30 de septiembre de 2022
Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977) es autor entre otros libros de las novelas Los invertebrables (2003), Un hombre llamado Lobo (2011) y Bien de frontera (2015), y del libro de cuentos Hacia la extinción (2019). Relatos suyos fueron publicados en diversas antologías de narrativa argentina y latinoamericana.
En la puerta de una casa de barrio había reunidas ocho o nueve personas. Eran las cuatro de la tarde de un típico domingo de otoño. La escena de vecinos vestidos de entrecasa, en ojotas, dirimiendo qué hacer, me hizo gracia: pensé que eran personas solas, faltas de entretenimiento, que habían encontrado la excusa para organizar una reunión espontánea de consorcio. No estaban reunidas para denunciar a algún vecino que sacaba la basura temprano, ni a alguien que había podado un árbol en la temporada equivocada, tampoco para fomentar el altruismo. El único joven del grupo parecía envejecido por la caspa, por la postura encorvada y por un saco a cuadros. Llevaba una cámara digital al cuello y se obstinaba en mostrarle las evidencias a dos policías apáticos. Una de las vecinas afirmaba que había pruebas fundadas: en el primer piso había un criadero de perros y los mataban. Otra proponía organizar escraches y empapelar las paredes del barrio con una denuncia si la policía no les daba bola.
El testimonio de la vecina me resultó absurdo. A los policías, al parecer, también. Me tomé la libertad de intervenir. Nadie iba a criar perros para matarlos. La mayoría los cría para venderlos. Algunos para presentarlos a competencias o a exposiciones. Hasta donde indicaría la lógica, si un sádico precisa matar perros, no se va a tomar el trabajo de criarlos; más efectivo en ese caso es adoptarlos o comprarlos.
Preferí no opinar y observé cómo los demás vecinos asentían de manera automática. Al notar mi reserva, alguien se apartó del grupo y como si intentara convencerme de algo me dijo que todo había ocurrido al mediodía: durante veinte minutos, aullidos desgarradores que venían de la terraza de esa casa de dos plantas. «Como los de un perro cuando lo atropellan». Largos aullidos que habían alertado a la gente de la cuadra. El fotógrafo se sumó en ese momento y, haciendo zoom, en la pantalla de su cámara mostró fotos que documentaban los charcos de sangre en la terraza y una serie de jaulas, en una especie de quincho, con pitbulls de caras aterradas y tristes. Luego una empleada limpiando en la terraza un charco de sangre. En esas fotos, sin embargo, no podía apreciarse la cantidad de perros que había en el criadero, ni la escena sanguinaria que en el fondo había convocado a todos esos vecinos.
Me pregunté si el aullido podía haber venido de otro lugar, o si ocho o nueve mentes sugestionadas podían a la vez alucinar un sonido común. Una tercera persona se incorporó y me aseguró, como si la autoridad fuera yo y no los policías, que antes de los aullidos había visto a dos hombres de pelo blanco y a tres patovicas tatuados, hablando de dinero en la terraza. Después de los aullidos, había visto salir a los cinco presentes en la terraza y subir a un auto de alta gama negro cargando una jaula. No podía decir qué había ocurrido entre los dos momentos, porque se había estado bañando, pero con lo poco que había visto podía defender una hipótesis que los vecinos, partidarios de la idea de que mataban perros en el criadero, no habían barajado: en esa terraza se había apostado y un pitbull había rematado a otro. La cuestión ahora era encontrar las pruebas. El cadáver del perdedor. Por alguna razón, estaba seguro de que el vencedor estaba en la jaula y el cadáver del derrotado en algún lugar de esa casa.
La vehemencia de ese hombre me saturó. Por más verosímil que me resultara su hipótesis, el énfasis y la mirada insistente que me dirigía al hablar, como si no fuera a soltarme nunca, me expulsaban. Algo de su aliento pastoso y de sus labios secos, además, transmitían la huella de una enfermedad avanzada y cuidadosamente encubierta. Pensé que a fin de cuentas yo no tenía nada que hacer ahí y me fui.
Durante los siguientes días no hubo vecinos reunidos, ni paredes empapeladas para escrachar a la gente del criadero. Crucé al hombre de aliento pastoso cuando volvía del almacén y no pareció reconocerme. Me pregunté cómo todos, después del escándalo que habían armado frente a esa casa, habían olvidado el asunto, y eso de algún modo me aterró. Ahora el único testigo de lo que había ocurrido aquella tarde era yo. Sin haber escuchado el aullido, era portador y heredero de un hecho sobrenatural que podía pasar a la historia, o a la historia del olvido, bajo la categoría de suceso inexplicable y vacío. Quizás por la sensación de que sin quererlo me había quedado con un secreto, al día siguiente no pude resistir la curiosidad.
No es que me propusiera vigilar o investigar el caso. Simplemente, camino al almacén, pasé frente al lugar de los hechos, y en el mismo instante en que dirigí la mirada melancólica hacia la casa, como si tratara de recuperar un lugar en el que viví algo bello mucho tiempo atrás, una mujer abrió la puerta y en un segundo le entregó a un hombre que llegaba un pitbull atado a una soga. La puerta se cerró y el hombre, observando una y otra vez a los costados, empezó a arrastrar a duras penas a una bestia que, se me hizo evidente, nunca había pisado la calle.
Las características del hombre se correspondían, a grandes rasgos, con la descripción que había esbozado el hombre de los labios secos. Tatuajes en los brazos, una musculatura de gimnasio que lo hacía parecer más bajo de lo que realmente era. Avanzó con una urgencia inversamente proporcional a la del perro, que cada dos metros paraba y levantaba una pata para marcar territorio. Cada tanto lo tomaba de las axilas y lo cargaba unos metros, hasta que la bestia se ponía en marcha de nuevo. Parecía tan abochornado por su inexperiencia y por lo que podía representar para los transeúntes un animal de esa magnitud atado apenas por una soga, que había dejado de mirar a los costados. Sólo le preocupaba avanzar. Cursaba una carrera imposible contra el instinto de una bestia. Para cruzar las calles, tomaba al animal por debajo de las axilas y avanzaba inclinado, como si sostuviera un niño y tratara de enseñarle a caminar. Se me ocurrió que tal vez esa fuera la única manera de alzar a un pitbull de pelea sin perder el dominio.