De cerca

«Me atrae lo difícil»

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Irrumpió en los 80 con el espíritu rupturista de las Gambas al Ajillo y, desde entonces, construyó una sólida trayectoria actoral con la búsqueda permanente como norte. La afinidad con el teatro y la experiencia televisiva. Su debut como directora y el recuerdo de su admirado Alejandro Urdapilleta.

Judíos progres escapados de la guerra, que vinieron de Polonia: militantes, comprometidos, cooperativistas, con mucha cabeza. Los viejos me dieron una base sólida y me inculcaron su sensibilidad por el arte». Alejandra Flechner habla de sus padres, Olga e Isidoro. «Los dos eran ganapanes, yo no vengo de una familia donde mi viejo laburaba y la vieja era ama de casa. Además eran amantes del cine, el teatro, la música y la literatura, gustos que por suerte pude heredar. Recuerdo que me llevaron a ver a Maya Plisétskaya, una de las máximas bailarinas clásicas rusas, al Colón; o a Theodorakis, el compositor griego, al Luna Park. Fueron experiencias que me marcaron a fuego cuando era chica», cuenta la actriz, que recibe a Acción en el estudio de su casa de Villa Crespo. Y el tema padres gana terreno en el comienzo de la charla a partir de una foto en blanco y negro. «Ellos fueron grandes acompañadores de mis trabajos, siempre estuvieron presentes, por suerte papá pudo ver realizarse a su hija. Y mamá aún hoy siente orgullo. Es que ambos hicieron mucho por mí para que tenga una base, entonces me mandaron a expresión corporal, pintura, cerámica, teatro y música en el IFT. Evidentemente intuían que el lado del arte me gustaba, pero calculo que no imaginaron que me dedicaría a esto».
–¿Cuándo advertiste que te inclinarías para el lado de la actuación?
–A los 16 estaba convencida de que sería música, estaba muy metida con el piano, la flauta y tenía en la mira seguir los estudios de dirección orquestal, una carrera que por entonces solo se hacía en La Plata.
–¿Y qué pasó?
–No sé qué pasó, pero abandoné de repente, me costaba estudiar, quizás porque me había enganchado con hacer la carrera de Filosofía y Letras. Pero en esa época el CBC era durísimo. Y en ese verano que debía sentarme a estudiar, preferí rajarme con un novio de entonces a Brasil, al carnaval de Bahía y la pasé bomba.
–¿El teatro no aparecía en tu horizonte?
–No, cero, ni por asomo me interesaba. Además tenía que estudiar en el Conservatorio de Teatro, que me parecía súper snob. Cuando volví de Brasil, estaba enloquecida con ser bailarina y empecé a estudiar danza y flamenco: lo hice con mucha decisión y disciplina, unas cinco horas por día. Siempre me gustaron muchas cosas, siempre tuve intereses repartidos, y eso está bueno pero también te puede confundir.
–¿Estabas confundida?
–Vivía confundida y, en un momento, algo me hizo clic y me di cuenta de que la danza tampoco era lo que quería. No me sentía convencida, hasta que me dije: «¿Y si estudio teatro?». Y mirá cómo son las cosas, el teatro es como el aire que respiro, yo básicamente soy una actriz de teatro y viví, económicamente hablando, gracias al teatro, con los años que hicimos Gambas al Ajillo, varias temporadas de El método Grönholm, el boom de Monólogos de la vagina y Lo que vio el mayordomo, que fueron mis hits.
–¿Quién fue tu maestro?
–Sin duda alguna, Miguel Guerberof, que murió en 2007 y fue un gran director, además del creador de la Compañía Shakespeare Buenos Aires. Y también quiero destacar a Cristina Moreira, quien en los años 80 irrumpió con técnicas de clown, que por entonces nadie conocía, y formó a grandes como Batato Barea y Alejandro Urdapilleta. En esa época era algo rupturista, que se salía del molde, como fue Gambas al Ajillo, el grupo que creamos en el Parakultural y que funcionó porque traíamos un lenguaje diferente, transgresor.
–¿Era una rareza que un grupo de mujeres hiciera humor?
–Totalmente, éramos cuatro mujeres: Verónica Llinás, María José Gabin, Laura Market y yo. Hacíamos humor corrosivo, crítico, sarcástico, algo que no existía. Y no estamos hablando de hace cien años, sino de mediados de los años 80. El humor era propiedad del hombre, qué locura. Nos miraban como extraterrestres. Gambas abrió el espectro y puso en el tapete una verdad que se sabía pero no se practicaba: hay más de una manera de hacer teatro.
–¿Gambas rompió con la uniformidad?
–Rompió con ese lenguaje de texto clásico y formal que tenía el teatro, y también con la estética que hasta entonces imperaba, porque nosotras propusimos la deformidad teatral, algo que gustó mucho.
–¿Niní Marshall no fue una precursora?
–Sí, claro, pero lo de Niní era un humor más blanco, más amable, lo nuestro era oscuro y satírico. Las Gambas éramos medio monstruitas, rostros poco televisivos y nada cinematográficos, físicos normalitos, narigonas, no teníamos cabida en el mundo artístico de entonces. De verdad, no tenía el physique du rol que se necesitaba entonces para pertenecer. Yo sentía que no encajaba, aunque siempre siento que no encajo en ningún lado.
–¿A qué se deberá?
–Un tema de diván, qué sé yo, soy muy boluda a veces.
–¿Por qué de diván?
–Porque siempre me voy de los lugares en los que sí encajo, pero evidentemente no lo veo así. Esa tara viene de mi época de estudiante, me pasaba con la música, la filosofía, la danza y hasta con el teatro. Cuando me voy adaptando, cuando las cosas fluyen, me pasa que empiezo a incomodarme, a sentirme disconforme, es algo mío, sin sentido.
–¿Intentás evitar las estructuras, la zona de confort?
–Algo así, intento no caer en lo mismo de siempre. Si vos hiciste de la amiga graciosa y divertida de la protagonista y funcionó, te van a llamar diez veces más para el mismo papel. Y yo nunca me enganché con eso: le escapo a la identidad que te puede dar la continuidad, prefiero ser un mazacote que se la pasa en la búsqueda de vaya a saber qué. Te juro, no es una posición oportunista.
–¿Podrías jactarte de ser versátil?
–No sé si jactarme, pero sí es el logro de una incesante búsqueda. Puedo hacer La madre del desierto, una obra sobre la Difunta Correa, en el Cervantes; dirigir Turba, en El Portón de Sánchez; o hacer teatro comercial con Julio Chávez. Por suerte, cumplo mis necesidades básicas de actriz.
–¿Rechazaste muchos papeles que te parecían repetitivos?
–Rechacé mucho dinero, pero puedo dormir tranquila.
–¿Qué te da esa tranquilidad?
–Haber construido un lugar muy pequeñito, pero un lugar mío, con un estilo y una personalidad determinados. Pude alcanzar el reconocimiento y no me refiero a que me ovacionen, sino al del camino realizado: creo que para muchas personas puedo ser una actriz interesante.

Difícil interrogante
Este mes se estrena Después de nosotros, en el Complejo La Plaza. Coescrita por Julio Chávez y Camila Mansilla, dirigida por Daniel Barone, la obra hace foco en una pareja divorciada que tiene un hijo de 22 años con un retraso madurativo y que, después de un hecho puntual, se plantea un interrogante desconcertante: «¿Quién cuidará a nuestro hijo después de nosotros?». «Es un tema bravo, complejo, que los padres a veces nos negamos a pensar», dice la actriz. «El hijo se hace grande y depende cada vez más de los padres, ya que se le hace imposible lograr la autonomía».
–¿Te entusiasmó la propuesta?
–Me entusiasmó volver a trabajar con Julio, creo que es la persona justa para tratar esta temática, que enfatiza un vínculo entre padre e hijo, en el que yo soy como la que debe escuchar y contener a las partes.
–Con Chávez también encarnaban un matrimonio separado en El Tigre Verón.
–Es verdad, pero la obra no tiene nada que ver con lo que hacíamos en tele. Él es documentalista y yo soy editora, personas de clase media, muy lectores, con otros intereses. Además, mi personaje conformó hace tiempo otra relación y, desde hace un tiempo, el hijo vive con su padre.


–El tema tiene gancho.
–No tengo la menor idea, siempre pienso al revés: «¿Quién va a querer venir a ver esto?». Pero me ha pasado con exitazos como Confesiones de mujeres de 30 y El método Grönholm. No sirvo para hacer pronósticos, no sólo porque lo desconozco sino porque además soy agorera.
–Antes djiste que con el teatro te fue mejor que con la tele.
–Con las cinco temporadas de Confesiones… me compré esta casa. Y viví años gracias a El método Grönholm y Lo que vio el mayordomo, que hicimos con Pipo Luque y Enrique Pinti. Además de redituarme, el teatro es mi lugar de continuidad absoluta.
–¿Y qué pasó en la tele, que suele pagar mejor?
–En la tele me fue bien pero hasta ahí porque, como decía antes, nunca me quedé más de la cuenta. Hice unos mangos en Algo para recordar, En terapia, Historias del corazón y, sobre todo, con Viudas & Hijos, pero eran dinerillos esporádicos.
–Hace cuatro años que hacés Tarascones.
–Hasta el décimo año no paramos, yo la haría toda mi vida porque es la obra más divertida que hice en mi carrera. También están Paola Barrientos, Susana Pampín y Marcela Guerty. No estaba en los planes que nos fuera bien, como tampoco el de producirlo nosotras mismas y formar una cooperativa, lo que nos da mayor independencia para montarlo donde queremos. Es una pieza de Gonzalo Demaría que un día de 2015 me dijo: «Tomá, leelo, escribí algo pensando en vos».
–¿Aceptaste hacer la segunda temporada de El Tigre Verón?
–No acepté porque todavía no me llamaron. Me enteré de que se confirmó que volverá este año, pero no sé si estaré. Por otra parte, creo que se ha vuelto un programa más varonil, con mucha pelea y tiros, se parece a una de cowboys, como El marginal.
–¿Habrá alguna otra propuesta de tele?
–No, si no sale lo de El Tigre Verón y no me llaman para algún unitario o alguna participación, me quedo con Después de nosotros, que la venimos haciendo de miércoles a domingo. Además Tarascones siempre está latente, al igual que La madre del desierto. Y en febrero vuelvo con Turba, donde debuté hace unos meses como directora teatral.
–¿Con qué directora te encontraste?
–No me doy cuenta todavía, pero creo que con una natural, que fluía, que no me decepcionó. Y para mí es todo un logro. Yo siempre fui una actriz con una mirada abarcativa, siempre tuve alguito de directora, no me quedo solo con mi personaje. Entonces hacer este trabajo no me resultó cuesta arriba. Debe haber ayudado que es una obra pequeña, un unipersonal a partir de un texto de la protagonista, Iride Mockert, que habla de la trata de personas.
–¿Dudaste antes de aceptar la propuesta para dirigirla?
–No, de hecho la acepté sin haber leído el material. Pero conozco la seriedad y el compromiso de Iride y me dejé llevar, confié. Y cuando leí el material, sentí como que me estaba interpelando: es un tema complicado, espinoso. Como dije antes, me atrae lo difícil, me escapo de lo previsible.
–¿Qué te atrajo puntualmente?
–El no saber qué hacer. Cuando leí el material, la llamé a Iride y le dije lo más pancha: «¿Qué carajo vamos a hacer con esto?». Ese no saber, ese temor al vacío, es un gran estímulo para mí.
–¿Te sorprendiste por alguna decisión que hayas tomado?
–Saberme anticipar a las cosas, algo que nunca tuve que hacer como actriz y que mi flamante rol de directora sí me pedía. Me refiero a tener una visión de lo que vendrá: pensar de antemano fue un gran aprendizaje y una mejor experiencia.
–¿Tenés ganas de reincidir como directora?
–Sí, muchas ganas. Necesitaba tener mi bautismo en la dirección, siento que ahora incursionaré más seguido. Lo vengo meditando hace tiempo: es un buen lugar para mí.

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