El escritor construyó una obra personal que, entre las referencias eruditas y la sabiduría barrial, atraviesa la poesía, la narrativa, el periodismo, el cine y el teatro. La incursión en la literatura como una experiencia colectiva. Su mirada sobre el impacto del macrismo en la cultura argentina.
12 de diciembre de 2019
Entre los libros publicados este año, Últimos poemas en Prozac trajo la novedad del regreso de Fabián Casas a la poesía, el género en el cual asomó en la escena literaria de los años 90 como uno de los escritores más importantes de su generación. A partir de Tuca (1990), rápidamente convertido en un clásico, Casas construyó una obra que atraviesa también la narrativa, el periodismo, el cine y el teatro, con un público propio que excede en mucho al circuito restringido de los lectores especializados.
En Horla City y otros (2010) reunió su obra poética. En los relatos de Los Lemmings y otros (2005) reelaboró sus años de adolescencia y juventud en Boedo, el barrio donde nació en 1965, y en la novela Titanes del coco (2015) su experiencia en el periodismo. Formó parte de la mítica revista de poesía 18 whiskys y actualmente coordina talleres de escritura, participa en el programa Radio Duca Jazz, escribe una columna en el diario Perfil y se desempeña como guionista de cine y televisión, un oficio que comenzó con el film Jauja (Lisandro Alonso, 2014). Casas insiste en que un escritor debe trabajar contra su propia habilidad, en la incertidumbre y el riesgo, y sus textos son una continua puesta a prueba de esa idea.
–En un poema de tu último libro decís que «una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir». ¿Es tu forma de pensar la relación entre literatura y vida?
–Esa idea salió cuando empecé a dar clases. Lo primero que me di cuenta fue que nadie te puede enseñar a escribir. Lo que se puede generar en los grupos de escritura son ciertas condiciones para que las personas se emancipen, si tenemos suerte. De hecho, mucha gente que viene a mis grupos de escritura no sale escribiendo, hace otra cosa después. A veces pasa que algunos vienen con la idea de escribir narrativa y empiezan a escribir poesía, o ponen librerías, se van del país, tenían un consultorio de psicoanálisis y lo dejaron.
–¿De qué hay que emanciparse para escribir literatura?
–Cada vez estoy más convencido de que la genialidad no recae en una persona sino que está latente en todas las personas, que hay una igualdad de las inteligencias. Lo que tratás de buscar en el taller es eso, que las personas no dependan del coordinador, que puedan irse a otro lado y hacer otras cosas: trabajar contra ciertos mandatos sociales, familiares, liberarte de esas cosas, aunque no es un taller de autoayuda. La literatura es algo colectivo y no individual, yo siempre me sentí acompañado por la gente contemporánea mía, más grandes, más chicos, y también por los que están muertos. En un libro que tiene un título que parece de autoayuda, Para qué querés ser feliz si podés ser normal, pero que es una autobiografía muy potente, Jeanette Winterson habla de la poesía como un lenguaje duro para una vida dura. En el libro cuenta que la mamá la mandaba a buscar novelas policiales a la biblioteca y se confunde, saca Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, lo lee y para ella es central, porque a partir de la poesía encuentra un lugar en el mundo, donde emanciparse, defenderse.
–En tu caso, ¿qué encontrás en la poesía?
–La cosa esencial del mundo para mí son los vínculos de amistad. La vida no es ni buena ni mala: es. Pero la estructura social sobre la vida es un infierno. Tenés que trabajar con el sistema todos los días y a veces no estás preparado. En la poesía lo que encontré fue un extrañamiento del mundo. Al contrario de las religiones, que intentan encontrar la explicación de todo aquello en lo que creen, y entonces el mundo parece un lugar claro y sin misterio, en la poesía el mundo se vuelve un lugar complejo, peligroso. No tiene que ver con la poesía libresca, sino con lo que te puede pasar en cualquier situación. La primera estructura de un taller de escritura es la mesa familiar, donde hay un montón de personas que se reúnen y traen narraciones que se entrecruzan. Desde que me empezó a interesar, la poesía planteaba un estado de extranjeridad constante que está bueno para vivir porque si no no ves las cosas, estás agobiado, y la poesía trabaja en contra de la alienación. Y después está el entorno de amigos que tengo. Para mí fueron salvadores en los momentos muy malos, de desesperación, como el momento en que escribí Últimos poemas en Prozac. Los que me ayudaron fueron los amigos, de todo tipo, constantemente.
–Un poema de tu último libro dice que «la familia es una patología que te acompaña toda la vida» y según otro, de un libro anterior, «todo lo que se pudre forma una familia». ¿Los amigos son un mundo aparte?
–No, los amigos son una familia que elegís. De hecho, los domingos nos vemos siempre en la casa de mi papá, no estamos solamente el núcleo del árbol genealógico de sangre sino que también está el árbol genial-lógico que forman los amigos y amigas. Mi papá cumplió 91 años en octubre y sigue siendo un personaje difícil de marcar. Los domingos hacemos reuniones donde vienen amigos de todo tipo, del barrio, de la literatura, del rock. Una familia es todo, pero la idea que está reflejada en los poemas es que una familia es algo sin lo cual no podrías sobrevivir, pero después te intenta matar, entonces tenés que encontrar un distanciamiento brechtiano, porque si no te demuele.
–En la película La vida que te agenciaste contás que al participar en la revista 18 whiskys empezaste a pensar en la literatura como un hecho colectivo.
–Sí, los 18 whiskys fueron los primeros con los que me junté, yo había salido de la facultad y había estudiado Filosofía. Tuvimos la bendición de que no escribíamos igual, porque si no se forman guetos. Para mí fueron años de formación, y también con el Diario de Poesía. No solamente los leía sino que tenía amigos. D. G. Helder fue una persona central en mi vida, yo me había ido de la casa de mi papá y paraba mucho en lo de Helder. Para mí fue un aprendizaje terrible porque Helder era una máquina de pensar. A veces también hay que soltar un poco, aceptar que vas a escribir con errores, no preocuparte mucho por cómo cortar un verso. En ese momento fue central no solamente tener una persona que te explicaba sino la amistad.
–¿Estás mucho tiempo con un poema?
–Es variable. Cuando me pegó el Prozac estuve tres o cuatro días en los que escribí 30, 35 maquetas de poemas. Estaba solo, triste, en un momento tuve como una expansión y después los trabajé, me di cuenta de que tenía un libro. Es un libro muy prosaico, en el sentido de la prosa y del Prozac. Y no estaba tan jugado a preocuparme como en otros momentos por cómo cortar un verso, si había reiteraciones, incluso si en algún momento hay una sobreexplicación del poema. Es muy desprolijo, me gustaba eso. Tengo dos grupos de WhatsApp, uno el de mi papá y mis hermanos y otro con amigos. Cuando se me ocurrían cosas las escribía en el grupo de mis amigos, se los mandaba, ellos me decían qué opinaban. Muchos poemas salieron de esa especie de libretita virtual.
–¿Titanes del coco fue una manera de cerrar tu etapa como periodista?
–Es el único libro con el que tengo una relación viva. Me interpela mucho porque me parece que no lo terminé, no tiene un final. Me gusta por el riesgo que tiene con respecto a mí y porque el libro es como una serie de cajas que no se terminan de ensamblar, tiene cosas que debería seguir escribiendo
–Si bien no se publicó hace mucho, es notable cómo anticipa ideas actuales en las empresas, por ejemplo el periodismo sin periodistas que pregona uno de los personajes, Ricardo Robins.
–Sí, pero el que lo anticipaba era Ricardo Robins, un tipo que hoy firma una columna en Clarín. A lo largo de la vida te encontrás con seres luminosos y seres oscuros y a veces están en la misma persona. Robins fue una persona en algunos sentidos muy buena para mí, yo le tenía afecto, pero al final de mi temporada en Clarín me di cuenta de que eso a él no le importaba, era una máquina perfecta. Sin embargo, tengo cierta admiración por él, no lo puedo negar. A la vez me parece una persona que va a destruir todo, una especie de jinete del apocalipsis.
–¿Qué admirás en ese personaje?
–Cuando doy cursos sobre escritores les digo a los alumnos que no se preocupen por el contenido de los textos sino por la operación mental. ¿Y qué es la operación mental? Cuando Jackson Pollock descubre que no sabe pintar la forma humana, en vez de frustrarse saca el cuadro, deja de ser un pintor de caballete, lo pone en el piso y empieza a pintar con dripping. Si tomás de Pollock la retórica te quedás con la idea de la pintura con dripping, pero la operación mental fue sacar el cuadro y ponerlo en el piso. De Juan José Saer no tenés que tomar tampoco la idea de escribir con muchas comas, y detener las balas como Matrix: la operación mental de Saer es trabajar en contra del mercado y del capitalismo, hacer implosionar los géneros. Entonces yo podría sacar la operación mental de cosas que hacía Ricardo y utilizarla para otras cosas con más corazón, con solidaridad hacia los demás y no solamente para el capitalismo. Cuando empecé en el periodismo pensé que era la profesión ideal para mí porque podía ganarme la vida escribiendo, que era lo que más o menos había aprendido, y también tenía una idea sobre las redacciones como un lugar increíble, con escritores malditos. Hay momentos en que eso aparece pero básicamente el periodismo es una máquina de picar carne, sobre todo el que me tocó a mí. Lo único en que pensaba era en cómo escapar de ese lugar.
–¿Cómo funcionó el periodismo en tu forma de escritura?
–Me dio cierta velocidad, una forma de ordenar los materiales, de pensar. Después uno tiene que trabajar en contra de eso, porque el periodismo está en estado de respuesta y para mí la poesía y lo que intento buscar están en estado de pregunta. Pero me sirvió, como le sirvió a Joaquín Giannuzzi. La estructura de los poemas de Giannuzzi le debe bastante al periodismo, poemas claros que pueden ser complejos, con metáforas extrañas dentro de la poesía argentina y una forma de adjetivar emancipadora, porque produjo una modificación. Hay una estructura donde el poema te cuenta una historia y tiene un remate final, y eso Giannuzzi lo saca del periodismo.
–Cuando Macri asumió la presidencia escribiste una columna sobre Pablo Avelluto que recordaba su currículum en el periodismo y advertía que no se podía esperar nada bueno. Fue todo un diagnóstico.
–Para mi sorpresa esa columna tuvo muchísima repercusión. Conocía a Avelluto desde mucho antes, me parece que es una de esas personas que deberían estar en un lugar de reeducación para convertirse en una buena persona, porque todo lo que hace es malo, como Patricia Bullrich; desgraciadamente son personas tóxicas.
–¿Cómo impactó el macrismo en la cultura argentina?
–Creo que las situaciones de crisis producen buenos escritores. Me pasó conocer a poetas mexicanos, sobre todo, que vivían subvencionados con becas y tenían una escritura muy débil. Incluso te diría que ser un traidor a la patria no en términos financieros sino desde el punto de vista intelectual, espiritual, te hace escribir bien. Pienso en Ezra Pound, condenado por traición a la patria e internado en una cárcel y después en un asilo, que escribe los Cantos pisanos, que son por momentos ininteligibles, como cuando escuchás a un loco. Pero los locos tienen cosas delirantes y también geniales y en los Cantos está eso, hay irrupciones increíbles en el discurso de una persona saturada de erudición.