Sylvia Iparraguirre (Junín, 1947) publicó entre otros libros las novelas La tierra del fuego (1998), El muchacho de los senos de goma (2007), La orfandad (2010) y Encuentro con Munch (2013). Fue cofundadora de la revista literaria El Ornitorrinco (1977-1986) y reunió sus cuentos en Narrativa breve (2005). En 1999 recibió el premio Sor Juana Inés de la Cruz, en México. Los textos publicados pertenecen al libro Del día y de la noche (Editorial Galerna, 2015).
15 de julio de 2022
Echando una moneda en la ranura
1950, en California. Sentada en un banco de la biblioteca de la universidad local, espero. Es la hora de la siesta y salvo yo no hay nadie en el salón. En medio del silencio, roto por algún aletear de palomas o algún grito lejano, se abre con ruido la puerta y entra un hombre joven, robusto, de anteojos gruesos y pantalones bermudas color caqui. De expresión amistosa y sonriente, su frente lleva la inscripción «Bueno con los perros», que algunos vemos. Californiano y solar, me sonríe: sabe que no puedo estar ahí, pero nada es imposible en el horizonte que lo circunda y existo como parte de un mundo paralelo. Sin apuro –es un prestidigitador que sabe que maravillará a la audiencia–, Bradbury saca una moneda del bolsillo y me la muestra en el aire. Con irónica precisión, como si realizara una operación peligrosa, la echa en la ranura. Se oye un tintineo y luego un estrépito seco y mecánico: se ha soltado el cepo que traba la Underwood a la mesa y el reloj echa a andar: a diez centavos la media hora. Ray abre los brazos, palmas adelante, como quien dice: ¡Ya está!, o ¡Voilà!, y se sienta a teclear como un desaforado. Fahrenheit 451 le costó nueve dólares con ochenta centavos. Bradbury es joven, pobre, casado y con dos hijas, y en su casa, de módico alquiler, no tiene lugar para escribir. Y de eso vive la familia: de las prodigiosas historias que salen de sus manos con la naturalidad con que se pela un maní. Del rumor parejo de las teclas se elevan mundos como hologramas que flotan en el espacio sobre su cabeza que ya es el negro espacio sideral y el Planeta Rojo y el hombre ilustrado y los mendigos de Irlanda y las doradas manzanas del sol y Picasso trazando en la arena un dibujo que se llevará el mar y la casa automática funcionando para nadie en un planeta abandonado y marcianos repitiendo un poema de Byron y oleadas de negros felices yéndose a Marte y astronautas disparados hacia la muerte en la nada infinita.
Y la eternidad esperando.
Bajo el toldito de popa
Se sienta con cautela en la silla atornillada a cubierta. Tiene veinte años. El horizonte de agua sube y baja y hace cabecear el barco de carga. Paquebote de los mares del Sud, con destino a Calcuta. Muchos siguen sufriendo el mal de mar. De levita abotonada, Baudelaire mira despectivamente las camisas abiertas y los pañuelos sobre la boca. Sus amigos le dicen «el cura», él se considera un dandy. Desprecia a todos, pero mantiene una helada y zumbona cortesía por completo incongruente con sus compañeros de viaje, oscuros burócratas de las colonias, pequeños comerciantes, soldados de baja graduación, en camino a Indochina. Lo evitan. Charles se siente satisfecho. Frente a él, la cara del capitán se aclara o se oscurece según los vaivenes del diálogo, como un paisaje sometido a las nubes y al viento. Intenta persuadir al díscolo que abandone el delirio de las letras, encargo impuesto por el padrastro para este viaje disciplinario. Encaramado en la silla como una quimera enlutada, el joven replica frases punzantes, plenas de cinismo. Los que toman aire en cubierta lo miran de reojo, desconcertados. Baudelaire prueba sus alas y el aire batiente arrasa con ardor corrosivo gestos y palabras des honnètes gens. Su alma, desgarrada por la herida precoz, reniega del placer trivial del sol compartido y se refugia en una congoja imbatible. Su cuerpo anida ya el morbo vergonzante. La frente enorme es ya sombría; la pupila, oscura y lúcida. No hay juventud festiva; habrá una madurez lúgubre, de adormidera, adueñándose de las delicadas y torcidas sinapsis. Pero, esta mañana, sentado bajo el toldito de popa, es todavía un poeta secreto de veinte años, ignorante, como todos los hombres, de su destino singular.
En bodega, el cocinero medita con qué aderezo acompañar la carne de un albatros, cazado esa mañana en la cubierta de proa.
Caminando con piedras en los bolsillos
Mediodía límpido de primavera. Tus botas de goma y tu bastón de las caminatas. Los amados brezos florecidos y las colinas de flores azules que tanto te conmueven te miran pasar por última vez. Todo está mudo. Sobre tu mundo se deslizan las sombras de los aviones alemanes. La vida se ha vuelto aciaga, y un horizonte chato y negro se va cerrando muy cerca de tus pies. «Es esta locura que vuelve», levantás una piedra y la guardás en el bolsillo, «Fuimos completamente felices», y otra piedra. La noche acecha tu mente y sabés que si la oscuridad llega ya no habrá más camino de regreso. En el viento de ese mediodía, tu silueta larga y desgarbada, tu abrigo largo y desgarbado, abultado en los bolsillos por el peso de las piedras, trazan una figura inolvidable; una figura recortada contra el cielo translúcido, el mismo cielo que Leonard en este momento mira a través de la ventana pensando en disuadirte de tu caminata. Nada podrá ya disuadirte, ni siquiera él, el más querido. «Fuimos tan felices», y la firma: V. Y la salida sigilosa, rápida, por la puerta de atrás. La pena más honda: el abandono de las palabras. Desde ahora y hasta la línea del agua tal vez todavía algunas acudan a tu mente, como las polillas de brillo en la ventana que desataron, hace mucho, tu lengua extraordinaria. La búsqueda de las palabras, la felicidad de encontrarlas, lo que fue el centro de tu vida, no se te dará más. Pesan las piedras en los bolsillos, avanzan tus pasos rumbo al río. No quieren dejar huellas tus botas de goma, Virginia Woolf, vas sin dejar rastro, sin querer que nadie te interrumpa, hacia las aguas frías y benévolas del Ouse, el pelo revuelto por el viento y la demencia, al encuentro de la última palabra.