20 de septiembre de 2022
El mundo tiene inflación después de 40 años, y las medidas parecen ser las habituales: suba del tipo de interés. Han recurrido a ese instrumento –en sentido opuesto– para capear la última crisis financiera internacional. En aquella ocasión, EE.UU. salió adelante más rápido que Europa. La Reserva Federal no tiene problemas en pegar volantazos a los tipos de interés. A Europa le cuesta un poco más, no porque les tiemble el pulso para tomar medidas drásticas –el Banco Central Europeo (BCE) suele ser más ortodoxo–, sino porque su economía es un espacio común de 27 países, de los cuales solo 19 tienen al euro como moneda oficial. Es difícil que el valor de una variable sintetice la situación de todos.
En agosto, la inflación en la eurozona se ubicó en 9,1% anual. Es un promedio. Alemania tuvo 8,8%, mientras que los países bálticos superan el 20% (Estonia lidera con 25,2%). Pero para todos la tasa de política económica es la misma. En el mejor de los casos, el resultado será eficaz pero ineficiente, con consecuencias en la producción –de hecho, ya se descuenta que entrarán en recesión–, agravado para países con problemas de deuda.
La receta habitual se está aplicando a una situación para nada habitual, la inflación es un proceso inédito desde que existe el euro. A la postre, a diferencia de EE.UU., la inflación europea es un inequívoco caso de inflación de costos, por la reducción del suministro de gas desde Rusia: sin embargo se insiste con una medida monetaria. Para contrarrestar, el BCE dispondrá mecanismos que proveerán fondos extra a cada país, pero deberán negociar la política fiscal con su presidenta, nuestra tristemente conocida Christine Lagarde. Se les viene el invierno.