capacidad de soportar y enfrentar las adversidades, de asimilar los golpes y cicatrices inherentes a estar en el mundo nos dan la riqueza de ese recorrido. La belleza de esa humana imperfección nos hace ser queribles en esa, nuestra verdadera esencia».
¿Quién diría que la resistencia y la aceptación frente a las dificultades pueden resumirse en la imagen de un cuenco? A nivel emocional, puede que los dolores se vayan, pero las cicatrices permanecen en el corazón. Acá lo hacen a la vista, como si se tratase de una medalla de sobrevivencia.
Las palabras, que tienen el poder de lastimar o «cicatrizar», poseen su propia forma de nombrar las heridas. En el amor, se dice que una persona tiene «el corazón partido» si la abandonaron. O que alguien «sangra por la herida», si actúa con resentimiento, en cualquier área. Y luego está aquello de que «Lo que no te mata te fortalece», etcétera. Términos como «adversidad» suponen una carga y otros encarnan una virtud, como «resiliencia». «Las palabras de quienes nos rodean pueden ser un arrullo para el alma y un don que trae la dicha de compartir», subraya Rubinstein sobre la importancia del discurso como parte del proceso de sanación.
En el contexto terapéutico, el arte del kintsugi se asemeja al camino que emprende un paciente al iniciar una terapia y los terapeutas, a los artesanos, «que confían en la capacidad de la persona para poder sanar, persistir y fortalecerse pese a los golpes sufridos con el hilo dorado del tiempo», señala un artículo publicado en el sitio español globaltyapsicologos.com.
En la terapia, en tanto, «el pegamento representa la relación que paciente y terapeuta establecen y el oro, la aceptación, comprensión y valor que la persona va encontrando en los surcos de sus cicatrices. Estas vasijas nos recuerdan que aunque la vida nos deteriore y nos rompa, siempre podemos crecer de nuevo, juntar los pedazos y repararnos terminando siendo más bellos no solo por fuera sino también y sobre todo por dentro».
Lleva tiempo pasar de lo feo o lo triste a lo nuevo o lo bello. Extraer algo bueno de lo malo. Y, sin embargo, sucede. Implica paciencia, confianza (en lo que vendrá) y coraje. Como decía Hemingway: «El mundo nos rompe a todos». Depende de cada quien recoger los pedazos y extraer de ellos algo que pueda terminar convertido en una joya, rellenando sus grietas, al igual que con el cuenco de Yoshimasa, que no solo fue reparado, sino que tomó una nueva vida, con el relace de sus imperfecciones, repletas de belleza: una belleza única.