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Conversación

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Beatriz Vignoli (Rosario, 1965) es narradora, poeta, crítica de arte y periodista cultural. Entre otros libros de poesía publicó Almagro (2000), Ítaca (2004) y Árbol solo (2014, Premio de poesía José Pedroni) y las novelas Reality (2004), Nadie sabe dónde va la noche (2017) y DAF (2014). Es traductora de inglés y escribe en Rosario/12.

(Pablo Blasberg)

Tarde nos damos cuenta de que estábamos hechos de tiempo, escribe la mujer. Lo escribe pero no se lo envía. Lo escribe en un archivo de texto aparte y lo guarda. El hombre prende un cigarrillo. A la luz azulada de la pantalla, su rostro parece haber acumulado en su materia un tiempo incontable. Los labios, piensa ella, aquellos labios carnosos como hojas de agave, los codiciados labios casi desaparecieron. Están vueltos hacia adentro como los de un cadáver cosido. Él fuma, ella le mira las manos y piensa en ese misterio, ese silencio inescrutable que es un cuerpo.
Ella oye un silencio que encuentra su espacio más adentro del cuerpo, en una interioridad imposible de profunda. Hay millas marinas en ese silencio. El hombre fuma y sus labios, que son una breve línea fina cada uno, sostienen el papel con el tabaco. Después toman la posta el dedo mayor y el índice. Está nervioso, piensa la mujer. En su pantalla, la mujer contempla todos esos gestos solitarios que hacen el tiempo de un hombre. «¿Estoy muy viejo?», pregunta él. «Estás igual que siempre», le miente ella.
Han envejecido solos. Él se detiene a la noche para llamar y recibir al delivery, y a la mañana para pedir café y pagarle a una mujer joven que le dice señor a cada rato y se cubre, cerrando su suéter con discreto pudor, la panza de embarazada visible bajo el vestido azul cuando la toma la cámara. Él tiene cámara. Ella no, y por eso no es vista.
Cada vez que el hombre se levanta, ella puede ver las cosas de su casa, que la habitan con él. Hay estantes con libros, sillas bien diseñadas. Le ha ido bien, parece, en los últimos años. Pronto entre los dos sumarán cien años de edad. Cien años de soledad.
Ella ya no se pregunta, ni le pregunta a él, qué insiste a la vez en acercarlos y distanciarlos. A lo mejor simplemente se esperaron. Siguen esperándose sin saber ya, a esta altura, por qué siguen postergándose. A lo mejor necesitaban postergarse.
«Cuidame», le dice el hombre, la imagen del hombre en la pantalla. «Te cuido», escribe ella en el chat. En la imagen blanca y azulada del cuerpo del hombre hay un temblor como el del fuego de una vela, un temblor que ella interpreta primero como un problema de la transmisión de la toma en tiempo real de la cámara, pero al instante se pregunta si no será el cuerpo del hombre el que tiembla. «Te cuido porque es mi deber y porque tengo ganas de cuidarte, porque te quiero», dice la mujer en voz alta.
El hombre sonríe. Ojalá, piensa la mujer, que él haya comprendido al fin cuánto lo comprendo. «Vos me conocés mejor que yo», dice el hombre como leyéndole el pensamiento. La mujer sonríe pero él no ve su sonrisa. Ella piensa en comprarse una cámara y se pone a sacar cuentas. Cuarenta y seis menos dieciocho es igual a veintiocho. Veintiocho años pasaron desde la última vez que estuvieron juntos. Los cuerpos eran otros, eran distintos, eran otra gente. Los gestos de él siguen siendo los mismos. Uno en particular, que la conmovía, la sigue conmoviendo. Es una forma que él tiene de tocarse las sienes con los dedos. Ella tiene a mano su cámara fotográfica digital y le saca una foto a la pantalla. La cámara hace foco automático sobre el rostro del hombre como si su cuerpo realmente estuviera allí. El gesto es captado. El clic es oído por el hombre. Hay un placer perverso, piensa no sin culpa la mujer, en sacarle fotos de frente sin que él se entere. Hace varias tomas del rostro del hombre. Los anteojos que él usa ahora son sin marco, casi invisibles cuando el reflejo de la luz azulada del monitor de él no oculta los ojos. «Me levanto un ratito», dice la mujer, sin saber qué nombre tiene lo que ella siente cuando escucha el sonido de su propia voz del otro lado, en los parlantes de él, cuando el sonido le es devuelto por su propia cámara.
«Okey, okey, querida», condesciende él como otorgándole permiso y recién entonces ella se da cuenta de que le ha pedido permiso para levantarse. Desde la cocina, mientras pone el agua al fuego, ella espía la pantalla.
Cree por un momento que el hombre se ha sacado los anteojos pero no, siguen ahí, los ojos como desnudos tras el cristal. Lo ha dejado solo buscando una frase en los textos sagrados. Él, piensa la mujer, sigue teniendo esa manera tan hermosa de leer los textos sagrados. Inclina la cabeza y agacha el cuerpo como abrazando la Ley que lo constituye. Hay tanta paz en él cuando lee los textos sagrados. Se parece al fin al anciano sabio que tal vez siempre quiso ser.
El hombre busca en los textos, aguarda el respaldo de los textos. Busca la frase en el texto mientras ella hierve el agua. Somos casi como una familia judía, a distancia, piensa ella. Como si hubieran envejecido juntos, como si hubieran estado juntos estos veintiocho años. La mujer piensa en la paz que le da saber que él busca en el libro el texto que ella ha citado. En la paz que le da cuidarlo mientras él cuida que todo lo que ambos digan y escriban sea legítimo, esté dentro de la Ley sagrada.
Si lo hubiera tenido, piensa ella. Si lo hubiera tenido cerca todos estos años, cuidando las verdades de ambos. Ver al hombre que lee los textos sagrados a la luz azulada de la pantalla le alivia por completo el dolor en el cuerpo de haber tenido que responsabilizarse ilimitadamente por todo lo dicho, por todo lo escrito, por todo lo pensado. Dolor de clamar en el desierto, de haber vivido hablando sola en una isla.
Y él estaba. Solo.
Han pasado cuatro horas de la medianoche y el hombre aún no ha tocado la comida que le trajo el delivery. Ella come sola, como todas las noches. Él también come solo. Ella oyó seis horas antes el pedido, lo oyó hablar por teléfono ante la cámara. Ahora lo ve tomarse un vaso de vino mientras ella toma guaraná con jugo de naranja. Antes, ella tomó un cuarto de tableta de codeína y lo miró fumar.
Ella trata de no pensar en lo que siente. Ha pensado demasiado en sus propias sensaciones y sentimientos, todos estos años. Ha rememorado casi treinta años el color de esos ojos, preguntándose qué nombre tenía ese color. Antes podía verlos de cerca y ni siquiera de cerca supo bien si eran marrones o verdes. Cambiaban de color. Mutaban, como le gusta decir a él. Ahora la pantalla no le muestra fielmente el color de los ojos. El hombre los cierra. Se está durmiendo. Se dan las buenas noches, apagan todo, duermen cuatro horas cada uno y al día siguiente ella se levanta. Enciende la computadora, abre el archivo y enseguida él la llama, como si hubiera adivinado.
De mañana, los labios del hombre se parecen más a como eran. A lo mejor siempre fueron finos y a las hojas de agave ella las imaginó o las soñó. Después de una noche y una mañana de trabajo, han terminado de escribir el texto en colaboración que les pidieron y el hombre sonríe. Ella le saca una foto a la sonrisa. Ve que falta un diente y que a otro lo envuelve un metal, pero es de todos modos una sonrisa hermosa, piensa.

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