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El ícono del folk-rock grabó un disco en el que expone su mirada sobre el repertorio más introspectivo y menos conocido del cantante, en sintonía con el centenario de su nacimiento.

 

Artistas de la canción. «En su voz puedo escuchar todo. La muerte, Dios, el Universo», escribió Dylan sobre Sinatra. (Rex Features/Dachary y Richard/AFP/Dachary)

El rock lo hacen deficientes que cantan letras maliciosas, lascivas. Es la forma de expresión más brutal, nauseabunda, desesperada y viciosa que he tenido la desgracia de escuchar». La frase pertenece a Frank Sinatra y es lo suficientemente contundente como para no añadir alguna aclaración. Igual lo haremos: más allá de los gustos del cantante, lo que Sinatra vivió en carne propia fue cómo el rock and roll se quedó con el mercado juvenil a partir de fines de los 50, mediante la revolución musical y hormonal que Elvis llevó al paroxismo. En la Argentina ocurrió una situación análoga con el tango. «Nosotros crecimos junto a esta clase de canciones sin pensar mucho sobre eso. Son las mismas canciones que el rock vino a destruir», explicó Dylan con lucidez en la única nota que dio con motivo del lanzamiento de Shadows in the night. En los Estados Unidos, el jazz debió replegarse y en ese repliegue se deslizaron declaraciones despectivas como la que encabeza este párrafo.
Shadows in the night se apoya sobre una mínima parte del repertorio de Sinatra (Dylan escogió 10 temas entre los más de 1.300 que grabó el homenajeado) y convoca a ciertas reflexiones previas a lo estrictamente musical. Desde el punto de vista político, se puede observar como el acercamiento de un emblema de la izquierda estadounidense a un símbolo del conservadurismo más rancio. Todo prescribe: en el año en que Sinatra cumpliría 100 años no resulta extraño este crepuscular abordaje de Dylan. Tanto en su sesgada autobiografía Crónicas como en el documental No direction home que dirigió Martin Scorsese, el músico de 73 años admitió generosas influencias por parte del folk y del blues, pero no olvidó la de los grandes crooners en general y de Frank Sinatra en particular. «En su voz puedo escuchar todo. La muerte, Dios, el universo. Todas las cosas», escribió.
No deben existir artistas más diferentes, y hasta antagónicos, como Sinatra y Dylan. Sus piedras filosofales, sus planes estéticos, sugieren contrastes abismales. Desde el lugar donde se paró cada uno hasta la dicción, es el choque de una estrella mundana y expansiva contra una estrella hecha de misterio y silencios. Cada uno se encargó de alimentar su propia mitología. En estos abismos que los separan radica el mayor logro de este disco. Dylan tomó un lado B específico de la obra de Frank: además de un homenaje, lo que hizo fue encarar una tarea de reconstrucción y apropiación. Soslayó los grandes hits con orquesta y apuntó al Sinatra de los 50, un instante introspectivo en la carrera del cantante. Cuatro canciones de Shadows in the night las extrajo del disco Where are you? (1957) y una pertenece a No one cares (1959). La época, acotada, permite redescubrir a otro Sinatra, tapado por su ancho e invencible repertorio de éxitos.

Ábum. Dylan se apropia de los temas.

Dylan partió de los originales para despegar en versiones propias que son, en realidad, nuevas creaciones. Lo mismo hace con su propio cancionero. En vivo es capaz de volver casi irreconocible a «Blowin’ in the wind», como lo hizo en el último concierto porteño, allá por 2012 y en el Gran Rex. Dylan tiene una idea nítida (todas sus ideas son nítidas; esa claridad es la que ha sostenido sus 50 años de carrera) sobre el cover, que en inglés significa «cubrir». Da vuelta el término, y lo que intenta es un descubrimiento. Parte de un estado de extrañeza. «No pienso en estas canciones como covers. La palabra cover se ha generalizado dentro de la música, nadie la hubiese entendido en los 50 o los 60. ¿Qué significa cuando uno cubre algo? Que lo esconde. Nunca entendí el término. Y no creo estar cubriendo estas canciones. Ya han sido cubiertas demasiado. Enterradas, de hecho. Lo que mi banda y yo estamos haciendo es descubrirlas. Sacarlas de la tumba y exponerlas a la luz del día», explicó.
El resultado es sombrío, otoñal, irresistible, breve. Son 35 minutos en los que destaca una coherencia sonora que transforma todo el disco en una larga y melancólica balada. La banda brilla en su economía, y no hay piano, ni teclados. Donny Herron reparte la pedal-steel guitar por todo el álbum, Tony Garnier toca el bajo, Charlie Sexton y Stu Kimball se hacen cargo de las guitarras y George Receli de la mínima percusión. Grabaron a la vieja usanza, en vivo, sin auriculares. Dylan canta extraordinariamente, sin la carraspera de sus últimos discos, como más reconcentrado. Como escribió el crítico Jon Pareles, «canta con un tono sostenido tenue que honra cuidadosamente las melodías».
Tal vez la única canción que el oyente no avezado en la sintonía fina de la carrera de Sinatra reconozca sea «Autumn leaves». Resulta un ejercicio interesante cotejar las versiones de Dylan con las de Sinatra: ahí vuelven a refulgir los abismos. Por más que sean temas melodramáticos, de desamor, la voz de Frank siempre ofrece un resquicio de luminosidad; las maneras cavernosas de Dylan le dan otro sentido, más existencial. Desde la maravillosa versión de «I’m a fool to want you» hasta «That lucky old sun», Dylan se hunde en el dolor y la soledad de un repertorio que es parte del más delicado american songbook y, en las antípodas de Rod Stewart, evita el artificio. Intenta en Shadows in the night lo que siempre intentó: encontrar una verdad, su verdad. «No hay una palabra falsa en ninguna de estas canciones. Son eternas, lírica y musicalmente», dijo él, uno de los más grandes compositores del siglo XX y lo que va del XXI.

Mariano del Mazo

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