Después de una década exitosa con Toc Toc, el actor y dramaturgo apostó a una obra personal y pequeña como El equilibrista. Y, aunque no lo esperaba, arrasó tanto en los premios como en las boleterías. Película y serie en camino. La compleja situación del teatro en tiempos de cuarentena.
29 de abril de 2020
Desde noviembre del año pasado hasta marzo último, la vida de Mauricio Dayub transcurrió con un vértigo saludable. Andaba a las corridas, pero con una sonrisa; veía con cuentagotas a su mujer y a su hijo. «2019 terminó a todo galope y esta temporada arrancó a pleno, sin pausa: miércoles a domingo, funciones en Mar del Plata; martes en El Nacional de la avenida Corrientes. Así, a los santos piques cada semana. Llegaba desesperado a casa para estar con la familia y renunciaba a horas de sueño. Agotado, sí, pero realizado», cuenta el actor, dramaturgo y director.
«Se estaba cocinando, creo yo, el gran año de mi carrera, con el boom de El equilibrista, la posibilidad de dirigir en teatro a Suar y a Peretti, el estreno de la última película de Carlos Sorín que protagonizo y un proyecto televisivo de ficción en la TV Pública», enumera. Sin embargo, su horizonte profesional cambió abruptamente cuando el mundo sucumbió frente al coronavirus. Y las actividades ligadas con el espectáculo, a la par de la vida social, quedaron en stand-by hasta nuevo aviso (ver Cross a la mandíbula).
Su producción teatral más reciente, El equilibrista, se había convertido en una de las ineludibles del circuito local. El unipersonal describe una serie de personajes y anécdotas entrañables de su familia, especialmente de su abuelo paterno. A Dayub le sirve para plasmar un poco de su historia personal, así como también para reflexionar sobre las vueltas de la vida. En definitiva, la obra se puede ver como un círculo perfecto y revelador. «El mundo es para los que se animan a perder el equilibrio», repite, meneando su cabeza. «¡Qué frase, la pucha!, es de mi abuelo y me marcó para toda la vida», agrega.
Después de obtener el premio ACE de Oro en noviembre pasado, en el verano El equilibrista fue la vedette de los Estrella de Mar, en Mar del Plata, donde logró cuatro estatuillas, incluida la dorada. «No puedo creer lo que viví gracias a la obra: es un sueño, algo impensado. Superó todas las expectativas. De hecho, no tenía tantas, porque venía de hacer diez temporadas de Toc Toc, la obra teatral más taquillera de la historia nacional. Y me embarqué en esta pequeña puesta a nivel infraestructura, pero inmensa emocionalmente para mí», describe.
–¿Qué es más gratificante, disfrutar de las mieles de la obra que creaste artesanalmente o descubrir que hay vida después de Toc Toc?
–Eso fue clave, porque cuando me fui de Toc Toc en 2019, por decisión de los productores, ya tenía lista El equilibrista, cosa de no sentir ese vacío propio de quien, después de estar en el paraíso, cae abruptamente en un abismo.
–Fuiste previsor.
–Sí, pero jamás imaginé una repercusión así, porque hay una máxima en el teatro que asegura que «no hay que bajarse de un éxito». Por eso nunca creí que El equilibrista iba a ser tan premiada, que iba a estar entre las cinco más vistas de la temporada marplatense y que iba a tener que agregar funciones en un teatro comercial de la avenida Corrientes.
–¿No confiabas en que podías lograr este reconocimiento?
–Es que conozco el mundillo del teatro, después de éxitos del tamaño de Toc Toc pueden pasar tres o cuatro años para que vuelvas a instalarte en el mercado. Invariablemente, aparece un bajón, un parate, una sensación de «dónde estoy parado»: es lo normal, me lo han dicho muchos. Pero esto que pasó, tan inmediatamente, nunca había ocurrido. Me lo confesó Carlos Rottemberg, un sabio en estas cuestiones.
–¿Que tiene El equilibrista que cautiva?
–La pensé a partir de estudiar qué tipo de teatro había en la cartelera nacional y qué otro tipo faltaba. Me pareció que el teatro de la imaginación, el que no te da todo servido ni digerido, el que insinúa, el que sugiere y el que habla de la familia, de nuestros orígenes, no estaba presente. Por lo visto, enganchó y mucho.
–¿Cómo elegiste al director?
–Elegí al director que quería que me dirigiese, el gran César Brie, porque para mí es mucho más fuerte que cualquier otro trabajo que haya hecho en mi carrera. Aunque muchos podemos dirigir, no hay tantos que lo hagan como él. César puede escribir con imágenes arriba del escenario, tiene una mirada que construye con acciones y, también, es capaz de plasmar sentimientos y emociones sin emplear palabras. Es un rasgo de la dirección que solo grandes como Brie estampan en sus trabajos.
–Ganaste el prestigioso Premio ACE, ¿qué sensaciones tuviste?
–La más importante fue sentir el reconocimiento de mis pares. Esa noche pude apreciar que algo significo para el medio, para mis colegas, a los que vi auténticamente emocionados por mi logro. En esa velada estaban todos. Y debo admitir que yo estaba más para pedir autógrafos que para retirar un premio, de verdad.
–Solés tener una postura de humildad que roza la del «perdedor» al que le va bien.
–Yo soy así. Un tipo común que vino del Interior, de Paraná, que pintó departamentos, que vendió mercadería en los colectivos para sobrevivir, que vivió en las pensiones más piojosas de Constitución, mientras estudiaba teatro con Carlos Gandolfo y Economía en la facultad. Me cuesta caer en la cuenta de quién soy.
–La noche de los ACE, a la hora del premio mayor, el del Oro, Juan Leyrado abrió el sobre y adentro no había nada.
–Justo para mí. «Ni acá figuro», dije. Pero lo pensé de manera auténtica, con dignidad, con altura. Nunca me sentí bajoneado ni sin autoestima: soy un actor muy fuerte, tenaz y obcecado, que siempre tuvo que ir contra la corriente.
–¿En qué sentido?
–Soy el típico actor que nunca pasaba un casting, que me quedaba siempre afuera, que era el feo, el narigón, el que quedaba en banda. Pero eso lo único que hizo fue fortalecerme, no tirarme abajo, porque yo estudié, me formé, aprendí a dirigir, a escribir, a producir, a entender sobre luces y sonido. Me capitalicé como artista, pero no puedo dejar de mencionar lo difícil que me resultó la parte actoral.
–¿A qué se debía que no pasaras un casting?
–A que yo era un tipo al que nadie veía. A los 20 años trabajaba en la boletería de un teatro, ya estudiaba y había hecho varios papelitos. Escuché que el director del teatro hablaba con un director de casting, a quien le pedía un actor joven, flaco, alto, narigón. Me tenían al lado, tosía, carraspeaba, pero no me veían. No me tenían en cuenta, sabiendo que yo era actor.
–¿Pero tenés noción de tu recorrido actoral?
–No tengo mucha conciencia, siempre pienso que estoy a mitad de camino, que todavía no hice nada, que la tengo que seguir remando. Me pasó en todos los aspectos, a nivel sentimental también: la linda nunca me daba pelota, siempre era para mi amigo fachero. A lo que voy es que no busco hacerme el pobrecito ni nada que se le parezca, es mi forma de ser. Y eso me lo fue dando tantos años de teatro, porque estoy convencido de que no solo te sensibiliza, sino que te permite ver la realidad desde otra óptica.
–¿En qué te cambió Toc Toc?
–Soy un agradecido a los diez años de Toc Toc, que ayudó a que hoy esté viviendo este momento. Pasé de ser un actor común a un intérprete respetado, que integró una obra hipertaquillera, vista por 1,7 millones de espectadores.
–Valió la pena irte de Paraná.
–Yo no me fui de Paraná, sino que me vine a Buenos Aires. A mí Paraná no me expulsó, ni tampoco me disgustaba, como le sucedió a muchos coterráneos. Vine a Buenos Aires porque el oficio al cual me quería dedicar no existía en Paraná, simplemente por eso. O no tan simple.
–¿Costó dejar tu lugar en el mundo?
–A mí no tanto, pero a mis viejos sí, no lo podían creer. «¿Adónde vas? ¿A qué vas a Buenos Aires? Ponete a estudiar para contador o abogado», me decían. Mi viejo estaba desesperado, hablaba con sus amigos y lo contaba intentando encontrar alguna explicación. Yo me fui a los 19 años a Santa Fe, allí estuve un año estudiando teatro y luego me vine a Buenos Aires, con una mano atrás y otra adelante.
–Estudiaste con Carlos Gandolfo, ¿qué te dio como maestro?
–Carlos me pulió, yo era un chacarerito que venía del Interior, brutito, con poco detalle para actuar. Y él me aceptó y me dignificó como actor. Me dio técnicas para sentir y emocionar. Me inculcó el amor por el teatro, brindándome información integral no solo para actuar sino también para tener una mínima noción de cómo dirigir, producir, escribir y algunas bases para las luces y el sonido.
–Este año tenías planes para dirigir a Adrián Suar y a Diego Peretti en Inmaduros.
–Sí, me llamó Nacho Laviaguerre, socio de Suar, y me dijo que quería que dirigiera la obra. Dudé al principio, porque estaba tranquilo, manejando mi agenda intensa pero controlada, no quería sumarme más cosas, pero mis amigos me hicieron entender que Suar y Peretti son como ese tren que pasa solo una vez. Es una historia escrita por Juan Vera y Daniel Cúparo, que describe el reencuentro de dos viejos amigos que están atravesando una visible inmadurez afectiva y emocional. El personaje de Suar, un tiro al aire, le da alojamiento al de Peretti, que recién se acaba de separar. Y empiezan a suceder cosas «impropias» para dos hombres de su edad.
–También formás parte de una serie que promete ser un tanque: Sueño bendito, de Amazon, sobre la vida de Maradona.
–Sí, estamos expectantes de su estreno, esperemos que para este primer semestre. Se trata de una megaproducción internacional rodada junto con las productoras BTF, Dhana Media y Raze, con importantes actores como Nazareno Casero, Juan Palomino, Mercedes Morán, Peter Lanzani y Julieta Cardinali. Yo interpreto a Roque Villafañe, «Coco», el padre de Claudia, la exmujer de Maradona.
–Y te diste el lujo de filmar El cuaderno de Nippur con Carlos Sorín, que se podrá ver en Netflix.
–La terminé de rodar el 12 de diciembre y el 15 viajé para arrancar la temporada teatral en Mar del Plata. Y porque estaba comprometido con Sorín no pude encarar la última parte de Sueño bendito, que se realizó en México. Pero valió la pena la superposición de trabajos, porque trabajar con Sorín es como hacerlo con un monje zen: es dueño de una tranquilidad, de un manejo de todos los rubros y de una claridad conceptual en el set envidiables.
–¿De qué va la historia, que coprotagonizás junto con Valeria Bertucelli y Esteban Lamothe?
–El cuaderno de Nippur es un libro que María Vázquez escribió en 2015, en su lecho de muerte, a su hijo Nippur, que era bebé en el momento en el que ella falleció. La autora, que era arquitecta, artista plástica y bloguera, quería que su hijo Nippur nunca la olvidara, por eso escribió un libro el tiempo que le llevó la quimioterapia para luchar contra un cáncer. El tema es un drama muy movilizante, pero no es duro y desgarrador. Inteligentemente, Sorín potencia la idea de cómo encarar la vida desde el lado más heroico. Yo interpreto al médico de esa madre que la está peleando con una dignidad asombrosa, quien mantiene una estrecha relación con el marido de la protagonista y los amigos.