23 de mayo de 2018
La Reforma del 18 fue una rebelión estudiantil que supo leer con lucidez aquella hora histórica. Su «Manifiesto liminar» denunciaba y anunciaba la exigencia de un nuevo modelo universitario inscripto en las urgencias universales y latinoamericanas: «Hombres de una república libre, acabamos de romper la última cadena que en pleno siglo XX nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana». El proverbio que –con sabiduría– señala que «lo único seguro es el futuro porque el pasado cambia todo el tiempo» nos interpela para pensar cuál es la vigencia de aquel fértil movimiento estudiantil que proclamó el fin de una universidad clerical del privilegio y promovió la creación de una universidad democrática, científica, popular y latinoamericanista. En 2008, la Conferencia Regional de Educación Superior, realizada en Cartagena de Indias, Colombia, definió a la educación superior como «un bien público, un derecho humano y universal y un deber del Estado». Este mandato fue recogido en Argentina y el Congreso Nacional sancionó en octubre de 2015 la Ley de Implementación Efectiva de la Responsabilidad del Estado en el nivel de Educación Superior (Nº 27.204). Estas definiciones institucionales y legales recogen buena parte del mandato reformista dirigido a la democratización de la universidad.
El siglo XXI, escenario de la reactualización del proyecto de Patria Grande, interpela a las comunidades universitarias, a las organizaciones sociales y culturales, a los partidos políticos y a los poderes del Estado acerca de qué universidad necesita nuestro tiempo.
En agitadas coyunturas históricas de transición es imperioso recuperar el legado de ese fértil acervo abierto en 1918: una universidad sensible y atenta a los problemas nacionales y sociales, una institución democráticamente gobernada, una epistemología del sur y desde el sur, abierta al pueblo, un proyecto colectivo con aportes específicos vinculados a la producción de conocimientos valiosos, a la formación de profesionales comprometidos, a la ligazón con el desarrollo armónico de un sistema educativo formador de pueblos y repúblicas. Las actuales orientaciones tecnocráticas y mercantilistas que campean en el plano mundial, regional y nacional están lejos de dar solución a una supuesta y nunca fundamentada crisis universitaria.
El desfinanciamiento y la descalificación de la universidad y la ciencia soberanas no hacen sino generar plataformas de resistencia y de construcción alternativa. Hoy, como en 1918, la universidad debe y puede ser reinventada entre los huracanados vientos de una historia que no ha finalizado.