De cerca

Lector activo

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En cuatro libros de ensayos publicados recientemente, el escritor despliega su particular mirada sobre la literatura desde los ángulos más diversos. Y ya tiene otros tantos títulos en carpeta, que verán la luz en breve. El arte de la asociación, entre el psicoanálisis, la crítica y la ficción.

La primera novela del narrador, ensayista y psicoanalista Luis Gusmán, la mítica y revolucionaria para su época El frasquito (1973), fue prohibida por la última dictadura militar. Por un tiempo circuló de forma clandestina, hasta que la democracia le devolvió el lugar de visibilidad que le correspondía. Fue un comienzo demoledor para el escritor, que desde entonces trató de no ser etiquetado por ningún sello normalizador. En ese sentido sus novelas, complejas y cargadas de una densidad encantadora, abordaron mundos marginales, incómodos e insólitos, pero siempre fueron a fondo con su propuesta estética o temática: El corazón de junio, La rueda de Virgilio, Villa, Tennesse (llevada al cine como Sotto voce), Hotel Edén y El peletero son algunas de las más reconocidas.
Vinculándose con esta vertiente de su recorrido intelectual, Gusmán también viene dando muestras de su condición de lector activo, no solo por su participación en revistas legendarias como Literal, Sitio y Conjetural. Títulos de la talla de La ficción calculada 1 y 2, Kafkas y Barthes, un sujeto incierto, lo ubican como un ensayista entrenado que interviene en el campo literario de su tiempo desde distintos frentes. Y en los últimos meses aparecieron cuatro ensayos que demuestran su inagotable capacidad de trabajo: Epitafios (17 Grises), La valija de Frankenstein (Edhasa), Esas malditas moscas (Ediciones Godot) y La literatura amotinada (Tenemos las máquinas).
–Hay algo en tu historia familiar que te marcó para ser escritor.
–Mi padre me reconoce a mí a la misma edad que lo reconocen a él, a los 4 años. Cuando yo me abro una libreta de caja de ahorros, la primera estafa infantil, dice «Luis Alberto Vázquez», es el apellido materno. Y abajo, cuando mi padre me reconoce, dice: «Léase Gusmán». ¿Qué otra cosa podría haber sido yo que escritor? No me podía dedicar a otra cosa.  
–Con 90 páginas agregadas al original, podríamos decir que la reedición de Epitafios es un libro nuevo.
–Después de encontrarme con Tumba y poder, de Olaf Rader, empecé a pensar un montón de cosas: lo que plantea el título pero también el lugar de legitimación que otorgan las tumbas, sobre todo en este país. Y la otra cuestión fue la desaparición de Julio López. Yo había escrito una novela en 2001, Ni muerto has perdido tu nombre, que es la historia de dos torturadores, Varela y Varelita, que salían a torturar juntos. Es una historia real y pienso que eso de alguna manera, toda esta temática, siempre está latente. Ahí aparece Epitafio, cuyo primer título fue El derecho a la muerte escrita, que es una figura legal que aparece en Grecia en el siglo III y era para todos los ciudadanos. Fue un libro que se agotó. Entonces Maximiliano Crespi, de la editorial 17 Grises, me propone reeditarlo, cuando ya tenía 90 páginas nuevas que reinventan la cuestión de qué había pasado con los cuerpos y la responsabilidad teológica de la Iglesia. ¿Por qué todavía se vuelve a los 70? Y… un poco porque los cadáveres están detenidos, suspendidos, en un sentido metafórico. Son páginas nuevas sobre el sepulcro, el traslado de cadáveres, sobre la detención. Y es algo que va a retornar siempre.
–Está la frase de Videla: «Mientras estén desparecidos…».       
–Sí, la analicé gramaticalmente y el «mientras» es un adverbio de modo. Pero cuando vos estudiás la gramática, descubrís que significa: cuándo, dónde, cómo, con quién. Parecía que hablaba de todo lo que había pasado con los cuerpos. Era como hacerle una interrogación a los tipos que habían actuado. Todo el «mientras» es una suspensión en el tiempo, que se vuelve eterno hasta que se resuelva. Es decir, va a seguir siendo, no cierra nunca. Me parecía que estudiar eso era lo que correspondía. Por eso también le metí los recordatorios de desparecidos que surgen en Página/12 y que es un género nuevo, un documento inédito. Es un tejido gráfico de la muerte.
–En ese sentido, ¿en los últimos años el valor de estas muertes se resignificó?
–Pero por supuesto. Y lo digo porque tengo la libertad. Con Ricardo Piglia, María Moreno, Eduardo Jozami y Daniel Link inauguramos el Centro Cultural Haroldo Conti y fui muy crítico con algunas cosas, como por ejemplo que sea un centro cultural. Incluso no estuve de acuerdo con llamar «ex» a la ESMA. No existe el «ex-Auschwitz», va a seguir siendo siempre Auschwitz. Por lo tanto siempre va a ser simplemente ESMA. Yo tampoco estaba de acuerdo con volver feriado el 24 de marzo, porque cuando pasara el momento de reflexión y memoria iba a convertirse en un feriado largo y nada más. Y hoy es nada más que eso. En cambio hacer algo más concreto, como cerrar los bancos media hora, con la bandera a media asta, por ejemplo, en el medio de la ciudad, lo sentís. Eso lleva a la apropiación de un hecho traumático de otro modo.
–Tus últimos tres libros de ensayo te muestran como un lector activo.    
–Me gusta mucho esa idea de la actividad relacionada con la lectura. Justo acabo de terminar de escribir un libro, que habla un poco de mi formación como lector. Yo ya sabía letras de tango de memoria antes de empezar a leer. Y cuando aprendí a leer sentía que ya lo sabía de antes. Escribiendo sobre esto me di cuenta de que ahora leo trabajando. No puedo leer sin escribir, está muy incorporado en mí. No hay el uno sin el otro. Ya casi no leo por placer. Pero, empezando por el tango que es un mundo, antes todo funcionaba de memoria.
–¿Cómo delimitás tus temas de estudio?
–Se imponen. Me gusta eso que dice Borges en un ensayo: «La fatalidad de la lengua humilla al pensar». Lo que me han dicho sobre estos últimos libros, que al principio me molestó pero después me gustó, fue que yo trabajo por asociación. Eso creo que lo liga al psicoanálisis. Pero, por otra parte, no es asociación: es la fatalidad de la lengua, como bien explica Borges. Cuando hago asociaciones no es por el psicoanálisis, sino porque la lengua va funcionando en mí y los elementos se van cruzando.
–Pero ingresás a los grandes temas por elementos muy laterales.
–Es que siempre me gustó entrar por la puerta de atrás a las mansiones literarias. Eso a mí me posibilitó seguir adelante. En la ficción es un problema, porque hay novelas que les gustan a unos más que a otros. Pero con los ensayos ocurren otras cosas, aparecen otros recorridos.
–Empecemos por La valija de Frankenstein.
–Creo que es un hallazgo, no porque lo escribí yo, sino porque no existía como temática y es una buena idea como metáfora de la literatura. Muchos lectores tienen sus historias con valijas: desde la de Duchamps, que me la recordó María Negroni, hasta la novela de la literatura portátil de Vila-Matas. Se podría pensar la literatura como si fuera un campo-territorio de donde a veces sacás uno y metés otro. Nadie se acuerda hoy de Alberto Girri, de Néstor Perlongher, de Juan José Saer. En Puán se acuerdan, pero en ningún lado más. Puán es el destino de todos. La literatura tiene esas temporalidades, salvo Borges y Cortázar, que permanecen más. La UBA es muy buena con ese cuerpo docente que tiene y tuvo. Más allá de eso, es muy poca la memoria que se tiene de ciertos autores.

–¿Y cómo describirías a Esas imbéciles moscas?
–Es una obra más metonímica, más de desplazamiento. Pero también encontré muchos libros sobre el tema. Está lleno de obras sobre las moscas en la literatura. Impresionante. No descubrí nada. En La valija sí encontré algo. Mi manera de trabajar funciona así, por asociación. Y lo relaciono con mi trabajo de psicoanálisis. Es que sin lengua no hay psicoanálisis. Cuando contás un sueño dos veces, ya pasa a ser otro sueño. Los dos libros se parecen, pero muestran divergencias en lo metafórico y en lo que condensan como significación de la literatura.
–La literatura amotinada habla de una parte de tu generación.
–El título al principio era La pregunta amotinada, que es una frase de Héctor Libertella. Pasa que yo ya había publicado un libro con un título parecido. El motín tiene que ver con todo lo que se manifiesta en la obra de Ricardo Piglia, Leónidas Lamborghini y Héctor Libertella. Para mí primero se manifiesta como lectura de una tradición. Creo que Piglia y Libertella leyeron a los autores anteriores de distinta manera. Lamborghini no tanto, algo tiene pero no es sistemático. Y se trata de posicionarse respecto de esa tradición y amotinarse contra eso, contra el poder. En Lamborghini es evidente con la risa y la parodia como motín frente al poder. Pasa que la literatura siempre estaría amotinándose, porque es una práctica que debería ser inestable.
–Con estos escritores de tu generación, ¿se formaron juntos?
–Sí, totalmente. Con Osvaldo Lamborghini también. Pasa que a Osvaldo no lo incluí porque no tenía una lectura sistemática. Tampoco sumé a César Aira por el mismo tema. Y yo un poco me diferencio de todos ellos porque soy un poco más huérfano. Eso no es ni mejor ni peor. En mi caso cada libro es diferente a otro, me parece. No hay una teoría coagulada, no leo desde ahí. Yo no me apropio de nada, no lo hice. Leí la tradición, pero no la llevé a mi terreno. Sí a Borges, por supuesto. Como decía Fogwill: «Borges es la aduana de la literatura argentina». Todos pasamos por ahí.
–La generación de escritores del 70 está teniendo cada vez más presencia en diversos textos que fueron saliendo en estos últimos años.
–Eso fue un invento de Piglia. Una editorial le pide a Piglia una colección de autobiografías de escritores y me pide una. Yo ahí escribo La rueda de Virgilio. El proyecto se pinchó, pero el texto lo escribí igual. Y ahí, como no tenía una vida de escritor, elegí contar mi vida a partir de las tres religiones de mi madre: espiritismo, catolicismo y evangelismo. Eso es muy anterior a todo esto. En los últimos años han salido más autobiografías de escritores. Pero más allá de eso, es una locura lo que pasa con ciertas vidas: que Borges, Arlt o Marechal no tengan una buena biografía hecha por un argentino es impensable en otras partes del mundo. Hay poco archivo en este país al respecto, no se encuentra una tradición en ese sentido.     
–Es llamativa y destacable tu capacidad de trabajo.
–Ahora va salir un ensayo, ¿Qué sueñan los detectives? Y surgió porque estaba leyendo una novela policial y el detective dice: «Anoche no soñé». Y yo digo, ¿por qué me lo contás? Después leí otras novelas donde el detective resuelve el caso durante el sueño. Es decir, tiene que trabajar de noche. Así que leí un montón de novelas policiales para ver si los detectives soñaban o no. Después sale La decisión de escribir, para la editorial Ampersad. Y también el ensayo Flechazos por Emecé, sobre los momentos de encuentros y despedidas en la literatura. Y se suma uno que estoy armando sobre si se puede pensar la recopilación como un género. O sea, leo desde ahí, desde la búsqueda, porque lo que explico en un ensayo no puedo hacerlo de forma literaria. Pasa que no quiero quedar pegado a un pasado coagulado. La memoria tiene esa cuestión.

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