Entre la cultura alta y la popular, entre la narrativa y la poesía, su obra se convirtió en una de las más singulares y potentes de la literatura argentina actual. Los procedimientos e inquietudes de una escritora que prioriza el juego por sobre la razón a la hora de trabajar con las palabras.
26 de agosto de 2020
En Olivos, el lugar de su infancia, Gabriela Cabezón Cámara descubrió la literatura a través de adaptaciones de clásicos de la editorial Sigmar y de la colección Robin Hood que encontró en la casa de una abuela. «A mí me parecía la biblioteca de Alejandría, eran los primeros libros que podía leer sin dibujos», recuerda. Había un deseo de leer y también de escribir, porque ya entonces «escribía cositas». En el barrio de trabajadores donde vivía, comenzó así un largo recorrido que alcanzó un punto culminante en 2009, cuando publicó La Virgen Cabeza, su primera novela. Desde entonces se erigió en una de las voces más potentes de la narrativa argentina contemporánea. Y de ese modo su trabajo alcanzó proyección internacional, como lo demostró su candidatura al International Booker Prize en Inglaterra por Las aventuras de la China Iron (2017), su último libro, una reversión del Martín Fierro en la utopía de un país donde rige le igualdad entre los géneros.
Cabezón Cámara vive ahora en Abasto, en las afueras de La Plata. Dos novelas cortas, Le viste la cara a Dios (2011, adaptada como novela gráfica con el título Beya) y Romance de la Negra Rubia (2014), además del libro de relatos Sacrificios (2015), completan hasta el momento una obra que combina como pocas la eficacia expresiva con un trabajo riguroso y a la vez lúdico sobre la lengua y sus posibilidades poéticas.
–Hasta la publicación de tu primera novela trabajaste de manera regular como periodista cultural. ¿Esa experiencia tuvo alguna relación con la escritura y con tu mirada sobre el mundo literario?
–Más que nada una relación de tensión. La normativa de escritura para la mayor parte de los medios, ese criterio de que tienen que ser oraciones cortas y sin subordinadas, me parecía fuertemente equivocado. La idea es que la gente si no, no entiende. Y yo creo que sí, que la gente entiende las oraciones largas, con subordinadas. De hecho, donde más viva está la lengua, donde más se renueva, en general es en los márgenes, ahí está en ebullición. Escribí en tensión contra esa normativa, contra la cuestión monosémica que se maneja a veces en los medios. No tanto en las secciones culturales, que son un poco más libres, pero en general los editores de medios masivos piensan que una palabra debe decir una cosa y nada más que una, y que la tenés que controlar completamente. A mí me gusta que la palabra se descontrole y que diga cosas que ni se me ocurrieron. Es lo más interesante de escribir.
–El personaje de Cleopatra, la travesti que protagoniza La Virgen Cabeza, tiene que ver con una amiga tuya de la adolescencia.
–Sí, fuimos muy amigas. Ella llevaba esa vida errática de la gente que no tiene trabajo ni casa, en algún momento la perdí de vista y la empecé a buscar, hasta que en un momento supe que había muerto. Ella y sus amigas fueron de lo más hermoso que me pasó en la adolescencia. Tenían una vida durísima, las habían echado de la casa a los 12, 13 años, por putos, por putitos. Después habían transicionado. Me acuerdo de caminar con ellas por el Abasto, donde habían alquilado un departamento, y que les tiraran con botellas. A mí no me tiraban con nada. Era con ellas, la violencia más zarpada. En esa época solo por ser travesti ibas presa a una comisaría y, a la tercera vez, a la cárcel. Imaginate, una chica de 15, 16 años en prisión. Para zafar tenía que garchar con la cana. Era todo de una dureza feroz, pero ella sin embargo tenía una fuerza, una alegría de vivir, un manejo del lenguaje que borboteaba vida, con un sentido del humor espectacular. Era divertido y a la vez durísimo.
–La fusión de la cultura alta y la popular es constante en tus libros, como la ópera cumbia que aparece en tu primera novela y las alusiones a la mitología griega. ¿Esas referencias son marcos de comprensión?
–Cuando escribí La Virgen Cabeza yo venía de estudiar cuatro años de griego en la Facultad de Filosofía y Letras, me habían encantado las materias clásicas y estaba con eso en la cabeza. Me resultaban muy productivos, como todo sustrato mítico, los arquetipos que significan un montón de cosas y no significan ninguna a la vez, y entonces pueden ser leídos y organizados de cualquier manera. En La Virgen Cabeza hay algo de los mitos griegos, pero también de los mitos cristianos, y los personajes los usan para cuestiones que les son productivas como comunidad. En ese sentido me interesaban, en cuánto pueden significar y cuánto lo podés hacer significar. En general, obviamente, el cristianismo no ha sido muy productivo para las comunidades latinoamericanas, en términos del bienestar y de la felicidad. Pero bien podría serlo, depende de cómo se use. Igual no sería lo que yo recomendaría, si me preguntaran.
–La mezcla de lenguas y de formas, de narración y poesía, es también característica de tu narrativa. ¿Cómo apareció en la escritura?
–La división tan tajante entre narrativa y poesía me parece artificial y empobrecedora. Las formas antiguas son siempre narrativas y son también poéticas. Y me gustan esas escrituras que deciden no perderse nada, por lo menos en términos de género. No veo por qué no podría recurrir a ese trabajo tan exquisito que hace la poesía con la materia de la lengua. Hay cosas que no sé cómo se verían fuera de la poesía, estoy pensando en el libro La bestia ser, de Susana Villalba. Pero sacando lo que puede ser muy propio de cada género, está bien romper esas fronteras, hacerse cargo de que la lengua no las tiene y tratar de jugar con eso. La lengua suena, y a veces ponés una palabra y después otra y otra, más por asociación fonética que por asociación lógica. Y desde ahí empiezan a dispararse devenires para la trama que no se me hubieran ocurrido antes y se arman como arco iris de sentido, que tampoco se hubieran dado por la concatenación meramente lógica o de causalidad. Me parece importante dejar que la lengua haga lo suyo, que haga su delirio. No vale la pena tratar de controlarlo, lo mejor es que suceda. Y después sí, obvio, lo termino sometiendo a operaciones lógicas, pero a veces esas operaciones son consecuencia y no causa. La lengua instaura su propia lógica, y ese es el momento más hermoso de escribir, sentís como que algo te atraviesa. Y eso se percibe en el cuerpo.
–A propósito del control y del descontrol, utilizás formas fijas como el octosílabo y la sextina, géneros como el romance y textos canónicos, pero al mismo tiempo los das vuelta. ¿Te planteás la escritura como una transgresión de esas estructuras rígidas?
–Cuando lo hago no pienso en transgredir nada. Estoy jugando con formas que amo. Aparte qué ambición sería hacer algo nuevo con el octosílabo, por ejemplo. Si pensara desde ahí, no podría escribir. Lo que hago es una aproximación más amorosa que rupturista; después, del hecho amoroso, qué sé yo qué sale, pero es como jugar y a mí esa música me contiene. Es como subirme a algo que me lleva.
–Te referís habitualmente a tus primeras novelas como «la trilogía oscura». ¿Las aventuras de la China Iron abre otra etapa? Es un texto que desborda felicidad.
–Yo pretendo que sea otra etapa. La China Iron me salió así; en realidad quise que fuera muy feliz y muy luminosa. Y ahora no sé. Estoy con una novela, es la cuarta vez que la empiezo y todavía no se generó esa parte que te atraviesa, solo en algunas páginas de las 400 que llevo escritas. Aparte tengo ganas de hablar de otras cosas que igual son oscurísimas, pero son de otro espacio, de otras mitologías. Descubrí América hace poco. Literalmente, empecé a interesarme y a leer cada vez más acerca de la historia de Latinoamérica y ahí empecé a buscar, con bastante dificultad, porque no hay tanto y menos en castellano, así que me puse a estudiar portugués, textos de mitologías de pueblos originarios, amazónicos, guaraníes. Me parece que el proyecto de la modernidad se acabó, que chocaron la calesita y con la calesita nos están llevando al muere. Necesito aprender y entender otras cosmovisiones, a ver qué pasa y a ver si nos podemos juntar con otra gente a pensar y a hacer cosas. Estoy leyendo The Falling Sky, de Davi Kopenawa, un chamán yanomami. Es maravilloso, cuenta la cosmogonía de su gente, su crítica hacia Occidente, hacia la cuestión de ver todo lo existente como materia prima, como recurso. Cuando hablo de la modernidad me refiero a esa mirada, no a la tecnología.
–Hay también una cuestión ideológica, como en Las aventuras de la China Iron. En definitiva, al retomar el Martín Fierro no solo hablás de un texto literario sino también de una ideología que llega a la actualidad.
–Sí, cuando se me ocurrió la idea pensé: «Quiero que la China tenga una vida feliz, que sea súper vital y que no le pase nada de lo que le pasó al pobre Fierro». Para eso lo que tenía que contar era la constitución de otro país, porque de alguna manera lo que cuenta Fierro es la consolidación de la Nación argentina tal cual siguió siendo hasta hoy, basada en el mero extractivismo y en matar a quien haya que matar para producir un poco más de trigo, soja o la mierda que sea.
–«En mi nación, las mujeres tenemos el mismo poder que los hombres», dice la China.
–Me parece una buena idea. La paridad de poder sería algo divino para todos. Y puestos a hacer una utopía, que cada uno haga lo que quiera. En el caso de la China fue pensar lo que para mí era deseable. En La Virgen Cabeza, en la comunidad que se arma alrededor de las carpas y de la travesti que habla con la Virgen, creía que estaba hablando de lo posible.
–Beya toma el tema de la trata. ¿La literatura es también una forma de participar en los reclamos del feminismo, o son cosas que van por carriles separados?
–En este momento, si mis libros participan en algún lugar de lucha, yo los veo más en el antiextractivismo, en la antimodernidad y en el deseo de superarlos, antes que en el feminismo. Igual esa pelea es parte del feminismo. Pero es toda una pregunta, porque hay una postura extendida acerca de que la literatura no puede incidir en debates y en el caso de que se elija esa postura perdería valor. Me parece una fórmula rígida y pobre, hay mil textos que estarían demostrando lo contrario y, por otra parte, los escritores somos personas que viven en el mundo. Y en este momento estamos en una especie de inminencia del desastre. De hecho no hay narrativa de futuro que no sea una narrativa del fin, y me pregunto si sería tan importante y tan necesario participar de ese prejuicio. Había cierta amenaza de sanción dando vueltas, como que si te dedicabas a pensar y a escribir en tus ficciones sobre temas de cierta urgencia, de alguna manera esos textos sería menos literarios o serías menos escritor que otros. En las actuales circunstancias, de inminencia de desastre, como decía, habría que revisar esa idea. ¿Por qué no vas a querer participar de un debate público, por qué no vas a querer incidir? Aparte, el libro no es un programa político, entonces de golpe dice cosas y los personajes bancan cosas que vos no necesariamente bancarías. Si me preguntan cuál es tu plan para una utopía, y estuviéramos hablando en serio, yo no tendría un plan mío, me juntaría con gente para pensarlo. Y lo pensaría hasta las últimas consecuencias. La literatura tiene esa lógica propia, puede jugar en el debate público pero de otra manera que un programa político.
Fotos: 3Estudio/Juan Quiles