Desde sus inicios en revistas emblemáticas de los 60, la escritora mantiene encendida la llama de la literatura con una vitalidad que se renueva con cada relato. En sus talleres se formaron varias generaciones de autores. Un repaso de su obra, a la luz de la publicación de sus cuentos reunidos.
25 de abril de 2019
Cuando Liliana Heker vio que su cuñado estaba pensando en deshacerse de su vieja máquina de escribir, no lo dudó. «¡Yo la quiero!», pidió. Ahora la máquina simula un rol decorativo al lado de su biblioteca, pero no se trata de otra cosa que del reposo del guerrero: fue ahí que escribió su primerísimo cuento, hace unas seis décadas.
Nacida en 1943, en Buenos Aires, con tan solo 16 años ingresó al mundo de la literatura enviando un poema a la revista El grillo de papel: uno de sus directores, el por entonces novel escritor Abelardo Castillo, la invitó a integrarse al equipo.
Su primer y premiado libro de cuentos, Los que vieron la zarza, se publicaría poco después, en 1966. «Lo que hay en los cuentos de Liliana, lo que la sacude en su silla cada vez que tiene algo para decir, es una vitalidad feroz y envidiable. La energía de los que creen en el trabajo, en la vida y en la literatura», escribió Samanta Schweblin en el prólogo a los Cuentos reunidos de su maestra.
La autora de Distancia de rescate es solo una entre los numerosos alumnos destacados del taller literario que Heker imparte desde fines de los 70, por el que pasaron plumas como las de Guillermo Martínez, Pablo Ramos, Silvia Schujer y Ricardo Mariño. En este momento, de hecho, Heker se encuentra corrigiendo un libro vinculado en parte con esa experiencia: se llamará La trastienda de la escritura.
–¿Cómo empezaste a escribir?
–Tenía disposición para las matemáticas, pero leía muchísimo desde los 6 años. No sabía que me gustaba escribir, y en segundo grado la maestra nos puso una lámina para que hiciésemos una composición: era deprimente, lo menos inspirador del mundo, ¡así y todo yo me entusiasmé tanto! Creo que a partir de ahí descubrí que me encantaba hacer composiciones. A los 9 años escribí un poema a la primavera, que no tenía nada de notable: eran simplemente las ganas de escribir. A través de la escritura podía expresar cosas que hablando no podía.
–¿Y cómo fue que ingresaste con solo 16 años al mundo de las revistas literarias?
–Yo estaba en una librería que se llamaba Galatea buscando una revista que me convenciera; todas me parecían o aburridísimas o reaccionarias. Hasta que encontré el primer número de una que se llamaba El grillo de papel. No tenía plata para comprarla, pero ahí nomás, en la librería, leí el editorial. Me interesó que se definieran como una revista de izquierda y, además, decían «la literatura para nosotros no es un medio de vida, sino un modo de la vida». Sentí: «¡Esta es mi revista!». En una nota convocaban a jóvenes escritores. Le pedí al que era por entonces novio de mi hermana su máquina de escribir, que es esa que está ahí, una Royal del 48. Me la prestó por un tiempo y ahí escribí esa carta. La mandé con un poema y me llamó uno de los directores, que resultó ser Abelardo Castillo, por entonces casi un desconocido. Nos encontramos en el café Las Violetas. Yo fui con mi carpeta de escritos, y fue una conversación en la que él habló casi todo el tiempo, pero me propuso que me integrara a la revista. Eso fue en enero de 1960. Me dijo que se reunían todos los viernes en el Café de los Angelitos. Al día siguiente fui. Nunca más dejé de estar en la literatura, me quedé en ese mundo. Ahí empezó todo.
–¿Cómo fue esa experiencia?
–Durante 26 años sacamos las revistas El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco. Era una revista literaria independiente que distribuíamos nosotros, diagramábamos nosotros, pensábamos nosotros. A los 16 años, en el último número de El grillo de papel, fui secretaria de redacción; al poco tiempo, fines del 60, por un decreto estatal –era el gobierno de Frondizi– se prohibieron una cantidad de revistas de izquierda, como Cuatro patas, donde estaban Quino y muchos humoristas notables, y varias otras, entre ellas, la nuestra. Al poco tiempo, Castillo y yo empezamos a buscar imprenta, a rescatar materiales, y fundamos El escarabajo de oro en abril de 1961.
–Te referís a todas como a una, «la revista».
–Porque para nosotros siempre era «la revista»: «Hay que hacer tal cosa para la revista», «hay que conseguir plata para la revista», «hay que ir a distribuir la revista». Pese a que tuvieron distintas características, dependiendo de la época, hubo una continuidad. Yo creo que una revista cultural siempre es de alguna manera la militancia de un escritor. Uno cuando escribe una novela, un cuento, puede estar años escribiéndolo y lo va a publicar seguramente tiempo después. El fin de la historia es una novela totalmente vinculada con el período histórico de la dictadura, pero yo la publiqué en 1996. En cambio, una revista siempre dialoga con su ahora y aquí. Está refiriéndose a problemas, a escritores y a una cultura del presente, y es leída por ese presente. Sacar la revista también era un trabajo físico: yo sola me agarraba 400 revistas en dos paquetes y las distribuía por avenida Corrientes, por los subtes. Ninguno de los quiosqueros sabía que yo era escritora.
En esa época, avenida Corrientes era como una gran feria del libro donde te encontrabas con todos los escritores, actores, todos los intelectuales jóvenes. Cuando terminábamos de distribuirla, era todo un rito: nos sentábamos en el café La Paz y veíamos a la gente ya comprarla, leerla. Por ahí alguno nos reconocía y venía y discutía una nota. Eso eran los 60, claro. Así que una revista era un acto realmente vital, en todo sentido.
–¿Por esa época estabas estudiando Física?
–Sí, en esa época se podía hacer el curso de ingreso a las facultades mientras se estaba cursando el último año del colegio. Entré a El grillo de papel al mismo tiempo que a Exactas, ya muy tironeada por la literatura. Estudié 4 años. En mi familia se suponía que yo iba a tener un título universitario, y de pronto me di cuenta de que eso era una hipocresía. Entonces dejé la carrera. Eso sí, trabajé durante muchos años como profesora particular de matemática, física y química. Después hice cursos de computación, fui analista y programadora; es decir, me sirvió entre otras cosas para ganarme la vida.
–¿Cómo era ese aspecto en tus comienzos?
–En mi generación, los jóvenes escritores nos ganábamos la vida como podíamos. No había becas, tampoco los concursos eran con plata; para mí, la felicidad más grande cuando tenía 23 años con mi primer libro fue recibir el telegrama de Casa de las Américas informando que había ganado, pero ni un centavo. Siempre me caractericé por ganar premios sin fines de lucro. Me ganaba la vida y siempre me gané la vida de otra manera. Por suerte, ahora realmente puedo hacerlo con trabajos que me gustan, que tienen sentido y que tienen que ver con lo que yo hago y con toda mi experiencia, pero durante años trabajé en lo que podía. Hasta que en el 70 empecé a hacer traducciones, y en el 78 me llamaron del Teatro IFT, para coordinar un taller de narrativa. Y ahí empecé, en realidad, porque era un trabajo, pero me entusiasmé y desde ahí nunca dejé.
–¿En algún momento necesitaste interrumpir esa tarea?
–En dos períodos. El primero en el 94, porque tenía toda la idea de lo que iba a hacer con la novela El fin de la historia, había estado haciendo entrevistas, leyendo muchísimo, buscando todo el material. Y necesitaba dedicarme nada más que a escribir esa novela. Económicamente fue un desastre, pero en lo creativo fue fantástico porque me dediqué con todo a escribir. El otro fue en 2009: ahí sí que había tenido un parate terrible. No podía escribir, no podía terminar nada. Escribía principios, nada más. Fue un período muy amargo, me provoca mucha angustia. A mí no me importa publicar, no me importa estar trabajando años en un mismo texto: lo que me angustia es no poder escribir. Pensé que los talleres me estaban chupando energía creadora. Yo pongo mucha pasión, me meto de cabeza en lo que cada uno está creando y continuamente estoy conviviendo con 20 o 30 cuentos o novelas de otros. Sentí que necesitaba cortar por un tiempo. Por suerte me habían invitado a dar un seminario en la Universidad de Virginia, me pagaron muy bien y con eso me pude becar durante un año y medio. Y realmente sí pude escribir: de ahí salieron los cuentos de La muerte de Dios.
–En tus talleres insistís en el valor de la corrección, ¿cierto?
–La primera versión de algo es nada más que un mal necesario. El Moisés está ahí, dentro del bloque de mármol, pero hay que encontrarlo: eso pasa con la escritura. Eso pasa con el trabajo artístico. Corregir es el verdadero acto creador de búsqueda.
–A la edición de todos tus cuentos le pusiste «cuentos reunidos», no «completos».
–No, no, me negué completamente, ¡no tengo ningún interés de completarme! Pienso que voy a seguir escribiendo cuentos, entonces simplemente están reunidos y revisados y reordenados los que publiqué en libros durante muchos años, más algunos cuentos inéditos.
–Tu cuento «La fiesta ajena» fue traducido a varios idiomas, es uno de tus cuentos más redondos. ¿Creés que existe el cuento perfecto?
–Siempre hay algo que se puede corregir. Lo que pasa es que el cuento como género exige un enorme rigor. Vos podés poner unas páginas de más en la novela, y la novela si es buena, se va a sostener; pero en un cuento si algo falla, va en desmedro del cuento. Es un género bellísimo. Actúa como una totalidad, en ese sentido actúa como un poema. La novela, en cambio, va actuando por acumulación.
–Escribís cuentos, novelas y nouvelles: ¿cómo te llevás con estos géneros?
–Los tres me fascinan, pero creo que más que nada soy una cuentista a la que a veces se le cruza un tema de novela. Y la nouvelle es una instancia más cercana al cuento, aunque, a veces, por la manera en que se despliegan ciertos temas y por la extensión, se parece a la novela. Creo que fundamentalmente soy cuentista. Ahora, cuando me pongo a escribir una novela, me apasiona escribir esa novela.
–Y aquella línea que te capturó al principio, «la literatura como modo de vida», ¿qué vendría a ser para vos, después de tantos libros?
–Es lo que me constituye. No lo expresaría así, «un modo de la vida», sino que diría que soy escritora. Es decir, escribo. Los demás te instituyen como escritora, uno se ve mucho más vulnerable. Uno se siente escritor cuando está escribiendo. El acto de escribir es lo que me hace escritora, no los libros que publiqué. En cambio, ante los otros, uno es escritor por los libros que publicó, por la trayectoria pública.