31 de octubre de 2019
Autónomo, omnipresente, dotado de necesidades y deseos, susceptible de ser entrenado y perfeccionado, el cerebro se ha convertido en un nuevo lugar común. Conceptos provenientes de las neurociencias invaden ámbitos cada vez más extensos de la vida social y son repetidos en mesas de café, pero también en discursos políticos, sin que se termine de entender del todo de qué se está hablando.
La apropiación política de las neurociencias tuvo en nuestro país su punto de arranque institucional en 2016, con la creación, en la provincia de Buenos Aires, de una «unidad de Coordinación para el desarrollo del capital mental». En el campo educativo, fundaciones dedicadas a la investigación en neurociencias contribuyen a la construcción de una nueva agenda de formación docente, como señala la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA). Se trata, según Sonia Alesso, secretaria general de esa entidad, de una «pedagogía neoconservadora que naturaliza las condiciones de desigualdad».
Que haya sido un documento del Banco Mundial el antecedente del interés de sectores del oficialismo en las neurociencias no constituye un dato menor. En efecto, en 2014, bajo el título de «Mente, sociedad y conducta», el organismo anunciaba que había llegado «el momento de rediseñar las políticas de desarrollo a partir de una consideración minuciosa de los factores humanos». «El modelo mental a través del cual los pobres se ven a sí mismos», aseguraba el documento, puede debilitar la capacidad de estos mismos pobres para «imaginar una vida mejor». Las neurociencias le ofrecían una nueva retórica y cierto aire de novedad a la histórica función del organismo de impulsar políticas y discursos neoliberales. En este caso, a través de la remisión de las causas de la pobreza y el subdesarrollo desde lo social hacia lo individual, de la estructura económica a «esquemas mentales erróneos».
La biología –o su caricatura– acude así en ayuda de funcionarios, gobiernos y organismos internacionales para legitimar un orden injusto. Y no por primera vez. Discursos pretendidamente científicos han sido utilizados en numerosas oportunidades para convalidar la subordinación, dominación o explotación de determinados grupos humanos. Sin ir más lejos, en nuestro país, hace apenas 70 años, argumentos sobre el peso del cerebro de las mujeres fueron esgrimidos en el Senado contra la sanción de la ley de sufragio femenino.
A lo largo de la historia, negros, mujeres, esclavos y aborígenes fueron «condenados a una inferioridad biológica inalterable por parte de la biología evolutiva decimonónica», como observa el historiador Juan Manuel Sánchez Arteaga. En un ejemplo más reciente de esta forma pseudocientífica del racismo, el biólogo James Watson, ganador de un premio Nobel en 1962 por el descubrimiento del ADN, fue despojado de sus títulos honorarios tras afirmar que los blancos son genéticamente más inteligentes que los negros. Menos brutales pero igualmente reaccionarias, las teorías que hoy han vuelto a circular sobre las diferencias entre el cerebro masculino y el femenino tienden a presentar como naturales a las desigualdades de género. Los varones, informan periodistas y divulgadores científicos, suelen elegir parejas más jóvenes porque están biológicamente compelidos a fecundar hembras fértiles. Las mujeres, en cambio, se inclinarían por compañeros maduros y solventes porque desde un punto de vista evolutivo necesitan condiciones de seguridad para criar a su prole. Dado que en tiempos remotos los hombres cazaban y las mujeres cuidaban a los niños, las áreas del cerebro, según explica un reconocido neurocientífico, pueden haber sido moduladas para que cada sexo pueda llevar a cabo su trabajo.
Tras un breve rodeo, estos discursos vuelven a enviar a las mujeres a la reclusión en un ámbito doméstico al que, aseguran, su propio cerebro las ha predestinado. Ese parece ser el silencioso llamamiento que puede adivinarse tras algunas versiones de las teorías neurocientíficas: que cada uno –pobres, mujeres, excluidos, desposeídos en general– conserve el lugar que le tocó en suerte, porque así lo ordenan las leyes inapelables de la biología.
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