Cultura

Hotel Catarata Palace

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Juan Sasturain (González Chaves, Buenos Aires, 1945) publicó once novelas, entre ellas Manual de perdedores I y II, Dudoso Noriega y El último Hammett (premio a la mejor novela en lengua española en la Semana Negra de Gijón 2019), además de relatos, poesía y ensayos sobre fútbol e historietas. Creador de la revista Fierro, fue guionista de la serie Perramus, con dibujos de Alberto Breccia. Dirige la Biblioteca Nacional.

Supongo que es inútil buscarlo en las guías de turismo más completas. Incluso en las de cuarenta años atrás. Quién sabe cómo se llama o qué queda de él ahora, si es que no se incendió, como se sostuvo en algún momento.
La historia del Hotel comienza la sudorosa noche de invierno de 1945 en que el arquitecto Rolf Hoenness fue prácticamente arrastrado por sus ayudantes fuera de su búnker convertido en estudio, y obligado a abandonar Berlín. Incrédulo del desenlace inminente, Hoenness siguió esperando hasta el último día que se reanudaran las visitas del Führer para mirar por encima de su hombro los ampulosos planos de la residencia de verano que le encargara diseñar en julio del 43. Pero Hitler jamás volvería a palmear su espalda encorvada sobre la mesa de trabajo. Hoenness solo lo comprendió cuando después de atravesar la noche iluminada de incendios bajo un cielo temeroso y rayado de infructuosos reflectores, se encontró, al amanecer, en la escalerilla del avión que lo pondría en Suiza camino de un lugar de Sudamérica del que no había oído hablar jamás. El afiebrado arquitecto apenas atinó a apretar con más fuerza aún el maletín donde llevaba dibujados los sueños de su fanático fervor y se prometió, mientras abandonaba el cielo de Alemania, que en aquel confín del mundo encontraría tierra donde materializar sus planos y esperar el regreso del Líder.
Con buen dinero suizo y documentos austríacos a nombre de Hans Schumpeter, el frustrado arquitecto del Führer no tuvo dificultades para internarse en Paraguay. Borró el rastro detrás de sí y, como tantos jerarcas nazis por aquellos años, encontró seguridad y anonimato sudamericanos bajo la vista gorda de las autoridades. Se instaló en una quinta colonial en las afueras de San Bernardino. A menos de cien kilómetros de Asunción, y durante un tiempo que se le ocurría imposible de medir con un cronómetro que conservaba la hora de Berlín, soportó sin testigos ni cómplices la cercanía de gente oscura e inexplicable, los excesos de un clima apasionado.
Las noticias sobre la derrota incondicional del Eje y el subterráneo suicidio del Führer no abochornaron a Hoenness. Por el contrario, salió de su perplejo ensimismamiento y entró en una fiebre de actividad tan efectiva como secreta. Tomó cauteloso contacto con las varias docenas de prófugos que como él se habían dispersado por el interior de Brasil, Paraguay y la Argentina y, a fines de 1946, la misma red de conexiones que lo había depositado sano y salvo en San Bernardino sirvió para materializar la primera reunión, reducida aún, de emigrados dispuestos a no rendirse.
En el casco de la fazenda «El Gaúcho», un interminable latifundio que crecía como una mancha verde sobre el mapa de Rio Grande do Sul, el hacendado Beltrán Acevedo Amarilla recibió a un heterogéneo conjunto de falsos relojeros suizos, comerciantes austríacos, técnicos holandeses y marinos mercantes de cualquier origen que se saludaban a los ladridos y levantaban el brazo con la palma de la mano hacia adelante.
De esa primera reunión, más allá del folklore partidario, las coloridas banderas con la esvástica y las marchas al amanecer que asombraban a los peones de a caballo, se decantaron dos conclusiones: la necesidad de fundar una entidad de apariencia benéfica que sirviera de cobertura a las futuras actividades del grupo y de fuente de captación de recursos, y la urgencia de encarar la construcción, tan postergada, de un ámbito digno para recibir al Líder en su regreso triunfal.
Es probable que solo algunos de los convocados compartieran la pasión y el fervor ciego de Hoenness, que se presentó como gestor y mentor de la convocatoria con los planos bajo el brazo. Pero lo cierto es que nadie se opuso. Así nació, con los adecuados testaferros mediantes, la Liga de Solidaridad para la Reconstrucción de Alemania, que rápidamente estableció sedes en Buenos Aires, San Pablo y Montevideo, encontró terreno fecundo y clima solidario. Comenzó a fluir el dinero y, para el año siguiente, en la primera reunión de la Liga, realizada en el Hotel Campomar de Buenos Aires, los cien delegados entre nativos y prófugos enmascarados pudieron hacer un balance de actividades, que se hizo público, en el que todos los beneficios y las cifras eran ciertos, germánicamente exactos. Lo único falso era el destino final del humanitario dinero: en lugar de ser canalizado por la Cruz Roja Internacional en planes de ayuda para la devastada Alemania, los fondos servían para comprar materiales y financiar la construcción de la residencia, símbolo material de tanto empeño.
El ambiguo y casi inaccesible pedazo de selva tropical que en el verano de 1948 comenzaron a desbastar decenas de operarios bajo la dirección del falso Schumpeter –un Hoenness rejuvenecido y enérgico bajo el casco de corcho– pronto fue tomando forma. Un horno de ladrillos y un aserradero montados con premura en los extremos del vasto terreno cercado por aguas que entraban y salían de tres países proveyeron los materiales básicos para las primeras obras. Las palas se hundieron profundamente en la tierra blanda hasta encontrar una base caliza donde sustentar cimientos dignos de una catedral gótica. En barcazas chatas que se movían pesadas, río abajo y río arriba, en camiones que atravesaban miles de kilómetros de selva por caminos rojos y polvorientos, fueron llegando la arena y el cemento, la piedra y los hierros, los mármoles y las maderas finas. La avioneta que se posaba y despegaba semanalmente de la pista abierta a fuego y machete perpendicular al río, llevaba y traía de Asunción y Buenos Aires el dinero, los perplejos operarios, la tecnología que daría luz, agua y seguridad a la secreta fortaleza.
Finalmente, tras cuarenta meses de trabajo, un atardecer de primavera el mismo Hoenness fue a recibir al puerto privado las alfombras rojas fletadas directamente de París, el toque final para su obra. Entonces sí, con gesto teatral, se sacó el casco de corcho, lo arrojó planeando hacia la selva inmediata y, volviéndose hacia el rotundo edificio que se recortaba blanco y anguloso contra la pared verde, adelantó el brazo extendido con palma abierta sobre su cabeza y saludó ritualmente a un Führer que jamás regresaría.
Hubo sonrisas contenidas a sus espaldas.
Es que ni bien se ajustó el último picaporte a las puertas de roble comenzó la más o menos sorda disputa por la utilización práctica de semejante mastodonte. Solo la desaforada pasión de Hoenness podía persistir en la ilusión de que aquella sería la Residencia veraniega que no había podido erigir en la Westfalia para un Hitler redivivo. Interesados y condescendientes, la mayoría de los miembros de la Liga lo habían dejado hacer. Cuando llegó la hora de comenzar a utilizar el fantástico edificio blanco de tres plantas y dos subsuelos, con sesenta habitaciones, dos docenas de baños, comedor para doscientas cincuenta personas, gimnasio, sala de juegos, caballeriza, pista de aviación y embarcadero privados más diez hectáreas de parque afeitadas a la selva, el fanático arquitecto era un estorbo.
Por eso no extrañó que seis meses después Hans Schumpeter apareciera muerto, colgado en el living de su quinta de San Bernardino. Dejó una convincente carta de suicida pero nunca se encontró el banquito ni la silla sobre la que se habría encaramado para volear la soga y atarla a la viga más alta. Nadie pidió investigar la muerte del extraño ciudadano suizo que viajaba tanto a la selva. En la misma edición del diario asunceño que publicó su escueta e imaginaria necrológica, una ignota sociedad –nunca más anónima que en este caso–, convocaba a la asamblea de accionistas que disolvería sin pudor alguno los últimos vestigios del proyecto original de la Residencia.
Un par de semanas después, un discreto aviso en la sección clasificados de los principales diarios de Buenos Aires solicitaba personal con experiencia en hostelería de nivel internacional –tres cocineros, dos maîtres, un puñado de mucamas– y remitía a una casilla de correo en Asunción.
Empezaba una nueva historia. La del Hotel Catarata Palace, una leyenda que sólo la selva pudo, durante algunas décadas, silenciar con su abrazo hasta hoy.

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