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Robots para la inclusión

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En un centro comunitario de Villa Lugano, chicos de bajos recursos crean y transforman máquinas inteligentes. Un proyecto que apuesta a la apropiación popular de la tecnología.

 

Manos mágicas. Tuercas, arandelas, baterías y plaquetas son ensamblados por los chicos para construir robots que manejan con un sistema operativo especial. (Jorge Aloy)

Haz los honores». El chico, un morochito con pinta de tímido y manos pequeñas, se pone formal y le alcanza, solemne, el control remoto de televisión a un compañero. Pero no le apuntan a la tele, ni les interesa ponerse a ver Adventure Time, Regular Show ni ninguna otra serie de moda entre los pibes de 11 o 12 años. Nada más lejos de eso, el control activa un vehículo pequeño, que acelera, frena y dobla según sus instrucciones. Acaban de construirlo y lo prueban en el piso de un centro comunitario en la villa 20 de Lugano. Ni siquiera miran a los adultos de la escena, coordinadores del Proyecto Atalaya (parte a su vez del Proyecto Comunidad), ni a quienes dictan el taller, ni a los periodistas que curiosean por el lugar en pos de un artículo. Están enfrascados en su robot.
«Robótica suena muy estrafalario, pero en realidad estamos rodeados de robots y no nos damos cuenta, porque un robot no es más que una máquina que interactúa con su medio, como un lavarropas automático o una puerta automática», explica Laura Figueiredo, una de las referentes de Proyecto Comunidad, un espacio de acción política y barrial que surgió hace 12 años al calor de las asambleas barriales y devino en núcleo de cooperativas de vivienda y trabajo, además de distintos proyectos educativos y de apropiación de la tecnología. Allí entra en juego el subproyecto Atalaya, que lleva a Acción a esa casilla de Lugano donde se apiñan una veintena de chicos y chicas que, a partir de unos kits de robótica didáctica, arman constructos que manejan y también programan, a partir de un sistema operativo que instalan en las netbooks que entrega el Estado –tanto el nacional como el local de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires–. «Cualquiera que se enfrenta a estas herramientas tiene ganas de volver a ser chico y que todos los pibes tengan acceso a ellas», destaca Figueiredo. Y es muy difícil discutir su afirmación cuando aparece la tentación por esas piecitas pequeñas, tuercas, ruedas, arandelas, baterías y placas electrónicas que, efectivamente, funcionan.
«Nuestro objetivo es la apropiación popular de la tecnología», define Francisco Scarzella, otro referente de la organización. «Porque seguimos trabajando por las necesidad básicas, como comida, salud, trabajo, educación y vivienda, pero si no empezamos a pensar otras vías de desarrollo, los humildes siempre se van a quedar en el mismo lugar. Nosotros confiamos en que poniendo a su disposición la más alta tecnología, también van a tener herramientas para ser los transformadores del futuro». La idea de fondo es que los sectores populares dejen su lugar como meros consumidores (de tecnología, de cultura) y se conviertan en productores.
Entre los talleristas que guían a los chicos, hay un caso que para los responsables de Atalaya resulta emblemático. Es el de William Guevara, que participó de la primera experiencia de los talleres de robótica, entre enero y marzo, que estuvo orientado a chicos de los últimos años de la secundaria. Tras terminar ese primer ciclo, Guevara consiguió trabajo de medio tiempo en una empresa del sector y volvió al proyecto para ayudar a las nuevas camadas de interesados. Lo cuenta con un poco de vergüenza en la voz, pero con una sonrisa que revela su orgullo. En el barrio saben bien lo difícil que es conseguir trabajo, cuando el posible empleador se entera dónde viven.
La villa 20, como Piletones o Fátima, otros dos lugares por donde circulan Figueiredo y Scarzella, tiene serias dificultades de acceso a los servicios públicos. De hecho, mientras Acción comparte la tarde con los chicos, en un momento se corta la luz. Ni uno solo de los pibes se mosquea, las manitos siguen alcanzándose tornillos, ajustando tuercas y pasando instrucciones a las computadoras portátiles, que escapan a la inestabilidad del suministro eléctrico.
«Son barrios muy mal provistos en general, así como con las cloacas, el agua o el gas, la provisión de Internet no escapa a esas deficiencias”, señala Scarzella, mientras muestra los equipos recién instalados en el barrio, que conformarán un pequeño nodo de wifi en la villa. «Es otra de las patas de Atalaya sur, un wifi comunitario», explica y recuerda el apoyo habitual del posgrado de telecomunicaciones de la Universidad Tecnológica Nacional.
–¿No tenés que ponerle «-20»?
–No, no, va así.
–Bueno, hacé lo que quieras.
La que concede es una piba que sabe que tiene razón, como comprobarán ella y sus compañeros de grupo dos minutos más tarde. Cada equipo, de cuatro o cinco chicos, se reparte las tareas, como leer el manual, administrar las piezas, montar el robot o manejar la computadora a través de la cual lo programarán. La chiquilina, de ojos vivaces, los tiene a todos encantados. Es inteligente y lo sabe. «Lo que nos marca que estamos en el camino correcto es que empezamos a ver pibes con unas condiciones increíbles», reflexiona Scarzella, «pibes que si no hubieran tenido esa posibilidad, si nadie les habría acercado la herramienta, capaz nunca se les habría despertado la vocación tecnológica». Un rato después, la chica se sale merecidamente con la suya.
La primera etapa del proyecto se realizó con el apoyo de la Fundación Sadosky, vinculada con el Ministerio de Ciencia y Tecnología. La Fundación capacitó a los docentes comunitarios que dictan talleres de programación (otra vertiente de Atalaya) y a partir de eso también se desarrolló el área de robótica, con los docentes de tecnología que ya militaban en el espacio. Esa primera etapa se realizó entre enero y marzo de 2015. Y luego llegaron Twitter y el financiamiento colectivo. El proyecto se presentó en la plataforma Idea.me para pedir el apoyo de los internautas: cada peso que se aportaba ayudaba a que más kits pudieran llegar a los barrios. A partir de ello la repercusión aumentó exponencialmente y hasta generó confusiones en cuanto a su nombre. El lema online «Robots por la inclusión», que motorizó la campaña, a veces aparece en lugar de Atalaya.

 

Políticas públicas
«Llama la atención porque es algo innovador frente a lo cual muchos chicos, incluso de otros sectores sociales, se dan cuenta que tampoco tienen trato cotidiano con este tipo de herramientas», considera Figueiredo. «Los pibes se entusiasman un montón, aprenden y se sorprenden consigo mismos, porque se refuerza la idea de que ellos también pueden hacer un montón de cosas». Ahora el taller se desarrolla con alumnos de séptimo grado que, casi en su totalidad, acuden a la escuela N°4 de Lugano (tienen hasta 13 años), mientras los responsables del taller gestionan con el Ministerio de Ciencia y Técnica el acceso a más kits para poder reproducir la experiencia en otros barrios donde la organización planta bandera.
Para Scarzella, la atención recibida por el proyecto se vincula también con el debate en torno al modelo de país. «Creemos que hay consenso en que la Argentina no puede ser solo productor agrícola, sino que el desarrollo de la tecnología es un tema estratégico», plantea. «Nosotros queremos la participación de los sectores populares en la discusión de ese proyecto, en la innovación y en el futuro del país». Además, y aunque celebran la atención recibida, no pasan por alto el hecho de que son simplemente una organización social actuando allí donde debería hacerlo el Estado. «Tendría que haber más atención de las políticas públicas de la Ciudad en materia de educación, porque es función primordial del Estado».
La cuestión del rol gubernamental regresa cuando uno de los chicos gira su compu para enchufar el cable USB que la conectará con el flamante robot, aparece bien grande el logo de una de las campañas de distribución de netbooks entre los alumnos, tanto de escuelas nacionales como locales. «Fue una gran política de Estado que hizo llegar un recurso a muchas familias», evalúa Scarzella, «ahora con los pibes se hace bastante fácil la alfabetización digital». Con todo, el referente de Proyecto Comunidad plantea algunos matices. «Tiene un impacto positivo, pero corre el riesgo de mantener a los pibes, sobre todo a los de los sectores populares, en el lugar de meros consumidores», advierte, «por eso para nosotros el paso siguiente a la entrega de las netbooks está en los talleres de programación, que los pibes puedan deconstruirla como herramienta, como saber, y convertirse en productores». De cualquier modo, entiende que ya el hecho de que esa política de Estado exista «pone a los pibes en otro lugar».
Que los chicos hagan y actúen es crucial para estos adultos, que insisten en la cuestión. El portal online de Atalaya, explican, ayuda a los cooperativistas de Comunidad y a quienes piden microcréditos productivos, también incluye contenidos audiovisuales de apoyo escolar, pero también hay espacio para aspiraciones de otro tipo. «Tenemos Atalaya TV, que es un canal de videos donde esperamos que surja material desde los pibes y desde los barrios, nos gustaría generar una cooperativa cultural que lo promueva», comenta Figueiredo. El desafío no es menor: el axioma digital sugiere que de cada 100 internautas, apenas el 1% es efectivamente productor de contenidos, mientras que otro 10% los difunde y el resto se limita a consumirlos. «Atalaya se propone ubicar a los compañeros de villas y asentamientos en el lugar de productores. Productores de conocimiento, de discurso, de cultura», proponen.
Un rato antes de la merienda empiezan los ensayos finales de los robots, ya terminados y con la programación correcta. Para la prueba, los docentes ponen en el piso, al fondo del aula, un pequeño arco de fúbol de juguete y ofrecen a los chicos un bollo de papel (quizás demasiado grande) para que oficie de pelota. Cuando llegan las galletitas y circula el jugo, todavía hay dos o tres chicos porfiando con su robot. La pelota no entra, pero no les importa, están tan enfrascados que hay que llamarlos dos y hasta tres veces para que se sienten a merendar.
«A mediano plazo pensamos también en generar una cooperativa de productores tecnológicos», se permite soñar Scarzella, «que esto que vemos acá pase a la esfera de la producción y que se puedan producir acá los kits de robótica, porque como ves, es factible». Él ve en la cooperativización del trabajo «una parte importante del futuro de la Argentina, es una de las discusiones que pueden hacer de este un país con una mejor distribución de la riqueza».

Andrés Valenzuela

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