Con un intenso presente que la tiene como protagonista en teatro, cine y televisión, la actriz cuenta por qué decidió bajarse de la campaña publicitaria que la llevó a la fama. Sus primeros pasos en el oficio, su mirada sobre el feminismo y los nuevos vientos que soplan en la política.
13 de noviembre de 2019
Pocos días después del contundente resultado de las últimas PASO, Paola Barrientos levantó polvareda con una confesión en torno a un tema del que se había negado a hablar durante mucho tiempo. La hizo en el programa radial Siempre es hoy, conducido por Daniel Tognetti en Somos Radio, y rápidamente circuló por otros medios y las redes sociales. La actriz reveló que tomó la decisión de dejar de participar en una famosa publicidad del Banco Galicia que protagonizó durante años junto a Gonzalo Suárez por una razón muy específica: «Me bajé por los créditos UVA», dijo terminante.
La declaración impactó porque Barrientos, igual que en su momento ocurriera con Susana Giménez y Hugo Arana, se hizo más conocida para el público masivo por una publicidad televisiva. Y porque reafirmó su postura ideológica en un momento de plena efervescencia política en el país. «Hay ciertos momentos en los que no hay lugar para la tibieza», sostiene Barrientos en diálogo con Acción. «Se impone definirse con claridad. La no definición siempre nos juega en contra a todos. En estos últimos años rechacé más de un trabajo donde sabía que no me iba a sentir cómoda. El de esta publicidad es un caso».
Punto final, dilema aclarado, la vida y la profesión continúan. Y Barrientos también tiene mucho para contar al respecto. Para empezar, este año encabezó una nueva temporada de Tarascones, la desopilante obra teatral escrita por Gonzalo Demaría y dirigida por Ciro Zorzoli. Junto con Susana Pampín, Marcela Guerty y Alejandra Flechner, compone a un cuarteto de señoras bienudas cuya rutina –el té con masas y las partidas de canasta– se ve interrumpida abruptamente por un suceso inesperado que hace explotar la comedia. El éxito de Tarascones arrancó en 2016 en el Teatro Cervantes, giró por todo el país y finalmente recaló en El Picadero.
Por otra parte, será una de las protagonistas de Volver a empezar, tira producida por Underground que debutará en Telefe en los próximos meses. Estará en el reparto del nuevo film de Sebastián Schindel (El patrón: radiografía de un crimen, El hijo). Y este año estrenó La afinadora de árboles, una buena película de Natalia Smirnoff en la que se hizo cargo del rol principal. «El personaje que interpreto ahí es Clara, una ilustradora y autora de cuentos infantiles que llegó a un lugar de reconocimiento en su profesión, que tiene una buena familia y parece estar en un momento de plenitud de su vida», explica. «Sin embargo, un día se da cuenta de que hay algo que no anda, no cierra. Entonces decide emprender un viaje muy íntimo, se va a vivir al lugar donde se crió, se reencuentra con personajes de su propia infancia y empieza a colaborar en el comedor de un viejo amigo que ahora es sacerdote. Y ahí puede vehiculizar sus necesidades y sus deseos, eso que evidentemente no estaba logrando del todo. La historia tiene un componente político vinculado con la diferencia entre la realización individual y la experiencia colectiva. Esa necesidad de encontrarse con los otros la conmueve, la revitaliza».
–Cine, televisión, teatro. ¿Dónde te sentís más cómoda?
–Mi ecosistema natural es el teatro. Es el lugar donde me crié. La televisión es un lugar para ir de visita. Yo aprendí a disfrutarla, pero casi siempre se vuelve un poco quemante, sobre todo cuando es una tira. Se suele arrancar con una buena idea, tiempo para filmar y unas condiciones de producción que de a poco empiezan a cambiar para peor. Te sirve para mover más gente en el caso de que estés haciendo una obra de teatro, claro. Y el cine está bárbaro, pero hoy no escapa a estos condicionantes que impone la crisis. Una película que hasta no hace mucho se rodaba en seis semanas, ahora se hace en tres. Por eso me da un poco de bronca cuando se ponen exigentes y comparan con producciones mucho más grandes que se hacen en otros países, donde hay más presupuesto, más días de filmación, otro contexto. Pero me siento bien en los tres lugares; en mi caso, son caminos que se cruzan.
–¿Ser protagonista es siempre una ventaja?
–No. Depende de la circunstancia. Hay trabajos más chiquitos que son más jugosos que un protagónico. En la televisión, concretamente, me resultó más interesante lo que pude hacer sin ser protagonista que cuando sí lo fui. Si sos protagonista de una tira hay ciertos parámetros o exigencias que se imponen. Se pueden hacer ciertas cosas y otras no. Hay que cuidarse en relación con qué cosas puede hacer o decir un protagonista en la tele, porque hay cierta moralidad, ciertos escrúpulos que te marcan un camino. Por lo general, los roles secundarios tienen más libertades, más chances de probar cosas, de delirar un poco.
–Hay ciertas exigencias con la imagen también, como lo demuestra la fiebre de cirugías estéticas en Hollywood e incluso en la televisión argentina.
–Hay cánones, por supuesto. Pero somos los que no entramos en esos cánones los que justamente podemos poner freno a esos condicionamientos. Hay muchos otros condicionamientos para ocupar determinados lugares, ir removiéndolos es responsabilidad nuestra. Ojo, yo digo esto y a veces me miro al espejo y empiezo: «Uy, mirá la marca que tengo en la cara». La vanidad personal y la exigencia del medio van de la mano, te pueden empujar a estar muy pendiente de todo eso. Y es algo que trasciende a la televisión y el cine, es algo social.
–¿Cuándo fue la primera vez que pensaste seriamente en dedicarte a la actuación?
–Yo empecé con la danza desde muy chiquita, pero porque se lo pedí a mi mamá, no porque me hayan mandado. Viste que suele pasar que al nene lo mandan a fútbol y a la nena a danza. Bueno, en mi caso fue completamente voluntario: me encantaba. Volvía de la clase y me agarraba de una silla y seguía practicando. Me daba mucho gusto y sentía un compromiso fuerte con la danza. Y muy pronto me conseguí un lugar para practicar todos los días. Cuando cumplí los 15 empecé a ir a clases de teatro. Me enteré por un conocido de la familia, les comenté a mis viejos y me mandé. Y la verdad es que se me abrió un mundo. Yo era de las chicas más apocadas de la clase. Después entré en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD), pero en un segundo intento. En el primero me bocharon. Quise estudiar Artes Combinadas, pero no pude dar bien el examen de Economía del CBC y dejé.
–¿En tu entorno familiar solo te dejaban elegir o también te alentaban con la idea del teatro?
–No había un estímulo especial con el teatro, pero alcanzaba con las ganas que tenía yo. Además, crecí en San Fernando, donde también vivo ahora, dentro de una familia que tuvo que esforzarse mucho para conseguir cosas. Mi viejo hizo el secundario de adulto, porque cuando terminó la primaria tuvo que empezar a laburar cargando camiones de cemento. Y se recibió de médico estando casado y con tres hijos, viviendo en casa de mis abuelos. Fue un camino difícil, y él no reniega de eso, al contrario, se siente orgulloso. Mi vieja también se recibió de psicóloga cuando sus tres hijos ya habíamos nacido. A ellos les costó acceder a la universidad, pero dejaron un camino bastante allanado para nosotros. Yo terminé la secundaria, quise ir a la EMAD y pude.
–¿Quién fue clave en tu etapa de formación?
–Marta Serrano, que a la vez fue maestra de Ciro Zorzoli, un director con el que me gusta muchísimo trabajar por lo que se aprende con él. Esas dos miradas sobre cómo entrarle a la actuación, por dónde, fueron muy importantes para mí. Este año hice con Ciro una obra para el ciclo Invocaciones, que propone montar piezas inspiradas en grandes figuras de la historia del teatro, y me fue muy útil para profundizar en Stanislavsky. Nos dimos cuenta de todo lo que había de Stanislavsky en Marta Serrano, de hecho. Fue como cerrar un círculo.
–Volviendo al presente, ¿pegó fuerte la crisis económica en tu actividad?
–Claro que pegó. Es una situación crítica. Sebastián Blutrach, un productor importante, me comentó hace poco que con la misma cantidad de obras en cartel que hace tres o cuatro años, la cantidad de público es un 40% menor. Tenés tres o cuatro que andan muy bien, eso sí. Y después una media de muchas otras que nos tenemos que repartir la misma masa de gente. Es como la repartija de la riqueza en la Argentina: mucho en pocas manos, y el resto que se arregle. Hay menos ficción en la televisión y películas filmadas en peores condiciones que antes, también. Pero no es algo exclusivo de mi profesión. Todos los trabajos se precarizaron en la Argentina de estos últimos años.
–¿Cuándo empezaste a interesarte en la política?
–«Es la pesada herencia, ¡fueron estos K!». Y creo que eso es lo que no se nos perdona a muchos: haber comprendido la política. Yo voté a De la Rúa y después fui a cacerolear contra él sin ninguna clase de comprensión de lo que estaba pasando, de por qué lo había votado y por qué lo estaba echando, por ejemplo. Antes de eso, me había acercado a Abuelas de Plaza de Mayo gracias a Teatro por la Identidad. Me interesé mucho por el trabajo de ellas, me involucré en el tema de los derechos humanos, me informé. Y después llegó Néstor, a quien por supuesto no voté porque «era lo mismo que Duhalde»… Yo también tengo mi prontuario, eh.
–Pero después te redimiste.
–Lo intento. Estuve en las manifestaciones contra el FMI y el 2×1, levantando la voz contra los despidos y la detención y el encarcelamiento de Milagro Sala y Amado Boudou. Somos muchos los que sospechamos que estas causas judiciales estuvieron armadas. Ahora sabemos que lo que viene va a ser durísimo, pero también que estamos por sacar la cabeza de abajo del agua, que podemos empezar a respirar un poquito. Yo diría que las medidas para paliar la crisis que tomó Macri son risueñas, si no fueran trágicas. Hay que trabajar mucho para generar conciencia política en la sociedad y evitar que esto vuelva a pasar. No se trata de Macri versus Cristina, se trata de dos proyectos de país muy diferentes.