15 de febrero de 2025
Al frente de su histórico Cuarteto, el compositor, guitarrista y cantante persevera en la búsqueda de un sonido en el que pasado y presente se funden en una nueva tradición.
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Desde afuera de la casa resuena la risa grave del Tata Cedrón. Es lo único que se escucha en esta calle del barrio de Villa del Parque. Eso y el canto de los pájaros. Adentro Miguel Praino, histórico integrante del Cuarteto Cedrón, trabaja frente a una computadora. El intérprete de la viola llegó de Francia para este reencuentro del icónico grupo que comparte con Cedrón, (voz, guitarra y composición), Miguel López (bandoneón) y Daniel Frascoli (guitarrón). No tocaban juntos en vivo desde 2019. Después de agotar localidades durante enero, sin publicidad y promoción, seguirán tocando los domingos de febrero en Hasta Trilce (Maza 177), además de sumar una fecha el 1 de marzo en Rosario.
Uno de los grupos más importantes de la música popular argentina, que se fraguó en la década del 60, está de regreso. Por eso la risa, la alegría, el rostro encendido de Juan «Tata» Cedrón, a sus 85 años. «Estoy feliz de haber elegido este oficio, aparte de haber tenido al cuarteto y haber tenido gente y amigos como Miguelito Praino, desde hace 60 años. Viví más cosas con Miguel que con mis hermanos. Y los chicos que están con nosotros son unos fenómenos, son gente amiga y pudimos mantener una coherencia en la música argentina», dice Cedrón.
«Hicimos el disco De madrugada con Juan Gelmán. Ahí empecé a componer para el Cuarteto, con el que podíamos hacer folclore, estilo, huella, milonga, tango.»
El Cuarteto Cedrón fue emergente de todo un proceso de ebullición cultural de los años 60 en la Argentina y el mundo. El sonido acústico y moderno, una personalidad asociada a la raíz criolla combinada con una disonancia vanguardista y contemporánea, dio la sensación de que estaban adelantados varios pasos en la música argentina. «En el cuarteto se mezcla todo, es bárbaro», dice el Tata, el hombre que se despierta y toca la guitarra. Sigue pensando en grabar a otros poetas o rescatar autores como el uruguayo Osiris Rodríguez Castillos, como hizo en su reciente disco Flor de la banda oriental, grabado en esta casa de techos altos y buena acústica.
En su voz está la evocación sentimental del siglo XX con su fuerza estética arrolladora. Están los recuerdos cuando jugaba en el baldío con la pelota del trapo y trabajaba en el campo, el descubrimiento precoz de pintores y poetas, el milagro del primer peronismo y los golpes militares.
En el guiso del Cuarteto Cedrón y su entonación arrabalera, campera, magnética, extraña, metálica, grave, oscura, como el eco de otro tiempo, se cocinan los misterios de la mujer barbuda, los tangos de Pracánico, el lunfardo de Carlos de la Púa, los antiguos códigos de los ladrones; la poesía de Juan Gelman, Julio Huasi, Raúl Gonzalez Tuñón; los márgenes de la vida en los puertos y las noches en Buenos Aires, Shangai o París; y la existencia de aquellos jóvenes revolucionarios que soñaban con un mundo mejor y le rendían homenaje a su pasado.
«El Cuarteto Cedrón es mi manera de expresarme, como un pintor cuando hace cuadros: por ahí pasa mi emoción. De cuando era pibe escuchar teatro, escuchar poesía. O de chiquito en el campo, cuando teníamos una radio a galena porque no había electricidad, y escuchábamos canciones. En esa época había muy buena música popular. Entonces empecé a tocar la guitarra a los 14 años y después quería componer. Así que cuando volví de hacer la colimba me puse a componer y armé el cuarteto con Miguel Praino, que está conmigo desde los comienzos», dice.
–¿Cómo fueron los orígenes?
–En el año 63 grabé un disco solo con guitarra y Carlitos Francia en el chelo, que después fue parte de la Filarmónica y su mujer, que era concertino, y andábamos siempre juntos porque estudiábamos en el Collegium. Con él hice el disco Madrugada. De un lado estaba «Madrugada», que es un tema mío instrumental. Del otro lado estaba «El último organito». Tenía 22 años y al año hicimos el disco completo De madrugada con Juan Gelman. Ahí empecé a componer para el Cuarteto, con el que podíamos hacer folclore, estilo, huella, milonga, tango. Y todo hecho como ahora, pero con un gusto a lo de antes, porque escuché mucho a Corsini, a Gardel, a Magaldi, a Pugliese, a Troilo. Entonces lo que yo hago tiene esa semilla, música argentina desde el principio del siglo XX, porque canto cosas viejísimas. Imagínate, «Eche veinte centavos en la ranura», Tuñón lo escribió cuando tenía 17 años en 1922, yo la grabé en 1970, lo grabó Lidia Borda en 2000, y yo la sigo cantando en 2025. Es una canción que viene del año 1922 hasta acá. Y yo formo parte de eso. Extraordinario.
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–Formaste parte de una Argentina muy creativa en el plano cultural.
–Sí, pero también ahora tengo amigos que están haciendo cosas. Lo que pasa es que hay momentos culturales en Argentina y en cualquier lugar, ¿no? Algunos momentos son muy desgraciados, como nos tocó vivir a nosotros. Lo que está pasando ahora, también, es muy terrible, pero es parte de la cultura. Y una de las cosas que tenemos es que yo hice algunas canciones en donde empecé a cerrar la idea del Cuarteto entre el 64 y el 70, y ahí había un despelote bárbaro. Siempre golpes militares, Aramburu, Lanusse, Onganía o Rojas. Y nosotros no estábamos enojados, pero hicimos algunas canciones con Juan Gelman, como «Balada del hombre que se calló la boca», que tiene vigencia hoy día: «Todos hablaron, pero antes/ un hombre se calló la boca», dice. Hicimos otras canciones pero no eran de protesta, porque como decía Juan con ningún verso volteás lo que está pasando. También hacía cosas tradicionales sin dolor, sin clavarse puñales. Y sigo haciendo así. Con lo que está pasando ahora lo mejor es comer un buen durazno, o cantar una linda canción.
«Hay momentos que son muy desgraciados, como nos tocó vivir a nosotros. Lo que está pasando ahora, también, es muy terrible, pero es parte de la cultura.»
–Es un país que tuvo muchas intervenciones militares y, a la vez, con una resistencia y un movimiento cultural muy fuerte, del que vos fuiste parte.
–Es que me crié con mi hermano Alberto en la calle Suárez y después en la calle Olavarría, pero yo estaba siempre rodeado de pintores. Venían a casa Carlos Alonso, Martínez Howard, un dibujante de la puta madre, muy atorrante, que iba siempre con la botellita por la vía de la Boca de la calle Garibaldi. Bueno, a Presas, a Castagnino, a Macció, a Policastro, a Le Parc, a todos ellos los conocí personalmente. Después a los teatreros como el Chacho Dragún, amigo mío, Lizarraga, Tito Cossa, autores que yo conocía y actores como Héctor Alterio y Alfredo Alcón. O sea que eran apoyo y estábamos en los bares siempre, en el Comedia que estaba en la calle Paraná, y después en el bar El Colombiano, que estaba a la vuelta de Gotán. O por ahí nos encontrábamos con gente como Rodolfo Walsh en la calle Corrientes, a las cinco de la mañana. Nos formamos con esa gente.
–Ese fue el caldo de cultivo para todo lo que hiciste después.
–Claro, claro. Además, lo que pasó es que yo nací en el 39, estuve hasta el 51 acá, el barrio, el peronismo, cuando Evita nos dio la pelota de cuero y la olfateábamos: era una maravilla. Después me fui al campo. Había cuatro casas, no había luz, no había nada. El piso de tierra, nada. Un farol de esos de mecha. Y ahí teníamos una vaca. Nos hicimos amigos de Don Bombín que nos llevaba a sacar el maíz, las papas. Nos gustaba. Después trabajé de ceramista, hicimos un horno de cerámica con mi hermano Alberto y con mi viejo. Y empecé a tocar la viola y a cantar. Fui a Rosario a estudiar con 18 años, pero no entré porque no había terminado el secundario y me mandaron a Buenos Aires con Gómez Crespo, que fue un maestrazo para mí, el más grande de todo el mundo. Después volví a Mar del Plata, andábamos con Ricardo Piglia y un día cantando un folclore «en esa mañanita de la quebrada/ yo bajaba la cuesta como si nada», Piglia me dice: «Tata, pero nosotros somos urbanos». Y me dejó pensando. En el 63 conocí a Juan Gelman y me dio el libro Velorio del Solo. Y me dice: «Tomá, si querías hacer canciones, ahí tenés un poema». Y yo empecé a hacer una canción con «Madrugada». Le hice una música, pero no me entraba dentro del poema, porque no sabía y ahí aprendí. Porque yo no era del ambiente de Cátulo Castillo, Cadícamo, Contursi. No bailaba porque tenía alpargatas, mameluco. No era de la milonga, ni del tango. Y aparte en los 60 cayó todo eso y vino el Club del Clan. Entonces, yo quería hacer canción, pero no estaba en el ambiente. Entonces mi hermano Alberto, que nos formó a todos nosotros, dice «mirá, están todos estos poetas». Ahí agarré a Tuñón, Julio Huasi, un poeta comunista que hizo «San Pedro y San Pablo», un tangazo que cantó Goyeneche con Troilo. Todo ese barlurdo fue un ambiente bárbaro para mí. Cuando volví en el 84 me faltaba toda esa barra.
–No fue fácil adaptar a esos poetas.
–Tuve ese don de poder musicalizarlos, así de oreja, de lo que escuché de Gobbi, Pugliese, De Angelis, Troilo, Betinotti, Magaldi. Cuando armo cualquier poema me salen las melodías y se deben parecer a cualquier melodía que escuché, es seguro eso.
–El disco de Tuñon marcó un hito para el Cuarteto Cedrón.
–Sí, es muy importante. Recuerdo que primero hice las canciones de Tuñón. Salieron un montón. Una de las primeras fue «La fogata de San Juan», que era hermosa la letra. Después hice «Los ladrones» y «La cerveza del pescador de Schiltigheim», y después «Eche veinte centavos en la ranura», que decía: «Si quiere ver la vida color de rosa/ eche 20 centavos en la ranura». No es fácil toda esta modulación, que hago en la guitarra. Y no lo hice porque estudio tal cosa, me salió solo así. Soy un intuitivo, aunque estudié igual, pero no me acuerdo nada de lo que estudié. Todo me sale de la oreja. Entonces, esa es la forma y rescatando siempre, o teniendo un contacto, un cariño, con lo que uno escuchó.
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Tata Cedrón toma la guitarra, que está apoyada a su lado sobre el sofá azul, y se pone a tocar un estilo que dice: «Hoy, ayer, mañana y antes/ fuimos sol del mismo huerto/ y nos fuimos con los puertos/ a navegar la distancia/ donde sueña lo despierto». El sonido parece del siglo XIX, un viaje a los tiempos de los primeros payadores. La letra es de ahora, del poeta Urreta Vizcaya, que vive en San Martín de los Andes. El pasado y el presente se fundan en una nueva tradición actualizada, creando un camino que bordonea el futuro. Esa es la alquimia del Tata Cedrón.
«Soy un intuitivo, no me acuerdo nada de lo que estudié. Todo me sale de la oreja. Entonces, esa es la forma y rescatando siempre lo que uno escuchó.»
–Una vez le pregunté a Salgán cuál era el secreto para mantenerse activo a su edad. Dijo que cuando tocaba entraba en la música, que es como otra dimensión donde no hay tiempo.
–Nosotros igual. Cuando nos vemos decimos: «Tenemos que tocar todos los días». Cuando tocamos estamos en el aire. Es todo, muy, muy…
Entonces agarra nuevamente la guitarra y canta un fragmento de «Palabras sin importancia», el poema de Homero Manzi que musicalizó para el álbum del cuarteto Para que vos y yo (2016). Cedrón respira, hace silencios, frasea sobre la letanía del tango: «Escúchame al pasar, como yo escucho/ La lluvia que murmura en la ventana/ Pensando en algo que olvidé hace mucho/ Entre las cosas de la vida vana». Y luego levanta la vista y dice: «¿Ves? Estoy como jugando. Y en serio lo hago. No lo practico. Es flotante la música. No tiene una medida justa. No se puede marcar como un ritmo cuadrado. No tiene tiempo. Es un sonido, es efímero, habría que no grabar. Paso y pasó».