28 de diciembre de 2018
«Sueños, sueños son», decía Calderón de la Barca. Porque solo sueños fueron las previsiones del gobierno para 2018, de las cuales ninguna se cumplió. Lejos quedaron las ilusiones de los funcionarios que soñaban que 2018 sea el año que rompiera «la maldición de los años impares», aquella que desde 2011 impide crecer dos años consecutivos. Incluso llegaron a realizar profecías de que el año ya cerrado iba ser la llave de un período de crecimiento de largo plazo. A partir de abril el sueño se hizo añicos y se convirtió en pesadilla. Bajo un programa económico que temerariamente insistía en caminar al borde del abismo, eventos fortuitos como la sequía y la suba de las tasas en EE.UU. bastaron para arrojar la economía al abismo. Entonces se inició la reversión de los capitales externos que habían entrado desde 2016, los mismos que permitieron financiar la transitoria recuperación de 2017. Así se desató una «crisis del balance de pagos», evento recurrente en nuestra historia económica y que llevó consigo el clásico ajuste de las cuentas externas por la vía de la caída del nivel de actividad y la reducción de los ingresos reales de la población asalariada, a través de un severo ajuste cambiario.
La actividad mostrará una caída mayor al 2,5%; la producción industrial tocando mínimos de la década; la construcción paralizada por la caída del crédito y la restricción de la obra pública. La inversión privada afectada por la caída de la rentabilidad; la inflación disparada y el salario real cayendo aceleradamente. Resultado: la confianza del consumidor en los valores más bajos desde 2002. Sumado a ello, el deterioro de la situación de la deuda pública, con un peso agigantado por la devaluación.
En definitiva, 2018 será un año para olvidar. O más bien lo contrario: un año para recordar, para tener presente qué caminos no volver a recorrer.