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¿Para qué sirven los libros?

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Osvaldo Aguirre

Con el avance de las nuevas tecnologías y sus múltiples pantallas, el formato físico busca mantener el poder de su encanto. Opinan escritores, editores e investigadores.

Postal urbana. La atracción que ejerce el celular suele competir con la atención que requiere un texto impreso.

Foto: Guadalupe Lombardo

Los viajes de corta distancia en trenes y colectivos, los trámites y las colas en los bancos, las esperas en los cafés, «toda esa infinita cantidad de horas, en general, las viví como un fin en sí mismo: la lectura», anota Carlos Battilana en Actos mínimos, un libro de reflexiones y ensayos breves. «No son las condiciones de lectura más cómodas; tampoco supone sistematicidad, y el movimiento del medio de transporte puede distraer cuando estamos subrayando una frase subyugante. Pero no importa», agrega el escritor. Un libro tiene un lugar entonces donde las redes sociales, las plataformas y los canales de streaming parecen más cómodas y apropiados para pasar el tiempo a través de celulares y tablets.

El lugar social del formato físico parece en cuestión con los avances de las tecnologías digitales. «Muchas de las funciones tradicionalmente asociadas al libro, como la educación, el acceso a un universo de ideas y a cierta clase de información, el entretenimiento, el relato de historias e incluso el placer estético hoy, son cumplidas de manera eficaz y atractiva por medios digitales», observa Alejandro Dujovne. La competencia «es muy distinta a la que hasta hace algunos años representaban la prensa gráfica, la radio, la televisión o el cine», según el investigador del Conicet y director del Centro de Estudios y Políticas Públicas del Libro, de la Universidad Nacional de San Martín.

Pero si los televisores, los celulares, las tablets y las computadoras cumplen funciones del libro, «el modo en que nos relacionamos y nos apropiamos de los contenidos no es idéntico», subraya Dujovne. «La experiencia de la lectura de libros, más aún de libros físicos, sigue siendo profundamente distinta a la que nos proponen las prácticas culturales asociadas a las pantallas».

El editor Damián Ríos da fe de la diferencia: «Cada lector tiene una memoria personal relacionada con el libro físico, con determinadas páginas o partes del objeto. Hoy se generan comunidades alrededor de editoriales, librerías y grupos de lectura. Para esas comunidades, que son pequeñas pero intensas, el libro tiene un lugar central para el entretenimiento, la cultura general y para pensar las condiciones políticas y sociales de la contemporaneidad».

Un lector tiene derechos, según un decálogo establecido por el escritor francés Daniel Pennac. Entre otros, «el derecho a leer en cualquier parte», «aprobado y compartido tanto por ávidos lectores como por quienes se acercan muy de vez en cuando a la lectura». La cuenta @sublecturas de la red X registra esa práctica a través de fotos de lectores y de libros en las líneas de subte de Buenos Aires.

Según Hernán Worthalter, editor de la cuenta, una condición es que se trate de objetos físicos: «No me interesan que sean libros electrónicos porque no tienen la magia del papel». El hechizo se verifica en las imágenes de lectores de pie o sentados, en horas pico o en espera de los coches, concentrados en novedades, rarezas, clásicos. La lectura no requiere intimidad: un libro puede crear el ambiente necesario.


Presenciales y virtuales
«Es obvio que el imaginario tradicional sobre el libro y su lugar preponderante ya no están vigentes, pero el libro y la lectura siguen ocupando un lugar», analiza la escritora y ensayista Beatriz Actis. «Se construirán otras formas de lectura. En todo caso hay que plantearse cómo operan y se construyen los nuevos conceptos de lectura en distintos contextos y momentos históricos, más allá del formato».

Autora de la novela Que pase algo pronto y trabajadora de prensa de tres editoriales independientes, Agustina Espasandín destaca la circulación del libro en espacios presenciales y virtuales. «Los nuevos lectores están apareciendo. La Feria de Editores (FED) muestra cada año un aumento de gente que recorre, conversa con editores, busca libros. El trabajo de influencers o divulgadores de libros en redes sociales es también importante, porque accede a un público masivo y contribuye a construir comunidades nuevas».

Foto: Jorge Aloy

Damián Ríos reconoce «una pérdida evidente de lectores», pero a la vez sostiene que las pequeñas y medianas editoriales «no están solas en la medida en que identifican esas comunidades de lectores y las proveen de buen material». En la reconfiguración, «la industria editorial empieza a tener una circulación parecida a la que le conocimos a la poesía a través de los festivales y de relaciones personales, ahora con la ayuda de las redes sociales». La dificultad agregada, según Espasandín, son los criterios de la difusión mediática: «Hay una suerte de monopolio de los grandes grupos editoriales. Estaría bueno democratizar la visibilidad de libros en medios y en redes. Es frustrante ver cómo la atención hacia los mismos autores y las mismas editoriales dificulta el acceso a nuevas voces y a nuevas traducciones».

Para Beatriz Actis, el soporte físico y los formatos digitales «pueden ser lenguajes que se apoyan mutuamente: el fenómeno de los booktubers, por ejemplo, sigue vigente y su presencia es convocante no solo en canales de YouTube o TikTok, sino también en espacios presenciales, como ferias del libro. Y una aplicación como Wattpad combina y actualiza prácticas de biblioteca, club de lectura e interacción a través de redes sociales».

Según Dujovne, no hay estudios actuales sobre el valor social que se le asigna a los libros. «Incluso contando con datos, debemos preguntarnos en qué medida la valoración positiva del libro puede estar disociada de la práctica lectora –afirma el investigador–. El prestigio de los libros puede no ir acompañado del interés ni de la disposición por leerlos. La pregunta es cómo hacer de los libros y de su lectura un valor sustantivo que comporte una práctica. Se trata de un desafío político de primer orden, ya que es el Estado quien puede y debe trabajar en una cultura del libro».

Mientras tanto, las dificultades del presente también actualizan y redescubren virtudes. Para Agustina Espasandín, «el libro hoy es lo que fue siempre: un objeto que emana cierto misterio y que tiene la cualidad súper noble de generar una promesa o expectativa de que en él habrá algo que le hable a uno. En el estado actual del mundo, y especialmente con el ataque a la cultura en la Argentina, el libro se recarga de esa esencia».

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