8 de agosto de 2018
Alguien dijo que Canadá es el casco de acero de los Estados Unidos y México la panza blanda. La descripción es gráfica y a los dos países la proximidad colindante al centro imperial del capitalismo del sigo XX les ha deparado distintas consecuencias. Los peligros de tal proximidad ya los había advertido uno de los artífices de la modernización mexicana, el dictador Porfirio Díaz, con la ya remanida frase: «Pobrecito México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos».
Pasado el «porfiriato», sobrevino una época de grandes revueltas e inestabilidad política, con epicentro en la Revolución mexicana de 1910, que tal vez cansó y desmoralizó el espíritu revolucionario de los mexicanos y seguramente advirtió a los gobernantes de EE.UU. A tal punto que el partido que asumió en el año 1929 gobernó en forma de hegemonía absoluta bajo las distintas denominaciones de Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana y Partido Revolucionario Institucional (PRI), que es el más conocido, durante 60 años si se cuenta hasta 1989 cuando perdió una gobernación por primera vez, o 71 si se cuenta hasta 2000, en que ganó la presidencia Vicente Fox, del PAN. Aunque lo cierto es que el «régimen priísta» debe contarse hasta la última elección, ya que el PAN no fue más que el PRI disfrazado y con Enrique Peña Nieto volvió al poder en 2012. Es decir que hubo una continuidad política de nada más ni menos que de 89 años.
La noticia hoy no vendría a ser tanto que ganó el partido MORENA, de Andrés Manuel López Obrador, sino que perdió el PRI. Y esto no es simplemente un juego de ideas. López Obrador, a quien se le arrebató el triunfo electoral en 2006 en una tramoya política urdida por el PRI-PAN y que, por desavenencias con el Partido de la Revolución Democrática al que pertenecía, fundó el Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), va a asumir la presidencia de México el 1 de diciembre.
Encuentra un país devastado por la corrupción política de un sistema institucional que ya a fines del siglo XX ingresó en una pendiente directamente delictiva, que incluyó asesinatos a candidatos a presidente (Luis Colosio, 1994) y que se consolidó en una asociación ilícita entre la política mexicana del PRI- PAN, el narcotráfico y el tráfico de inmigrantes, la DEA, la policía fronteriza norteamericana y la CIA.
AMLO, como ya se lo conoce, llega al gobierno en alianza con el Partido del Trabajo (izquierda marxista) y el Partido Encuentro Social (centro derecha con fuerte presencia evangelista). Y como si la inteligibilidad de ese armado fuera poco difícil, en numerosísimos municipios y gobernaciones del país, las alianzas triunfantes abarcan decenas de partidos, incluidos el PAN y el PRI.
La situación es altamente compleja y difícilmente se pueda avanzar demasiado (o demasiado rápido) en las profundas reformas que el país y el sistema social reclaman a gritos. De todos modos esta ruptura de la continuidad patógena y ya patética del sistema priísta es una excelente noticia para los mexicanos y particularmente para Latinoamérica, ya que AMLO es un decidido partidario de la integración regional en clave independentista de los EE.UU.
Si se diera el «milagro» de que Lula, o alguien designado por él, alcance la presidencia en Brasil, el panorama regional sufriría una verdadera conmoción, ya que el eje México-Brasil, con gobiernos políticamente sanos, nos pondría nuevamente a las puertas de la tan ansiada y necesaria formación del bloque económico-político «nuestroamericano», con base en la CELAC, única manera de que se puedan hacer las transformaciones estructurales que tanto se les ha venido reclamando a los gobiernos populares y de izquierda de América Latina y el Caribe, y que también se le van a reclamar a Andrés Manuel.
México. Andrés Manuel López Obrador enfrenta un fuerte desafío en su país y más al sur. (Pardo/AFP/Dachary)