11 de julio de 2022
Moderna, cosmopolita y erudita, su obra cambió de raíz la tradición tanguera y se entregó a un diálogo fructífero con el jazz y la música clásica.
Fuego interior. Piazzolla tenía una absoluta convicción en lo que estaba haciendo y llevó adelante su música contra viento y marea.
NA
«Los inmigrantes bajan de memoria en los puertos. En Mar del Plata la pesca es buena y la sonrisa de los lobos le puso en manos del abuelo este mensaje: “Hay demasiados organillos en tus manos”». La frase da inicio a los versos de «La balada de Astor Piazzolla», del uruguayo Fernando Cabrera. Es una canción que funciona como una foto de la vida destemplada del compositor, desde su precoz e inverosímil encuentro con Carlos Gardel en Nueva York –con su carga simbólica– hasta los días finales. El estribillo destaca un temple y es pura admiración: «Un peleador se la está jugando en una clínica de París», canta Cabrera. Refiere a la internación francesa en agosto de 1990, luego de una trombosis cerebral. Ya estaba canonizado en vida. El guerrero detuvo su marcha: atrás quedaban sus peleas con Héctor Varela, con Julio Jorge Nelson, con Jorge Luis Borges; atrás el mito de los taxistas que no le paraban; atrás la densidad de su sentido del humor, sus ominosas contradicciones políticas. Atrás quedaba una revolución, la propia, que encarnó de una manera solitaria y obcecada. Murió dos años después en Buenos Aires, el 4 de julio de 1992, hace tres décadas.
La música de Astor Piazzolla fue la banda de sonido de los cambios de una ciudad como Buenos Aires, especialmente los ocurridos en la década del 60. Ese sonido brotado de las entrañas del tango proyectado hacía otros géneros –la música clásica, el jazz– fue el comentario instrumental de una modernidad. La ciudad, con sus veleidades europeístas, se multiplicaba en templos como el Instituto Di Tella; en editoriales que absorbían desde la poesía estadounidense hasta el boom latinoamericano; las revistas de opinión a la manera de Panorama o Confirmado; incluso, el embrionario rock argentino. La de Piazzolla fue la llave que, en el mismo gesto, abrió una puerta cosmopolita y cerró la llamada década de oro del tango, la de las grandes orquestas, bailes masivos y poetas y compositores irrepetibles. Investigador y filósofo especializado en tango, Gustavo Varela traza una analogía entre el fulgor de esa década y el peronismo. Señala que no es casual que Astor empezara su revolución en el año del golpe, 1955, al crear el formidable Octeto Buenos Aires. Como cita en el libro Tango y política. Sexo, moral burguesa y revolución en Argentina, Piazzolla declara que con el Octeto está dispuesto a «provocar un escándalo nacional». Publica un manifiesto a la manera de los vanguardistas europeos. Allí expresa que «no se ejecutarán obras cantadas, salvo excepciones» y que «el conjunto debe ser únicamente escuchado por el público: no se actuará en bailes».
Se trata de una refundación –avasallante en su arrogancia–, que intenta enterrar la mitología tanguística del barrio, la viejita, el alcohol. Piazzolla se enfrenta a capa y espada –y a puños también– con una ancha ortodoxia en la que militan desde Juan D’Arienzo hasta Julio De Caro, para citar dos estilos antagónicos. «La obra de Piazzolla cuestiona la condición misma del tango y se hace otra vez la pregunta por la esencia del género», escribe Varela.
Estudio y diversión
Recién llegado de París, Astor era un volcán en erupción. Conocía a la perfección los rudimentos del tango: se había formado de muy joven como arreglador en la mejor escuela posible, la orquesta de Aníbal Troilo. A ese conocimiento informal sumó clases con Alberto Ginastera y Nadia Boulanger. En una síntesis de su plan estético, le dijo en una entrevista al poeta Guillermo Saavedra: «Cuando fui a París, dos cosas me abrieron literalmente la cabeza: una, estudiar con la Boulanger, haber encontrado en ella la confirmación de un camino a seguir; la otra, escuchar a Gerry Mulligan y su grupo: esto me volvió completamente loco, no solo por los excelentes arreglos de Mulligan y por la forma en que tocaban todos sino también, y fundamentalmente, porque percibí la felicidad que había en ese escenario. No era como las orquestas de tango que yo estaba acostumbrado a escuchar y que parecían un cortejo fúnebre, una reunión de amargados. Aquí la cosa era una fiesta, una diversión: tocaba el saxo, sonaba la batería, se la pasaba al trombón… y eran felices. Porque allí había arreglos, había un director, pero también margen para la improvisación, para el goce y el lucimiento de cada uno de los músicos. Me dije que eso era lo que quería para el tango. Y efectivamente, cuando volví a Buenos Aires, formé el primer Octeto (1955) que fue, entonces sí, una verdadera revolución. Allí empleé lo que había aprendido con Ginastera y la Boulanger y algunos fraseos y procedimientos instrumentales que eran más característicos del jazz. Introduje un concepto novedoso para el tango: el swing. Y, fundamentalmente, la idea del contrapunto: tocar en el Octeto era como cantar en un coro; cada uno tenía su parte que dialogaba con las partes de los otros; cada uno podía disfrutar de lo que tocaba, podía lucirse y divertirse con la música que hacía. Y eso es fundamental, porque si la música carece de diversión no sirve para nada».
Piazzolla tenía una absoluta convicción en lo que estaba haciendo, un fuego interior para llevar adelante su música contra viento y marea. Cuando algunos todavía seguían enfrascados en debates estériles sobre si lo que él hacía era tango o no, él miraba más allá. Encontró en el formato de quinteto su agrupación predilecta: fue una revolución dentro de la revolución. Como quijote del nuevo tango, sintonizó con su época, con la bossa nova, el cool jazz, cierta chanson. Un lado B sofisticado y de alguna manera elitista del estallido pop de Los Beatles. En una época tocaba en boliches muy pequeños, como Jamaica y 676. «Mucho trabajo y poca plata», le contó a Natalio Gorín en A manera de memorias. «A veces pagaban, a veces no. Lo lindo era el aplauso de la gente y de los grandes músicos que venían a escucharnos: Isaac Stern, Frederich Gouda, o toda la banda de Tommy Dorsey, Stan Getz y la presencia infaltable de un personaje de Buenos Aires que quise mucho: el Mono Villegas. También venían esnobs, esos que al otro día iban a decir en la oficina: “Anoche fui a escuchar a Piazzolla”».
Su período cancionero terminó de zanjar cualquier cuestionamiento reaccionario. La alianza con Horacio Ferrer lo catapultó a una masividad inesperada. Secretamente despreciaba el boom provocado a caballo de «Balada para un loco». No le interesaban las canciones y, por extensión, los cantantes. Tampoco le interesaba el rock. En un momento tuvo un acercamiento con ciertos músicos, como Luis Alberto Spinetta, pero fue un romance de estación: un tiempo en que tanto él como el rock tenían como enemigo en común a la cofradía de los tangueros conservadores.
Como dice la canción de Cabrera, Piazzolla fue un peleador. Se deslizó entre el rechazo y la devoción, dejó que crecieran todo tipo de leyendas a su alrededor y fue un ejemplo de una inclaudicable honestidad artística. Le dijo a Gorín en A manera de memorias: «Tengo una ilusión: que mi música se escuche en el año 2020. Y en el 3000 también». Una de las dos aspiraciones cronológicas ya se cumplió. La otra es cuestión de tiempo.