1 de julio de 2021
La práctica derivada del uso de las redes sociales genera opiniones encontradas, entre la denuncia de injusticias y el límite a la libertad de expresión.
Patricio Oliver
Semanas atrás, el crítico de arte Rodrigo Cañete era noticia por partida doble: luego de que un ensayo de su autoría fuera distinguido por el Museo de Houston, recibió el repudio de sus pares por los posteos «violentos, misóginos, gordofóbicos y transfóbicos» de su blog Love Art Not People y, como consecuencia, la institución le quitó el premio alegando razones éticas. También por aquellos días, el intelectual Guy Sorman lanzaba una dura denuncia contra uno de los pensadores más destacados del siglo XX, Michael Foucault, al acusarlo de pedófilo. Y eso generó un maremoto de repercusiones en el ámbito académico. Una revuelta similar se había armado tiempo antes en torno a la escritora J. K. Rowling, autora de Harry Potter, luego de que escribiera una serie de posteos en Twitter, que le valieron la etiqueta de «transfóbica» por parte de usuarios y fans.
En estas latitudes también se produjeron episodios similares. «Estoy muy contento de que haya podido volver a la radio después de cuatro años de cancelación absoluta», dijo Homero Pettinato a propósito del regreso de su padre Roberto al rol de conductor, luego de un largo silencio como consecuencia de las varias denuncias por acoso. Y de ese modo aludía a uno de los términos más resonantes de los últimos años en el campo de la cultura: el del fenómeno de la cancelación, que supo hacerse de defensores y detractores. Una tendencia contemporánea y global que se configura como un interesante objeto de reflexión para analistas de medios, sociólogos, antropólogos, filósofos y, en verdad, para la sociedad en su conjunto.
«Las campañas en contra de una persona o institución que se gestan en las redes sociales, proceso que se suele denominar la “cultura de la cancelación”, están ligadas con escrachar a alguien en las plataformas mediáticas por su acción u opinión», explica Ana Slimovich, licenciada en Ciencias de la Comunicación e investigadora del CONICET. «Estos movimientos pueden tener como objetivo ampliar los derechos políticos, sociales, etcétera, o darle visibilidad a la discriminación. En esos casos, son herramientas ciudadanas para manifestar un rechazo a la negación de derechos conquistados», añade.
«Muchas personas defienden los escraches virtuales como una forma de lograr algo que no se alcanza por la vía legal. La práctica nació con redes sociales virales como Twitter y con movimientos importantes como el #MeToo, y supo dar sus frutos: entre otros, abrió el espacio para muchas denuncias sobre abusos sexuales que terminaron en condenas legales», señala el filósofo Diego Tajer, en referencia a la ola de acusaciones contra el exmagnate Harvey Weinstein que sacudió Hollywood en 2017, un fenómeno que localmente encontró su correlato con las imputaciones contra el actor Juan Darthés, de las cuales surgió el lema «Mirá cómo nos ponemos».
En ese sentido, por su afán de hacerle frente al vacío que en ocasiones experimentan las víctimas en el sistema judicial, esta práctica nacida en el entorno virtual se puede vincular con los escraches en la Argentina de los 90. «No me cuesta nada asociarlo al recurso del escrache contra los responsables de violaciones de derechos humanos en la última dictadura militar, frente a un escenario político y judicial que había bloqueado la posibilidad de tramitar la justicia, con las leyes entonces vigentes de punto final y obediencia debida o con los indultos de Menem», analiza Martín Becerra, experto en medios, investigador y docente. Se trata de «una reacción de los grupos vulnerados, sin poder o con uno muy disminuido respecto de aquello contra lo que protestan» y que, a su vez, admite otra variante, la que se da de arriba hacia abajo. «De eso está llena la humanidad: la persecución de Espartaco, la quema de Giordano Bruno. Es la historia del poder», agrega.
Para Irina Sternik, periodista especializada en cultura digital, la irresponsabilidad que trae aparejada la cancelación constituye uno de sus mayores riesgos. «Hay un fenómeno a partir del uso masivo de las redes que tiene que ver con la sensación de que hacés justicia o sos solidario con tan solo presionar retweet o me gusta, sin chequear la información. Es posible que sea mentira, que sea una difamación, que no sea correcto», advierte. Y remarca la importancia de una alfabetización digital temprana, con el fin de evitar la propagación de fake news y teorías conspirativas.
Por su parte, el periodista y conductor de televisión y radio Nicolás Artusi repara en el modo en que las redes sociales sacan provecho de los contenidos que suscitan respuestas emocionales, amplificando las reacciones, es decir, haciéndolos virales. «No solo los resultados perseguidos por las redes van en la línea de la búsqueda de emociones, también ocurre en los medios tradicionales. Cuando un noticiero pone música de película de terror para contar la noticia de una persona que fue golpeada y se refuerzan las imágenes con epítetos, la manipulación de las emociones se da prácticamente sola», observa. «La búsqueda de emocionalidad es vieja como las noticias, pero ahora existen herramientas tecnológicas que la hacen más fácil de identificar y medir», dice.
La parte por el todo
«Mi crítica central al método de la cancelación es su banalización, la ambigüedad con la que se aplica sobre personas que efectivamente cometieron algún tipo de injuria hacia terceros, también sobre personas que dieron una opinión considerada corrosiva según los cánones de lo políticamente correcto. En lugar de atacar críticamente ya sea la injusticia o el comentario, se toma la parte por el todo, se pretende anular completamente la vida, los vínculos y las actividades de la persona», subraya Becerra.
Según Tajer, el fenómeno ha adquirido dimensiones preocupantes en buena medida porque no hay reglas claras: la que rige es la ley de la selva. «Uno puede ser borrado de un día para el otro de la sociedad por hechos que no fueron probados o que quizás no son tan graves. La persona cancelada, a diferencia del preso, no tiene una oportunidad de reinserción: lleva consigo la marca de Caín. Sobre eso me gustaría que pudiéramos avanzar. Nadie merece ser cancelado para siempre, porque la exclusión social también es una condena terrorífica, comparable con la cárcel».
El escritor Martín Kohan es contundente en su postura frente a la cancelación. «Me parece deplorable porque apunta a la anulación de la palabra del otro y, en cierto modo, del otro mismo. Yo lo pienso como un conflicto político, antes incluso que como un asunto de libertad de expresión: si existen discursos aberrantes hay que refutarlos, cuestionarlos, desbaratarlos, dar una pelea política. La cancelación la suprime para erigirse, en su lugar, como verdad incontestable», sostiene.
Para la historiadora y escritora Inés Arteta, también niega toda posibilidad de aprendizaje. «Necesitamos debatir y para ello tenemos que poder probar, arriesgarnos, equivocarnos, reconocer nuestros errores. No podemos estar paralizados a opinar por miedo a decir algo que nos cancele de por vida», expresa. Arteta menciona lo ocurrido con ciertas obras artísticas: «¿No podemos darnos cuenta solos que Lo que el viento se llevó es una película de los años 30 que muestra un racismo romantizado y estetizante?», dice Arteta, en alusión a que el canal HBO Max decidió, en pleno estallido del #BlackLiveMatters, retirar al clásico hollywoodense de su catálogo.
En suma, qué será de la cancelación en el futuro es una incógnita, aunque los entrevistados coinciden en imaginar que se tenderá a un necesario equilibrio ético y legal. Como sintetiza Artusi, «somos contemporáneos al fenómeno, lo que nos hace falta es la calibración, la graduación, que el paso del tiempo, la distancia, nos dará».