24 de abril de 2022
Pablo Colacrai (Noetinger, Córdoba, 1977) es licenciado en Comunicación Social y coordina talleres de escritura creativa. Publicó los libros de cuentos La noche en plena tarde (2012) y Nadie es tan fuerte (2017, finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez ). Vive en Rosario.
La primera vez, él cocinó para ella. Pastel de carne. Se habían conocido una semana antes, en una fiesta. Ella le dio su teléfono. Él la llamó a los días. Salieron. Charlaron, tomaron café, cerveza, comieron pizza. Se besaron, también, en las esquinas, en las entradas de los edificios. En un callejón oscuro él metió la mano por debajo de la remera. Ella en su pantalón. Cuando escucharon un ruido salieron corriendo, agitados y calientes. Mientras esperaban un taxi, él la invitó a cenar. A pesar de que casi nunca cocinaba y que solo conocía algunas pocas recetas, dijo que, al día siguiente, cocinaría para ella.
Cuando abrió la puerta lo primero que vio fue una botella extendida como una ofrenda. Atrás, espléndida, radiante, ella: vestido corto, medias negras, el pelo suelto sobre los hombros desnudos. Un pequeño dije de plata en el cuello.
La hizo pasar y le mostró el departamento. Al terminar el recorrido, abrieron un vino, brindaron y se sentaron a la mesa.
Él observó con ansiedad cómo ella probaba el pastel. Le gustó que cargara apenas la punta del tenedor, le gustó ver el pastel perderse entre sus labios y sus dientes blancos y perfectos. Le gustó, también, que demorara unos segundos antes de decir que estaba rico, muy rico. Él, con alivio, le confesó que era una receta de su madre. Un clásico de la familia.
Aunque estaban cómodos y la conversación fluía, no comieron mucho. Los apuraba lo que estaba por venir.
Más tarde, ya en la cama, desnudos y livianos los dos, copa en mano, tomando los últimos restos del vino, discutieron, divertidos, si debía llamarse pastel de papas o pastel de carne. Él decía pastel de papa, así lo llamaban en su casa. Ella insistió que debía ser pastel de carne. Puede faltar la papa, dijo, pero no la carne. Para sostener su argumento habló de un pastel uruguayo que se hace con batata.
Él le dio la razón.
Tampoco era tan importante.
Un año después, cuando decidió proponerle matrimonio, también cocinó pastel de carne. Hacía unos meses que prácticamente vivían juntos y él creía que ya estaban listos.
Mientras cocinaba recordó que ella le había pedido varias veces que pusiera menos pasas de uvas. Él siempre le decía que sí, pero se olvidaba. Esa noche, cuando tenía que dejar caer las pasas, dudó. Era un buen momento para cambiar. Sin embargo, temía que ese cambio alterara demasiado la receta y ya no fuera su pastel. ¿Y si esa pequeña modificación era, como el famoso aleteo de la mariposa, el primer paso, minúsculo, imperceptible, de un futuro tsunami?
Al final, haciendo un enorme esfuerzo, puso menos pasas. Mantuvo el resto de la receta intacta. Lo terminó y lo metió en el horno.
Ella llegó al rato. Él la esperaba con las copas servidas.
Le pidió matrimonio antes de brindar.
A los pocos meses del casamiento, ella quedó embarazada de Ulises y, de inmediato, sintió un descomunal rechazo al ajo. Algo que, según les explicaron, podía suceder. El obstetra registraba en su historial asco a la leche, al vino, a la carne, a la pizza. A cualquier cosa podía ser, dijo. Para ella, fue el ajo.
No se preocuparon. Era un mal menor, inocente casi. El único problema, claro, era el pastel de carne. Si bien él sólo cortaba tres dientes de ajo chicos que mezclaba con una cebolla y media zanahoria picada en daditos diminutos e idénticos, tuvo que abandonarlo.
Así, a las pasas, que ya prácticamente tampoco usaba (apenas si echaba algunas, de manera casi protocolar), se le sumó el ajo.
Ulises nació un jueves, por parto natural. El viernes lo llevaron al departamento. Esa noche, la primera que fueron tres, él, previsiblemente, preparó pastel de carne. Ulises dormía en su cuna. Ella estaba inmensa, aturdida y cansada. Hacía casi cuarenta y ocho horas que no dormía. Comió sin levantar la vista del plato. Cuando terminó dijo, como siempre, que estaba riquísimo. Él estuvo por agradecerle, pero algo lo detuvo. Entonces, ella volvió a hablar. Le parecía que el puré había quedado un poco fuerte.
Quizá le pusiste mucha nuez moscada, dijo.
Él no se sorprendió, ni se enojó. Entendió que el comentario estaba relacionado con el estado de ella y no con el pastel, que no tenía ni más ni menos nuez moscada que los cientos de pasteles que habían comido antes. Sin embargo, no discutió. Dijo que sí, que podía ser, que iba a dejar de usar nuez moscada por un tiempo. Ella sonrió y le dijo, otra vez, que su pastel de carne era el mejor del mundo. Después se levantó con cierto esfuerzo y, despacio, casi arrastrando los pies, fue a darle la teta a Ulises que acababa de despertarse y ya se hacía escuchar.
Pasó bastante tiempo antes de que se animara a hacer un pastel para su hijo. No soportaba la idea de que no le gustara. Pero a los tres años y medio Ulises ya hablaba de corrido, iba al jardín y comía de todo. ¿Cómo no iba a probar su pastel de carne? Lo habló con ella. Estuvieron de acuerdo. Para asegurarse, ella, precavida, le recomendó que le pusiera queso; Ulises adoraba el queso. La receta no lo incluía, pero él no quiso arriesgarse: puso varias fetas de queso barra arriba del puré.
A Ulises le encantó. Comió una porción y pidió otra.
Cuando él se levantó a servirle, ella lo siguió con la mirada. Había felicidad en sus ojos; y algo de vanidad, también.
Todo estuvo bien hasta que, de un día para otro, Ulises dejó de comer zanahorias. Por más chica que estuviera cortada, por más disimulada que estuviera entre otros ingredientes, siempre terminaba detectándola y armando un escándalo. Entonces, con dolor, él dejó de poner zanahorias en la mezcla. Ella lo consolaba. Le decía que quizá, cuando Ulises fuera más grande. Él decía que sí, claro, que a lo mejor, cuando creciera…
Ahora ya no usa zanahorias. Tampoco pasas de uvas, ni ajo, ni nuez moscada. Queso, en cambio, sí. No solo arriba del puré, sino también en el puré. Muchos, muchísimos pedacitos de queso cremoso. (A Ulises le encanta ver los gruesos hilos blancos descolgarse como lianas hasta el plato.) Más allá de eso, el ritual se mantiene. Intacto. Él sigue sirviendo porciones exactas, iguales. Ellos siguen llenando metódicamente sus tenedores. Siguen guardando un silencio solemne, respetuoso antes de llevárselos a la boca. Y sigue, este momento, siendo tenso para él. Algo dramático, quizá. Porque mientras espera el veredicto no puede evitar preguntarse, con espanto, con tristeza, con desesperación, con algo de nostalgia anticipada, también, qué pasaría si un día a ellos dejara de gustarles su tradicional pastel de carne.
Ella, que sabe lo que él piensa, lo que teme, siempre se apresura y antes de tragar dice, enfática: buenísimo, el mejor pastel de carne del mundo.
De inmediato, Ulises cumple su papel.
El mejor, confirma, todavía con la boca llena. El mejor.
Y entonces, recién entonces, él puede relajarse y, como atontado de felicidad, sonríe y les da las gracias.
Después, toma un sorbo de vino y empieza a comer.