23 de mayo de 2018
No cabe duda, el suceso más duro de los últimos tiempos es la vuelta de Argentina al Fondo Monetario Internacional (FMI), decisión rechazada de plano por el 75% de la población, más un 18% que la considera «adecuada pero resistida», según varias encuestas publicadas. Esta fuerte desaprobación indica que las tensiones en el terreno cambiario no alcanzaron para convalidar la penosa vuelta al Fondo. Tensiones convenientemente amplificadas por la acción e inacción del gobierno, que intentó convertirlas en una aguda crisis. Así nomás, de un día para otro, se pasó de un supuesto despegue de la economía a una crisis que parecía inmanejable. Nada más alejado de eso. Pero muy conveniente para intentar justificar la negociación de un acuerdo stand-by con el FMI. Una modalidad que requiere cumplir con las metas impuestas por el organismo internacional antes de cada desembolso. Los argentinos ya conocemos suficientemente esta historia. Está muy lejos de lo que podría considerarse un avance, es más bien un retroceso.
No es el único problema: las elevadísimas tasas de interés, los aumentos de tarifas, la depreciación de la moneda y muchas otras complicaciones se trasladan al nivel general de precios. La mayor inflación, en un entorno de paritarias que cerraron al 15% como máximo (salvo algunas pocas excepciones), pega duro en la capacidad adquisitiva de la población, en especial en los sectores de menores ingresos. También las pymes están bajo presión por las condiciones enumeradas (en especial las tarifas y las altas tasas de interés), el achicamiento del mercado interno y la entrada indiscriminada de bienes importados.
A esta altura de los acontecimientos queda claro que la razón del gobierno para volver al FMI es acelerar el ajuste, tal como piden los inversores externos y también desea el gobierno: «Lo que pasó estas semanas es que el mundo decidió que la velocidad con la que nos comprometimos a reducir el déficit fiscal no alcanza, por lo que tenemos que acelerar», comentó el presidente Mauricio Macri.
Se ha intentado instalar que el FMI actual es «distinto, más comprensivo». Tal consideración está desacreditada por la realidad en la experiencia de Grecia, por tomar uno de muchos casos. El comisario europeo de Asuntos Económicos, Pierre Moscovici, sostuvo recientemente: «El 90% del trabajo está hecho. Grecia debe estar fuera del programa en agosto y volver a ser un país miembro igual que cualquier otro. Los griegos tienen que recuperar su soberanía. Se lo han ganado». Ejemplificador.
El FMI ya viene dando recomendaciones a la Argentina en su revisión anual del Artículo IV, por ejemplo, las del informe de 2017, terminado en julio, pero que el FMI difundió luego de las elecciones por expresa solicitud del gobierno. ¿La razón de este pedido? Veamos solo unos pocos ejemplos de lo que se propone: «Es esencial reducir el gasto público, sobre todo en los ámbitos en que dicho gasto ha aumentado rápidamente en los últimos años, en particular salarios, pensiones y transferencias sociales». Aconseja «un sistema previsional basado en aportes obligatorios, con tasas de aportes del 10%, tanto para los empleados como para los empleadores y edad de retiro a los 65 años». También sostiene que «es necesaria una reforma integral de las instituciones del mercado laboral», entre ellas «reducir el nivel requerido para las indemnizaciones por despido, simplificar los procesos de despidos colectivos, facilitar el uso de contratos temporarios (incluyendo pasantías) y limitar la cobertura de los contratos colectivos de trabajo». Una enumeración angustiosa.
La propia directora del FMI, Christine Lagarde, sostuvo, en coincidencia con muchos funcionarios del gobierno vernáculo, que «el programa económico de Argentina es integralmente concebido por el presidente Macri». Esta proposición tiene dos lecturas: por un lado, es algo que sucede en todos los países que se endeudan con el Fondo, pues presentan sus cartas de intención confeccionadas a medida de lo que el FMI desea escuchar, y son un instrumento esencial para la aprobación de los desembolsos. Por otro lado, las políticas del gobierno argentino coinciden con las del FMI: «Ya tenemos una visión de acelerar la convergencia hacia el equilibrio; no sabemos cuál es la visión del Fondo acerca del ritmo», expresó el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne. Más claro…
Todo el esfuerzo del gobierno está puesto en achicar el gasto, como si ese fuera el único problema. No obstante, otro gran desequilibrio de la economía argentina (criticado por el FMI) es el enorme déficit en Cuenta Corriente, que incluye el saldo de exportaciones menos las importaciones de bienes, de servicios (principalmente turismo), los pagos de intereses de la deuda (privada y pública) y la remisión de utilidades de las multinacionales extranjeras. Este déficit llegó en 2017 al 5% del PIB, un valor similar al mayor déficit alcanzado durante los 90. El principal problema es que este saldo negativo debe ser necesariamente financiado en divisas, o cubierto con disminución de reservas internacionales. Es una gran debilidad del modelo implementado. Pero sobre este tema los funcionarios del gobierno nacional no hablan.
En la esfera oficial hay comodidad con el nuevo nivel de tipo de cambio. El ministro de Finanzas, Luis Caputo, admitió que «el dólar está en un nivel razonable», cuando este rondaba los 25 pesos y luego de aumentar algo más del 30% en el año.
Además, con la revaluación de las reservas internacionales del BCRA, producto del aumento del dólar, la autoridad monetaria genera una significativa ganancia por valorización, que le permite compensar los pagos de intereses por Lebac y soportar las elevadas tasas ofrecidas.
La devaluación cambiaria impacta en los precios de la mayoría de los productos, en las tarifas de los servicios públicos, que se ajustan según el dólar, y en los precios desregulados como los combustibles. Sufre el mercado interno y se enfría la economía. Lo corroboró el ministro Dujovne: «Habrá más inflación y menos crecimiento».
En el caso de las Lebac, la renovación era esperable. No hubo grandes cambios en los días anteriores: la venta de dólares entre el 23 de abril y el 3 de mayo fue de 5.299 millones, antes del anuncio de la vuelta al FMI el 8 de mayo. Esta importante cantidad de reservas equivalían a menos del 9% del stock de Lebac. Un stock que, además, no disminuyó, porque las letras vendidas por los privados fueron compradas por los bancos.
Al momento de la licitación del 15 de mayo, los bancos poseían el 39% del total de Lebac, y el sector público detentaba una porción importante: ambos actores con baja probabilidad de desprenderse de las letras. De hecho, se renovaron todos los vencimientos e incluso se compraron 5.000 millones de pesos adicionales. El incentivo también estuvo en la tasa, que fue del 40% anual.
Sorpresivamente, el Tesoro Nacional colocó bonos en pesos a 5 y 8 años, y a tasas anuales del 20% y el 19%. La compra se concentró en unos poquísimos fondos internacionales. La rapidez y lo inesperado de la colocación parecen dar idea de un instrumento que estaba preparado de antemano para ser utilizado en el momento oportuno y dar un golpe de efecto sobre la «confianza de los mercados». Las intensas negociaciones para lograr tal acuerdo fueron ampliamente informadas por la prensa: el tiempo dirá cuáles son los costos ocultos de tal transacción.
La palabra crisis estuvo en muchas bocas e insumió mucha tinta y muchos bytes. Pero el sistema financiero no perdió en ningún momento la solidez que exhibía. Tanto los depósitos en pesos como en dólares siguieron creciendo respecto a sus valores del día anterior al inicio de las mayores tensiones, el 23 de abril. La mora en el sistema financiero es de solo el 1,8% a febrero de este año, el último dato conocido. Y la liquidez resulta alta en términos históricos.
¿Cuál era la necesidad, entonces, de acudir el FMI? Lo ratifico: la crisis no era tan profunda. Pero es claro que el gobierno nacional se encontraba con dificultades para seguir reduciendo el gasto público. La votación en Diputados del proyecto de ley para limitar los aumentos de tarifas, y los malos resultados de las encuestas de popularidad, eran percibidos por los funcionarios como un lastre a sus ambiciones de ajuste.
De allí que la vuelta al FMI y sus condicionalidades funcionará como un acelerador para la reducción del gasto, y, según la visión oficial, una voz difícil de desoír, a riesgo de las represalias de los mercados, que podrían generar una crisis ante la menor desobediencia al organismo financiero internacional.
Los hechos vividos recientemente ratifican lo que venimos diciendo acerca del modelo implementado. La liberalización financiera y la desregulación del comercio exterior dejan el manejo de la economía en las decisiones de los grupos económicos concentrados, domésticos y externos. Un esquema que lleva a la pérdida de soberanía, maximizada por la vuelta al FMI.
El intento del gobierno es comprometer a sectores que lo han acompañado en diferentes ocasiones en la sanción de leyes esenciales al oficialismo, a través del llamado Gran Acuerdo Nacional, en esta primera etapa centrado en el Presupuesto 2019, previsiblemente a diseñarse según las exigencias del FMI.
Como siempre expreso: el límite del ajuste es la capacidad de resistencia de los ajustados. Una cuestión a considerar para la construcción política hacia las próximas elecciones de 2019.