23 de marzo de 2022
Por la ofensiva rusa, la migración exhibe cifras comparables con las de la II Guerra. La reacción de Europa Central frente al drama humanitario.
Salida forzada. Filas para ómnibus en las afueras de la estación de tren en Przemyśl, sudeste de Polonia, donde llegan miles de refugiados.
GOULIAMAKI/AFP/DACHARY
Lviv es la ciudad más cercana a la frontera con Polonia. Su estación de trenes, art nouveau, fue erigida en 1904 bajo el reinado de Francisco José I. En sus cúpulas flamean banderas de Ucrania. El andén 5 rebasa de familias. Por momentos, impera una sorprendente calma. Por otros, desesperación. Karina tiene 13. Viene de Járkov aferrada a su mochila que carga sus efectos personales y novelas de Stephen King. Su madre abraza a dos hermanas menores. Stanislava (4) llora porque ya no juega con su gato.
Przemyśl está colgada de la montaña. Enclave polaco antiguo; 70.000 habitantes; a 22 kilómetros de la frontera, Shehyni; a 100 de Lviv. Su terminal, edificio portentoso inaugurado en 1855, se transformó en campo de refugiados. Llantos, abrazos urgentes, gestos compungidos se cruzan con auxiliares bilingües, termos de té y masas, remedios e imprescindible contención. La que les queda.
Como en Zamosc, Kubaczow, Hrubieszow, otras ciudades de paso a Lublin o Cracovia. También en diversos sitios de Eslovaquia, Hungría, Moldavia, Rumania, tránsito a la Europa más alejada de la guerra. El tren es el medio más usado, aunque miles se montan en buses gratuitos: los privados cobran hasta 3.000 grivnas (90 euros). Cruzar en auto particular es para las personas más arriesgadas. No siempre llegan antes.
Un chico protegido por un gran gorro tejido hace monerías ante un bebé que nació en Kiev poco antes del inicio de las hostilidades, el 24 de febrero. Apenas tuvo el alta, su madre huyó del país, como más de 3 millones que ya escaparon de las bombas, según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas. Solo en la primera semana, superaron el millón. La estampida fue imparable. No existe un registro separado por género, pero la gran mayoría son mujeres: la población masculina fue reclutada para resistir el ataque. Una certeza: cerca de la mitad son niños. Conmueven más aún si se concluye que, al menos en las primeras semanas, el promedio fue de casi un niño por segundo.
Según esos organismos, la magnitud de los valores solo es comparable con la Segunda Guerra Mundial. Ucrania tenía 44,1 millones de habitantes en 2010. La ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) al principio estimó que la guerra llevaría a 4 millones a escapar de su tierra; ahora la cifra estimada llega a 7 millones. Sea cual fuere el corolario del conflicto, nada será igual para el extenso país que solía destacarse también por sus iglesias ortodoxas, la costa en el mar Negro y las montañas arboladas.
Daños colaterales
La cuestión es cómo recibe una región, una ciudad, un país, al doble de su población, de un día para el otro. Andrzej Wnuk, alcalde de Zamosc, Polonia, advierte que la bienvenida tiene su límite: «La sociedad está preparada para dar, pero acabará un día (…) Pensamos que habría una primera ola de refugiados y que nos ayudarían. Pero nos han dejado solos». Rápido afloran contradicciones. Un pueblo con más de la mitad de población judía –12.000–, reconoce en sus entrañas la trascendencia de la hospitalidad ante los refugiados, pero de inmediato se entrecruzan las historias xenófobas.
Mariupol está en el sureste, a casi 800 kilómetros de Kiev. Sumy, a unos 380, al noroeste. Dos de las ciudades más asediadas por Rusia. Dos en las que se «instaló» el corredor humanitario, motivo de graves acusaciones cruzadas de rusos y ucranianos. Y, lo más importante, solo a medias logró su cometido. Una de las miradas es que los neonazis boicotearon el cometido de esos «pasillos».
Los países vecinos son transiciones en el flujo de refugiados. Por caso, Alemania recibió casi 200.000 al cabo de las primeras semanas. Igual que Italia y Francia. Desde Bruselas, sede de la UE, salieron remesas de 300 millones de euros para ayuda humanitaria, aunque la ONU haya calculado que se requieren 1.700 millones. Mucho menos de lo que se envía para armamentos.
Súbitamente, la llamada Europa Central pasó de rechazar migrantes musulmanes provenientes de Oriente Medio a cobijar, brazos extendidos, a los ucranianos. Europa se enfrenta a una nueva crisis bien compleja. Se derrumban los objetivos militares en Kiev y a la vez, los parámetros solidarios ante los migrantes: el 3 de marzo, los 27 países de la UE rescataron la Directiva 55, que desde 2001 facilita el ingreso de refugiados. La debieron votar nuevamente. A regañadientes. ¿La cumplirán a rajatabla esta vez?
Aunque los ucranianos son, en general, rubios y de ojos claros, y no llegan en barcazas descangalladas que cruzan un Mediterráneo regado con 15.000 muertos, cientos de miles de bocas más para alimentar quiebran sus ya crujientes economías.
Por caso, gira en entredicho el «limbo de los irregulares», como se menciona en España: creadas nuevas reglas, más permisivas, igual «hallar una cita libre en Extranjería es un milagro». Vlasta, madre ucraniana con dos hijos, confió a un diario madrileño: «Es mejor que morir en Ucrania, pero aún no sé cómo sobreviviré aquí». En Kremenchuk vivía en una casa de clase media frente al río Dniéper con su esposo arquitecto enviado al frente de combate. Ahora, con lo puesto, los tres duermen en un colchón en la tienda para refugiados. Entre miles.