Descendiente de una familia de pioneros que llegó a Chubut a inicios del siglo XX, está al frente de una librería que es referencia cultural para vecinos y turistas en Esquel. En su rol de abogado, defiende los derechos de la comunidad mapuche y el medio ambiente de la voracidad minera.
14 de marzo de 2019
La de José Méndez y Virginia Valenciano fue una de las familias de inmigrantes europeos que, a principios del siglo XX, encontraron en Esquel las condiciones necesarias para soñar el futuro de sus hijos lejos de las guerras y las hambrunas. Llegaron desde Galicia a las costas chubutenses y, desde ahí, se dirigieron a Esquel, cruzando durante largos días los más de 600 kilómetros que separan el mar de la cordillera.
A fines de la década del 20 lograron inaugurar el Cine Armonía, con un gran salón anterior que funcionaba como bar y centro social y de entretenimiento, en el que los parroquianos disfrutaban de juegos de billar, cartas o dominó, además de otros espectáculos, como la tradicional orquesta de señoritas. En la pared lindera de esa histórica parada ubicada en la calle principal –hoy convertida en un comercio de artículos del hogar– sigue en pie una de las edificaciones más antiguas de Esquel, un local comercial que también albergó los proyectos de José, Virginia y de una parte de su descendencia, los Macayo.
Gustavo Macayo es bisnieto de aquellos pioneros y puede pasar horas contando cosas de la vida de su familia y del pasado de Esquel. Habla de sus bisabuelos y le brilla la mirada cuando recuerda a su madre Celia Menises, esposa de Manuel Macayo, su padre. Cuenta con detalle cómo fueron ganándose el sustento a lo largo de décadas y cómo, hace 50 años, iniciaron el negocio que hoy es la librería que lleva su apellido y que es referencia obligada de locales y turistas.
«Manolo», como le dicen en el pueblo, es uno de los dos hermanos que desde hace ya casi una década está a cargo de sostener este pequeño tesoro cultural en un rincón de la Patagonia. Pero además de librero de oficio, Gustavo es uno de los abogados que más desinteresadamente trabaja por las causas de las comunidades mapuches y también por defender el medio ambiente de la voracidad minera, actividades que logró alternar entre su propia búsqueda interior y el anhelo de una sociedad donde todos podamos vivir bien.
–En 1982 terminaste la carrera de derecho, ¿por qué decidiste no ejercer?
–La idea que yo tenía era la de irme de la Argentina. Los años de la dictadura fueron muy, muy feos, muy tristes. La Facultad de Derecho era un lugar donde se vibraba todo el tiempo la represión y la persecución. Después de la guerra de Malvinas, ya no me quedaban ganas de quedarme acá. Quería conocer otros países. Lo primero que hice fue irme a Brasil. En enero del 83, vendí lo poco que tenía y me fui. Estuve afuera diez años. Aprendí a laburar con las artesanías, con la música, a rebuscármela. En esa época ni pensaba en ejercer la abogacía. Anduve un par de años en Brasil, conocí a una brasileña y vinimos a pasar una temporada en Esquel. De acá nos fuimos a Bolivia, Perú, Chile, Ecuador, anduvimos un tiempo en el norte de Argentina y a comienzos del 87 nos quedamos a vivir en Brasil porque ella estaba embarazada de mi hija Navara. Después, cada tanto, veníamos para Esquel y nos pasábamos todo el verano.
–¿En qué parte de Brasil vivían?
–En el interior de Minas Gerais, un pueblito que se llama Milho Verde. Un lugar muy lindo, para vivir una vida agradable, un ambiente rural pero con gente interesante. Fue una época muy bonita, de mucho aprendizaje, de entender la relación con la tierra, con las plantas, con el trabajo comunitario, con la agricultura familiar. Después decidí pasar una temporada en Argentina, porque ya había democracia. Si bien no tenía buenas noticias, quería probar suerte. La idea era estar un tiempo y volver, pero empecé a ver que había muchas posibilidades para hacer cosas que no me hubiera imaginado, como dar clases, ejercer la profesión y trabajar con los mapuches.
–¿Y cuándo asumiste el oficio de librero?
–Se fue dando casi sin querer. Cuando empezamos con mi vieja en el 96, había 300 libros. Ahora tenemos unos 30.000. Mi viejo falleció en 2008. Mi vieja dejó de venir a la librería en 2010 porque desmejoró de salud, y falleció más tarde. Me tuve que quedar a cargo de todo esto, que es un laburo gigantesco. El anteaño pasado cumplimos 50 años. El negocio fue creciendo mucho hasta 2012. Ahora estamos apenas manteniéndonos y, año a año, ajustamos un poquito más el cinturón. Mantener dos empleos en blanco es realmente una batalla enorme, es muy difícil. Y la verdad es que el panorama no es muy alentador. Pero también tiene muchas satisfacciones, aprendés mucho de lo que la gente te va enseñando. Un comercio de libros se nutre de una fuente de tres patas. Una es lo que los clientes quieren leer: hay que tener la oreja muy preparada para escuchar todo y anotar todo lo que te pide la gente, para tratar de tenerlo. La segunda pata es lo que las editoriales quieren que vos tengas como servicio, las novedades, lo que te ofrecen. Y la tercera es lo que vos querés ofrecerle a la gente. Las tres son importantes.
–¿Y qué soñás con la librería?
–No sé. En este momento tengo dos trabajos. Por un lado, quiero sostener esta empresa familiar, que hasta ahora viene bien, pero es difícil. Acá no tengo prácticamente ingreso para mí. Y tengo otro laburo en la universidad, que es un ingreso que me ayuda para poder mantenerme, porque con la profesión es muy poco lo que he ganado: siempre la encaré de esa manera y estoy contento de haberlo hecho así. No me arrepiento. Tampoco voy a decir que salí de Brasil para hacer la América en la Patagonia. Mi idea siempre es finalmente poder volver a vivir en el campo, ya sea en Brasil o acá. Probablemente sea en Brasil, porque siempre que puedo vuelvo a Milho Verde. Pero como el futuro se va armando solo, en realidad lo que trato de cuidar es el presente.
–¿Cuándo empezaste a trabajar con las comunidades mapuche?
–La primera causa que llevé fue en el año 1994, un juicio para el desalojo de la comunidad Vuelta del Río. Un terrateniente reclamaba ser el propietario de la tierra y nosotros alegamos que había posesión ancestral de la comunidad, preexistente al Estado. Lo ganamos en todas las instancias. Hacía muy poquito que habían salido las reformas constitucionales de la Nación y de Chubut. A partir de ahí, explotaron un montón de conflictos antiguos porque la gente vio una lucecita de esperanza y empecé a trabajar de lleno. En esa época trabajaba con la Organización 11 de octubre. Estuve hasta 2000 con ellos, después me abrí por diferencias, pero igual seguí vinculado con las comunidades, hasta hoy. En 2004 fue el juicio de Benetton contra los mapuches de la comunidad Santa Rosa Leleque y la destitución del juez José Colabelli: ese fue el período en el que más trabajé con las comunidades. Después la Defensa Pública empezó a tallar más fuerte, porque se creó un área de derechos sociales y pueblos indígenas, con un equipo importante. Y esos conflictos que yo llevaba los fue absorbiendo la Defensa. También llegaron otros abogados, que empezaron a ocuparse de ese tipo de causas. Hoy por ahí ayudo, doy una orientación, pero tampoco puedo tomar muchos juicios.
–¿Cómo viviste el proceso de resistencia «No a la mina»?
–Mucha gente ni se imaginaba lo que se venía. Yo me di cuenta porque en enero de 2001 tuvimos la primera entrada de la empresa minera Meridian Gold, en el territorio de la comunidad Huisca-Antieco. Todavía estaba muy activa la Organización 11 de Octubre, armamos un lío bastante grande. La empresa desapareció y, un año y medio después, volvió para comprar el proyecto de minera «El desquite», de oro y plata, que querían instalar en Esquel. Nosotros ya teníamos un mal antecedente de la minera, porque habían entrado de prepo, en forma clandestina al territorio de esa comunidad. Y a partir de eso empezamos a buscar los antecedentes de la empresa. Cuando fue lo de Huisca-Antieco, la mayoría permaneció indiferente: nadie lo tomó como algo grave. Pero cuando la minera compró el proyecto Esquel, ahí sí la gente abrió los ojos, porque era algo diferente, algo raro. Poco después empezó lo que ya conocemos como el movimiento del «No a la mina», entre septiembre y octubre de 2002, que fue creciendo cada vez más. Pudimos presentar un amparo, que felizmente lo ganamos y que fue el que paralizó judicialmente el proyecto en 2003. Y luego vino el plebiscito, cuando el gobernador, el intendente y los mineros nos trataban de terroristas, que fue el broche de oro que nos dio la razón a nosotros, al pueblo que no quería la minería. Para la gente de Esquel fue un antes y un después, realmente.
–¿Pensás que se puede frenar definitivamente ese intento de las empresas?
–Lo que nosotros necesitamos hoy para parar esto es una legislación nacional que prohíba la minería a cielo abierto con el uso de cianuro, que los megaproyectos de explotación de plata y oro, que son los que más daño causan porque son los que más arrasan con las poblaciones, no puedan entrar a ninguna provincia argentina. Pero para eso necesitamos movilizar mucho más a las otras provincias, que en este momento están sometidas por los gobiernos. Necesitamos ganar la batalla en todo el país, no solo en Chubut. Necesitamos avanzar con una legislación que empiece por lo más grueso para después ir mejorando.
–Con tu recorrido de vida, ¿qué es lo importante, lo trascendente?
–La verdad es que para mí la vida es un camino de aprendizaje. Estoy pensando qué sociedad queremos, sobre todo en estos últimos años en los que el país está a la deriva. Lo que más me preocupa es cómo lograr una sociedad pluralista, en la que podamos vivir bien, que todos podamos tener vivienda, tener tierra, seamos indígenas o no. O sea, un país donde se pueda vivir una vida linda, donde se pueda trabajar, estudiar y disfrutar. Estamos en una sociedad fragmentada y a mí eso me preocupa mucho.
–¿Hay algo que no volverías a hacer?
–No, porque como decía antes, todo lo que vas haciendo te va enseñando. Lo que te sale bien y lo que te sale mal, todo te va dejando enseñanzas. Así que la verdad es que no me arrepiento de nada, al contrario.