16 de julio de 2022
El 70% de las personas experimentó alguna vez la sensación de que sus éxitos son un fraude. La opinión de psicólogos e investigadores sobre un síndrome demasiado frecuente.
SHUTTERSTOCK
Sentirse como un suplantador, o sea, como alguien que se hace pasar por quien no es, resulta más común de lo que podría pensarse. Al punto que un 70% de la población experimenta este fenómeno, llamado «síndrome del impostor», en algún momento de su vida, mientras que alrededor del 30% lo hace de forma persistente. Quienes lo sufren «tienen la sensación de no estar nunca a la altura; de no ser lo suficientemente buenos, competentes o capaces; de ser un fraude». Incluso, individuos brillantes desestiman sus aptitudes, creatividad o talento frente al éxito.
El síndrome del impostor fue descubierto en 1978 en mujeres –sobre todo con destacados logros académicos y profesionales–, por las psicólogas estadounidenses Pauline Clance y Suzanne Imes. Posteriormente se supo que también afecta a los hombres (que entonces no solían hablar de este tipo de temas). Pese a sus triunfos, la gente con este síndrome cree que no se los merecen o que no tiene méritos y que, en cualquier instante, alguien más revelará que han hecho «trampa». Un pensamiento recurrente es: «¿Y si me descubren?».
«Esta afección, que ha recibido este nombre oportunamente, es parte de una relación del sujeto con su propio ideal», señala Jorge Catelli, psicoanalista y profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA). «El sujeto se constituye en relación con un otro, que cumple una función parental. Esa función no es inocua, ya que aporta no solo alimentos, cuidados y amor, sino también el ingreso a un universo simbólico, con valores y expectativas, que va conformando una instancia autoobservadora, autocrítica y severa en el sujeto en ciernes, que compara al sujeto con un ideal constituido a partir de aquellas figuras primarias», agrega el especialista. Las exigencias de la crianza se interiorizan y cuando la autocrítica es exagerada se producen «dudas y desvalorizaciones permanentes hacia cada logro personal, comparando al sujeto con un ideal encumbrado y cada vez más inalcanzable. Hay un cuestionamiento de la propia idoneidad y los niveles de angustia son exacerbados».
Las personas que se sienten «impostoras» suelen ser inseguras y viven con insatisfacción constante, ya que lo que hacen nunca es suficiente. Según las psicólogas Clance e Imes, esto «se produce cuando la idea que una persona tiene de sus capacidades no coincide realmente con los logros de su currículum. Eso la lleva a temer un gran fracaso en su trabajo. Algo que va contra la lógica de que “cuando tenemos éxito en una tarea una vez, esperamos tener éxito en un próximo intento”».
Mecanismo de defensa
El perfeccionismo o el haberse criado junto a padres críticos o que fomentaban la competencia entre hermanos puede incidir en su manifestación. Hay quienes ante la posibilidad de que los critiquen, se adelantan y les bajan el perfil a sus logros con un «No es para tanto», o se apuran en recalcar un error. Es un mecanismo de defensa: antes de que les reprochen algo, lo hacen ellos mismos.
El síndrome del impostor puede emerger cuando alguien tiene que hacerse cargo de un proyecto importante. O si es ascendido o recibe un premio. Habría, por lo tanto, dificultades para saborear el éxito. «Se articula el “fracaso al triunfar”, como una paradoja que, además, amenaza potencialmente al sujeto por superar a figuras valoradas, como los propios padres. Ahí se redobla la vivencia de culpabilidad y se llegan a experimentar acusaciones hacia sí mismo, de desprecio y necesidad inconsciente de castigo. Esa necesidad se aprecia mucho en el “sabotaje de los propios proyectos”», analiza Catelli, que es miembro titular en Función Didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y full member de la International Psychoanalytical Association (IPA).
Hay una incapacidad de interiorizar los resultados obtenidos, un sentimiento íntimo de «falsedad intelectual» que aflige, por ejemplo, a mujeres muy exitosas. «Una paciente, que era brillante, solía decirme ante cada cosa que realizaba, que “no se habían dado cuenta aún”, que ya se darían cuenta. “¿Cuenta de qué cosa?”, yo solía consultarle. “De que soy mediocre… En verdad, soy un desastre”. Llevó mucho tiempo desandar un camino de exigencias y de desprecios de un padre extremadamente machista, que esperaba a un hijo varón y ese era un punto que permanecía inconsciente, pero que se manifestaba en la sensación de “insuficiencia” –señala la profesional–. Ella no era lo que su padre esperaba. No era lo que había anunciado una ecografía. Ideas anteriores, incluso a su nacimiento, trajeron graves consecuencias para su vida. El trabajo psicoanalítico permitió redescubrir y potenciar su ser desautorizado que se trataba como “basura” o incluso como “tacho de basura”».
Las mujeres de excelencia que se perciben como «bobas» creen que han llegado lejos porque otros han sobreestimado sus habilidades, aunque la evidencia externa diga lo contrario. Hay estereotipos o prejuicios que contribuyen a ello, por ejemplo, la brecha salarial con respecto a los hombres y la menor presencia femenina en cargos laborales de poder.
Otro punto, de acuerdo con investigaciones de Clance e Imes, es la relación con el éxito. Al parecer, las mujeres «tienden a atribuir sus triunfos a causas temporales, como la suerte o el esfuerzo, en contraste con los hombres, que son mucho más propensos a atribuirlos al factor interno y estable de la capacidad. Por el contrario, las mujeres tienden a explicar el fracaso con la falta de habilidad, mientras que los hombres lo imputan con frecuencia a la suerte o a la dificultad de la tarea».