A partir de su original enfoque, la escritora y traductora analiza la discrepancia entre lenguaje y realidad, postula a la infancia como norte creativo y cuestiona la perspectiva machista del canon literario. Las razones de su idilio con Nueva York y de su admiración por Alejandra Pizarnik.
31 de octubre de 2019
María Negroni nació en Rosario, en 1951, pero se crió en Mendoza y más tarde se mudó a Buenos Aires. Después de publicar su primer libro de poesía se radicó en Nueva York, donde vivió 25 años para finalmente regresar al país. Su intensa actividad en la escritura, la traducción y la enseñanza académica la consolidó como una referencia en la poesía de lengua española. La literatura en relación con el resto de las artes es un motivo constante en su producción, y el punto de partida de textos que con frecuencia pueden leerse simultáneamente como pequeños ensayos, entradas de un diario o fragmentos de prosa poética.
Entre sus libros se destacan Islandia (poemas, 1994), Museo negro. Ensayos críticos sobre la imaginación gótica (1999), Galería fantástica (Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, 2009), Pequeño mundo ilustrado (ensayo, 2011) y Exilium (poemas, 2016). En la trilogía compuesta por Elegía Joseph Cornell, Archivo Dickinson y Objeto Satie propuso una exploración en torno al universo de creadores excéntricos a los que considera emblemáticos de la figura del artista. Desde 2013 dirige la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
–La poesía ocupa un lugar central en tu actividad. ¿Cómo la entendés en su condición de escritura?
–La poesía es una cuestión de lenguaje, casi puramente. De todos los géneros literarios, es en la poesía donde existe una mayor conciencia de la discrepancia entre lenguaje y realidad. No hay representación del mundo. En la poesía se establece una manera de mirar sesgada, porque no hay una confianza absoluta en lo que puede decir. Siempre es torpe nuestra manera de decir, siempre es parcial. Uno parte de esa insuficiencia, y desde ahí se va acercando, a tientas, a lo que nos rodea a todos, tratando de entender. Las preguntas que todos compartimos no son muchas, se pueden contar con los dedos de una mano: qué estamos haciendo en el mundo, qué es la existencia, qué es el tiempo, qué es la muerte, qué es el amor. Esas preguntas básicas, y la relación con el lenguaje, hacen que en primer lugar perdamos el interés en lo anecdótico, en lo más superficial. La poesía no busca decir nada, no quiere decir nada, lo único que quiere hacer es mostrarse a sí misma, mostrar ese fracaso casi endémico que tiene la palabra para asir la realidad.
–¿Cómo se asocia ese desinterés por las grandes afirmaciones con las preguntas sobre la existencia?
–Pienso en preguntas, no en respuestas. Las respuestas no interesan, no sé si existen. Se puede mejorar la calidad de las preguntas. No es que uno esté buscando respuestas, puede tratar de formular mejor las preguntas para entender un poco más. A veces hay momentos de epifanía, de revelación, son instantes en los que de pronto uno capta algo, lo intuye, pero dura muy poquito, es una especie de luz que se enciende y se desvanece. Al día siguiente volvemos al ruido que nos rodea y a las cosas supuestamente importantes que pasan en el mundo y nos olvidamos de ese contacto, pero en algún lugar deja una marca, quiero creer. Esa marca hace que uno pueda, con tiempo y con perseverancia, tener un poco más de sabiduría, que no es conocimiento ni tampoco erudición. Es otro tipo de sabiduría, una sabiduría que tiene que ver con la suma de pequeñas comprensiones precarias. La poesía no se puede atrapar, no puede transformarse en una suma de conocimientos. Para definirla pondría una «a», la «a» de lo que falta, sería un «a-conocimiento». Estoy inventando, porque esa palabra no existe. Por eso digo que es una epistemología del no saber: el arte de saber que no se sabe. La poesía es díscola, siempre te estás corriendo de lugar, estás planteando un punto de vista insubordinado, porque no está repitiendo el conocimiento convencional. Las respuestas convencionales no le alcanzan a la poesía, son una contradicción en los términos.
–Archivo Dickinson surgió a partir del hallazgo de una especie de diccionario personal de Emily Dickinson. ¿Cuáles son las palabras que podrían definirte?
–En Buenos Aires tour, un libro que hice con el artista Jorge Macchi, tengo listadas mis palabras. Lo que hice fue pensar 20 palabras que fueran importantes para mí, e hice un diccionario bilingüe. Empezaba con against, «contra». Después estaban juguete, miniatura, madre, dedal, arrorró, ciudad, entre otras. Las palabras más importantes, para mí, tienen que ver con lo que me fascina. Los juguetes, las colecciones, los museos, por ejemplo. La idea de clasificar y ordenar el mundo me parece extraordinaria. Me gusta también lo que viene de la infancia. Uno madura hacia la infancia, no se aleja, va hacia la infancia. Por suerte, ¿no? Parecería, en general, que el objetivo del niño es transformarse en un adulto. Ser adulto es haber perdido la magia, la inocencia, la ingenuidad, todo eso que está tan vivo en los chicos. Sin embargo, muchos adultos mantienen vivo al niño en su interior. El artista Paul Klee, por ejemplo, hacia el final de su vida terminó pintando monigotes, al estilo de los que dibujan los chicos, en tamaño grande.
–A mediados de los años 80, cuando te radicaste en Nueva York, comenzaste a traducir a poetas mujeres de lengua inglesa que editarías en el libro La pasión del exilio. ¿Ese título tiene que ver con tu experiencia personal, el hecho de haber vivido tanto tiempo fuera del país?
–Por definición un artista es un extraterritorial, alguien que busca desmarcarse. Lo que hace a un artista es la singularidad, y la singularidad no se da en la pertenencia a grupos o a círculos sino en soledad. Hay que huir de todo ese ruido para encontrar una voz. Me vino muy bien la posibilidad de irme afuera, después de pasar la época espantosa de la dictadura, y sobre todo la posibilidad de ir a Nueva York, en ese momento una ciudad muy rica en contradicciones, una ciudad peligrosa, llena de contrastes, donde la riqueza más absoluta colindaba con la pobreza más miserable. Lo que más me gustaba era ver cómo la sociedad iba más rápido que el arte. Podías ver algo extraordinario en el teatro o el cine, pero salías a la calle y lo que veías iba más rápido, ahí estaba la vanguardia del arte. A mí me cambió esa ciudad, estuve enamoradísima. No quería volver, estuve 20 años y al final tuve un interregno en Buenos Aires en los 90, con el circo y la chatura del menemismo. En 1999 me volví a ir y volví hace cuatro años. El primer regreso no fue fácil y tampoco satisfactorio, aunque escribí cosas. La escritura, por suerte, no me abandonó. En Nueva York, sí, comencé a traducir. Yo había estudiado inglés, pero era un inglés que me permitía comunicarme, que no es lo mismo que leer poesía. Cuando leía, sentía que no captaba del todo lo que se decía. En especial me interesaban las poetas mujeres del siglo XX. Empecé a traducirlas para entenderlas. La traducción es una lectura intensiva, tenés que leer de una manera más lenta, te detenés en cada palabra, ves el contexto. Después no pude parar, la traducción es una actividad hermosa y también la más generosa de las actividades literarias, porque estás poniendo tu trabajo y tu esfuerzo a favor de la obra de otra o de otro. Aprendí mucho de las poetas que traduje.
–Además tuviste importantes intervenciones críticas y editoriales con obras de Alejandra Pizarnik y Susana Thénon. ¿Cómo ves la preocupación actual por la literatura que escriben las mujeres?
–Lo de Pizarnik fue un texto pensado como crítica literaria, porque era casi una obligación para hacer un doctorado en Estados Unidos. Después transformé esas tesis sobre los textos malditos de Pizarnik en un libro, El testigo lúcido, donde dejé de lado casi todo lo académico. Lo de Susana Thénon es el resultado de una amistad. La conocí antes de irme de Buenos Aires, en los años 80. Cada vez que venía la iba a visitar, a ella y a Ana María Barrenechea, que fue su maestra y que también me había tomado un poco bajo su ala. En uno de esos viajes, en 1991, a Thénon le descubren un tumor en la cabeza. La operan y la mandan a la casa con la idea de que ya no tiene solución. Una tarde la vamos a visitar con Ana, ella vivía con su madre, que era muy vieja, y también muy antipática y un poco siniestra, en una casa muy oscura, con fundas en los muebles. Ella, Thénon, señala un placard y nos dice que en unas bolsas están sus poemas inéditos, que los llevemos. Pasaron unos años hasta que nos decidimos a publicar ese material, en 2001. Ella nos dejó un legado, desde el momento que nos dijo «llévenselos» los quería preservar.
–¿Por qué, como afirmás en El testigo lúcido, escritoras como Pizarnik y Thénon ocuparon hasta hace poco un lugar marginal en la literatura argentina?
–En la Argentina, o al menos en la Universidad de Buenos Aires, se ha instalado una especie de canon heterodoxo. Lo que estaba fuera de margen ahora es el pleno canon. Si preguntaras cuáles son los autores del canon literario actual, aparecerían Fogwill, Osvaldo Lamborghini, quizás Héctor Libertella, César Aira. No hay mujeres en ese canon. Ni siquiera Pizarnik; sigue marginada. Por qué, es un misterio que me excede. Es una obviedad, pero hay una fuertísima invisibilización de lo que hacen las mujeres todavía hoy. No creo que las mujeres escriban una literatura diferente por ser mujeres, porque la escritura que practican hombres y mujeres es, en el fondo, femenina. Son categorías culturales, pero los hombres, para escribir, tienen que estar en contacto con lo que siempre se le ha atribuido a lo femenino: el deseo, el cuerpo, la noche, la muerte. Sí hay diferencias en la recepción, y me tocó en mi propia vida de escritora. Eso ha ido cambiando, pero también hay un riesgo muy grande. Ahora Thénon está reivindicada como una poeta que va en la misma dirección que el movimiento de las mujeres, por el poema «Por qué grita esa mujer». Ahí tengo cierta cautela, porque siento que son movidas de marketing, de repente construyen una figura que está forzada. Susana Thénon escribió Ova completa, donde está «Por qué grita esa mujer», pero también Distancias, un libro absolutamente genial. Y sería injusto leerla solamente por el aspecto circunstancial.
–Negroni es tu apellido materno. ¿Por qué lo adoptaste?
–Como muchos argentinos, vengo de España y de Italia. Del lado de mi padre, son españoles y del lado de mi madre, italianos. Mi padre, un hombre extraordinario, muy astuto, con una relación fluida y armónica con el mundo, era abogado. Le gustaba pasarla bien, pero no tenía ninguna relación con el arte, no leía, no apreciaba la música. Mi madre, sí. Mi abuelo Negroni, Luigi, era traductor y había estudiado ingeniería en Alemania. Hacía traducciones de poesía del alemán y del francés al italiano, yo tengo sus cuadernos. Por eso lo mandaron a la Argentina, era de una familia que tenía una empresa de instrumentos para piezas mecánicas y como lo juzgaban inservible, porque se dedicaba a la poesía, lo mandaron a Buenos Aires, a la sucursal de la Casa Negroni hermanos. Así vino, conoció a mi abuela y se casó. Mi madre recibió todo eso, los libros y el arte vienen de su lado. Cuando empecé a escribir, dije bueno, voy a rendirle un tributo.