Una serie de hechos recientes revelan la persistencia de una problemática que daña la convivencia democrática desde 1983 y que tiene a los jóvenes entre sus principales víctimas. La cuarentena como telón de fondo de nuevas acciones represivas.
15 de julio de 2020
Investigación. La policía bonaerense fue apartada de la búsqueda de Astudillo Castro. (Télam)La democracia argentina tiene varias cuentas pendientes con la sociedad. Entre ellas, la pobreza y la desigualdad ocupan un lugar destacado. Tanto como la violencia institucional. Se van sucediendo hechos que ponen en debate la formación de las fuerzas de seguridad de todo el país y atraviesan los distintos gobiernos que se sucedieron desde 1983.
Los últimos casos más resonantes golpeaban de lleno en la policía bonaerense. Mientras se realizaban pericias en vehículos de una comisaría de Bahía Blanca presuntamente implicada en la desaparición de Facundo Astudillo Castro, se conocían más detalles del homicidio de Lucas Nahuel Verón en La Matanza y de la muerte de Raúl Dávila en el incendio de una celda de una comisaría de ese mismo distrito. Tienen entre 18 y 22 años y quedaron bajo la mira policial por circular, según la versión de los uniformados, sin permiso.
Facundo desapareció el 30 de abril cuando, según varios testigos, fue detenido en un control policial en la localidad de Mayor Buratovich. Iba desde su vivienda, en Pedro Luro, hasta Bahía Blanca, a la casa de su novia. Lo último que se supo de él fue una conversación telefónica con su madre a las 13.33 de ese día, para decirle una frase inquietante: «Vos no tenés idea de dónde estoy». Ella lo retó por haber violado la cuarentena y esperó en vano a que volviera, pero no hubo más noticias hasta que logró que el caso saliera a la luz pública. Finalmente, las autoridades separaron a la policía bonaerense de la investigación.
Este caso es similar al de Luis Espinoza, que participaba en una carrera de caballos en la localidad tucumana de Melcho. Agentes de la comisaría de Monteagudo trataron de impedir el evento y tras un forcejeo, balearon por la espalda al joven, de 31 años. El cuerpo fue encontrado una semana más tarde en Andalgalá, Catamarca, envuelto en frazadas y cinta de embalar.
La cuarentena parece haber sido excusa también para otros casos aberrantes por parte de policías de La Pampa, Chubut, Córdoba, Santa Cruz, Santa Fe, la Ciudad de Buenos Aires, pero también de gendarmes en otros distritos. Los más impactantes fueron el ingreso violento a la vivienda de una familia qom en Chaco, la muerte de Florencia Magalí Morales, que apareció ahorcada en la comisaría de Santa Rosa de Conlara, San Luis, luego de haber sido detenida por circular en bicicleta sin documentos; y el caso de Mauro Coronel, que murió en la comisaría 10 de Santiago del Estero con graves lesiones en las vías respiratorias.
Anticuerpos
El desafío para la dirigencia política es cómo encuadrar a esos civiles armados que tienen la misión de proteger al ciudadano dentro de la Constitución. Sin embargo, debería destacarse que la sociedad desarrolló anticuerpos para expresarse ante estos hechos.
Fue clave la movilización popular contra un fallo de la Corte Suprema de Justicia que le otorgaba el beneficio del 2×1 a un represor condenado, en mayo de 2017. Y también la marcha en reclamo de la aparición de Santiago Maldonado, en agosto de ese mismo año.
Durante la gestión de Mauricio Macri, la mano dura fue avalada desde la Casa Rosada, al punto de que el presidente recibió «con honores» al policía Luis Chocobar, procesado por el crimen de Juan Pablo Kukoc, que había herido con un puñal a un turista en un intento de robo en La Boca. Efectivos de Prefectura mataron a Rafael Nahuel, durante una persecución en el lago Mascardi. Dijeron que el joven había disparado contra ellos, pero la Justicia determinó que estaba desarmado. La entonces ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, defendió a los agentes argumentando que «su versión es la verdad, no necesitamos pruebas».
Como los casos Maldonado o Nahuel, cada generación argentina desde la recuperación de la democracia tiene un nombre que identifica un hecho de violencia institucional. Walter Bulacio, 1991, Miguel Bru, 1993, son dos ejemplos. El primero, muerto en circunstancias sospechosas en una comisaría porteña tras un recital de Los Redonditos de Ricota, el otro, desaparecido en una sede de la bonaerense del centro de la ciudad de La Plata
El brutal asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas, en enero de 1997, marcó la agenda de todo ese año. Si bien se acusó al entorno de un empresario, Alfredo Yabrán, fueron condenados también tres policías de Pinamar por su intervención en el crimen.
En ese escenario, el entonces gobernador Eduardo Duhalde convocó a Carlos Arslanian como ministro de Seguridad con el objetivo de reformar a la bonaerense. Jurista de prestigio y exjuez del tribunal que juzgó a las Juntas Militares, Arslanian chocó no solo con el establishment policial sino con el candidato a suceder a Duhalde, Carlos Ruckauf, partidario de «meter bala» para combatir el delito.
Arslanian tendría otra oportunidad tras otro caso que marcó la agenda política argentina. El 26 de junio de 2002, los manifestantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron asesinados durante una movilización por una brigada policial al mando del comisario Alfredo Fanchiotti en la estación Avellaneda del Ferrocarril Roca. Un hecho que solo pudo ser descubierto gracias a las imágenes captadas por dos fotoperiodistas y que sellaron el fin del interinato de Duhalde en la Casa Rosada.
El entonces gobernador Felipe Solá decidió volver sobre la reforma de Arslanian en abril de 2004. Eran también tiempos turbulentos, signados por el reclamo de mano dura multiplicado tras la muerte de Axel Blumberg, joven asesinado tras un secuestro extorsivo. El exjuez, identificado como «garantista», se mantuvo en el cargo hasta que Daniel Scioli asumió la gobernación, en 2007.
Dispuesto a pactar reglas de convivencia tradicionales con la fuerza, Scioli designó como sucesor a Carlos Stornelli, quien en poco tiempo tiró por la borda todas las reformas y se volvió a la «normalidad» institucional previa. El aspecto fundamental de la contrarreforma de Stornelli es que devolvió el comando de la fuerza a los uniformados.
Una suerte de pacto en el que la sociedad tiene pocas cosas para ganar.