Cultura

Contra la corriente

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La literatura argentina está atravesada por una línea heterogénea de autores que pone en cuestión los reconocimientos de la crítica y las valoraciones del mercado editorial. Obras y figuras que generan misterio y encuentran a sus propios lectores.

Estirpe de herejes. Macedonio Fernández, Salvador Benesdra y Néstor Sánchez enarbolaron una propuesta estética que rompía con lo establecido.

De Macedonio Fernández a César Aira, de Néstor Sánchez a Sara Gallardo, de Ricardo Zelarayán a Salvador Benesdra, los escritores de culto conforman una línea heterogénea que atraviesa la literatura argentina y pone en cuestión las valoraciones de la crítica especializada y los reconocimientos del periodismo. Leídos en ámbitos restringidos, pueden convertirse en fenómenos editoriales y alcanzar públicos amplios, sin que termine de despejarse la extrañeza que rodea a sus figuras y sus obras.
«¿Qué define a un escritor de culto? ¿Su precocidad? ¿Un código y una simbología accesible a unos pocos?», se pregunta el poeta y periodista Jorge Boccanera. La categoría podría reunir a autores tan diversos como Santiago Dabove, «que permaneció inédito en vida y cuyos borradores eran leídos apenas por algunos de sus amigos», y al rosarino Aldo Oliva, que según recordaba Juan José Saer «tenía discípulos que lo seguían a todas partes y le imitaban, como diría Borges, hasta la manera de escupir».
Para Ricardo Strafacce, narrador, poeta y biógrafo de Osvaldo Lamborghini, el autor de culto es una creación del periodismo cultural. «Y significa más o menos esto: un escritor al que siguen pocos y entusiastas lectores, que guardan esa erudición pequeña y secreta como un tesoro», dice. Es «un circuito alternativo» en el que «un escritor o escritora es valorada por los lectores pero no por el mercado editorial», destaca la ensayista Carolina Bartalini, editora de Escribir Levrero.
«Suceden dos cosas: la conformación de una mística de lectura, que transforma el acto de leer, y el ritual de buscar los libros perdidos. Se genera una comunidad de lectores cuyos gustos desestabilizan la noción de valor frente a la crítica y al mercado, una forma de resistencia que se agrega a la textualidad específica de cada escritura y que retuerce los estándares de valoración de una época», agrega Bartalani.

Textos desbordantes
Aun con el apoyo de Julio Cortázar, la obra de Néstor Sánchez fue recibida con cierta aprensión en las editoriales. «Aparezco como un raro de cierto peligro», decía el autor de Siberia blues, cuya vida atravesó avatares tan diversos como ser lector de la editorial Gallimard, en París, y clochard en las calles de Nueva York. El traductor, la gran novela de Salvador Benesdra, fue rechazada por una decena de sellos y se publicó de manera póstuma, con un subsidio.
«Son literaturas que desbordan los criterios de legibilidad, que hacen explotar las formulaciones del valor de mercado porque no se adecúan a una forma esperable, entendible, en un estado del discurso y de la literatura determinado. Por tanto, es una cuestión de valor y no de los sujetos o los estilos», explica Bartalini.

Fuerza original. Los textos firmados por Mario Levrero, Sara Gallardo y Washington Cucurto saltaron el cerco del grupo de iniciados.

Pero esos tesoros pueden ser finalmente codiciados por la industria, como demuestran los rescates del uruguayo Mario Levrero o de Sara Gallardo. «El tiempo es quien define si ese autor se convierte también en un fenómeno editorial», dice la poeta y editora Nurit Kasztelan, que publicó Los oficios, una compilación de artículos periodísticos de Gallardo, en su sello Excursiones.
Lucía de Leone, compiladora de Los oficios y también de Macaneos. Las columnas de Confirmado, otra antología de Gallardo, sostiene que la construcción del autor de culto es una obra compartida por críticos y lectores y ensaya una definición: «Es un/a escritor/a al que no se accede fácilmente desde el punto de vista material, simbólico y de competencias culturales. Tienen ese plus del poco conocido/a, el que transita por circuitos no convencionales, el que es conocido en un grupo determinado, el que no se halla en los anaqueles de las librerías comerciales, el que figura en librerías de usados, librerías raras o directamente no se consigue».
Para Jorge Boccanera, la consagración editorial vuelve sospechosa a la figura del autor de culto. «La escritura es una forma de respirar, de indagar la vida, no de promocionarse», argumenta. «Y esta etiqueta me parece una estrategia impulsada desde ciertos ámbitos formadores de cánones; editores y críticos que inflan a autores incipientes: algunos han sacado ya su obra completa y seguro están garabateando su autobiografía. Me hace ruido tanto “bailando por un sueño” literario».
Federico Barea, editor de Argentina beat, antología que puso nuevamente en circulación a Reynaldo Mariani y Ruy Rodríguez, entre otros poetas de los años 60, también desconfía de la promoción editorial. «El escritor de culto se define por su actitud frente a una serie de factores, como la relación con el mercado y las editoriales, con la crítica y otros escritores, su posición política y la relación entre vida y obra», afirma. Un canon (el conjunto de obras reconocidas como ejemplares de una literatura) se define no solo por los libros que selecciona sino también por los que excluye, y como efecto produce la aparición «de escritores y lectores que crean su canon personal».

Un linaje de herejes
Kasztelan destaca el misterio, el «aura» que rodea a esas figuras como un factor agregado de interés. Y los relaciona con una especie de ancestro, el poeta maldito. «Alejandra Pizarnik, Vicente Luy, José Sbarra, cumplen con algunas cualidades, entre las cuales podemos mencionar la muerte, los excesos. Pero sobre todo tiene que haber una propuesta radical con respecto al lenguaje, una propuesta estética que rompa con lo anterior», dice.
La agenda está también en curso para definir a los autores de culto en la actualidad. Ricardo Strafacce no duda en mencionar «al gran Pablo Farrés», autor de El desmadre (2013), «porque publicó su inmensa obra en una editorial chica que distribuye mal y no tiene amigos en los suplementos culturales de los diarios». Federico Barea propone al poeta y traductor Hugo Savino, radicado en Francia, «porque tiene muy presente la cuestión de no transar o, mejor dicho, de hasta dónde transar. Y tener una reflexión, sin esperar nada ni buscar el reconocimiento a cualquier precio, ya es para tener en cuenta en este mundillo tan pleno de advenedizos».
Lucía de Leone establece un contrapunto entre las obras de María Moreno y de Washington Cucurto: «Moreno viene de la cultura del bar y el under, es desde siempre referente de los distintos feminismos y además comparte el culto con la inscripción en el canon. Se la lee en el activismo, en la academia y entre lectores comunes. A Cucurto le queda a la perfección el rótulo de raro y su literatura, que emerge en la crisis del 2001, redobla la apuesta sobre los modos de publicación incluso cuando no cuenta con los medios, con los libros de cartón. Ya no es solo de culto, se han escrito tesis sobre su literatura».
El escritor de culto, dice Barea, se opone a la religión oficial e «implica la herejía» contra la moda o las imposiciones académicas y editoriales. Produce un efecto de revelación: «El escritor que está “haciendo carrera”, o como diría Mariani “el escritor con padrino”, no quiere ser de culto, busca el reconocimiento y puede parecer de culto hasta que dicho reconocimiento le llegue».
Francisco Urondo llamó a Juan L. Ortiz «el poeta que ignoraron», en alusión al postergado reconocimiento de su obra. No se trata solo de simples olvidos o de mezquindades, sino también de las posibilidades de lectura ante textos que ponen en crisis categorías establecidas. «Algo similar sucede en la actualidad con María Moreno, Alejandro López, Félix Bruzzone», dice Carolina Bartalini. «Sus literaturas explotan el estado actual de lo pensable, se resisten a que el valor se vuelva una categoría consensuada y hacen revisar la misma noción de literatura, la resignifican, la desbordan. Y esto no es sencillo de aceptar desde las instituciones del saber».

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