De cerca

Civilización y barbarie

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Dramaturgo, director, músico, historiador y novelista, acaba de reestrenar «Tarascones», una comedia grotesca que desenmascara la violencia que encubren ciertas prácticas en la sociedad argentina de estos tiempos. El origen de su vocación, las claves de su obra y su método de trabajo.


Gonzalo Demaría es uno de los dramaturgos más originales del teatro argentino actual. Viene desarrollando un proyecto dramático y escénico único, al margen de toda moda o fórmula, en el que confluyen sus saberes de historiador, compositor musical y director de escena. El año pasado estrenó, en el Centro Cultural de la Cooperación, Juegos de amor y de guerra, con dirección de Oscar Barney Finn. Ahora acaba de reestrenar en El Picadero otra de sus obras imperdibles: Tarascones. Con dirección de Ciro Zorzoli, tiene un elenco sobresaliente: Paola Barrientos, Alejandra Flechner, Eugenia Guerty y Susana Pampín. Se estrenó con muchísimo éxito en el Teatro Nacional Cervantes, en 2015 (durante la gestión de Rubens Correa y Claudio Gallardou); regresó ahora, en formato de cooperativa.
Tarascones es una obra descomunal, que no se puede dejar de ver. Parte del desopilante encuentro de cuatro mujeres de clase alta, que hablan en verso, quienes han encerrado a una criada paraguaya en su habitación porque la acusan de «homicidio». Se otorgan a sí mismas la atribución de enjuiciarla. El juego con una máscara paraguaya pone en evidencia la violencia de la subjetividad de la derecha, hoy dominante en la Argentina. Un grotesco para no parar de reír y pensar, revelador de las estructuras de nuestra sociedad. Antes de su viaje a Brasil, donde se estrena una versión de Tarascones, Demaría describe la naturaleza de su teatro.
–¿Cómo nació Tarascones?
–En mis desordenadas lecturas me crucé con un poema de un autor italiano del siglo XVIII, Giuseppe Parini. Más bien con un pasaje de su obra, conocido como «La vergine cuccia», es decir «La cuzquita virgen». Ya el título promete. Se trata de una visita a una casa aristocrática, donde un joven se enorgullece de ser vegetariano y la señora de la casa de haber despedido a un criado por patear a su perrita. El criado y toda su familia mueren de hambre en la calle, pero la perra ofendida es vengada. Esto del amor por los animales por encima del amor a los hombres abre muchas perspectivas. Por un lado, está aquella frase popular de «más conozco a los hombres, más quiero a mi perro», con la que todos podemos adherir. Pero deshumanizar al personal de servicio, volverlo menos que un animal, es una brutalidad muy extendida también. Las señoras que consienten a sus caniches como a bebés y maltratan al chofer o a la mucama eran mi tema.
–¿Por qué en verso?
–Decidí contar esta historia en verso. Versos medidos, perfectamente rimados, en formas clásicas como las del soneto, el romance, la redondilla, el ovillejo. Es decir, una forma propia del Siglo de Oro para una trama de living, con personajes que dicen palabras como «Campari», «plan social», «zombi», «Punta del Este».  Me interesan la violencia del lenguaje y el cruce de registros.
–¿Qué te parece la puesta de Ciro Zorzoli?
–Todo empezó con Alejandra Flechner, una animal de actriz, justamente. Teníamos el deseo de hacer algo juntos. Un día en un bar le leí algo de lo que estaba trabajando y le gustó. Ya terminada la obra, Alejandra la acercó al Cervantes. La leyeron y también a ellos les gustó. Conclusión, que le ofrecimos por consenso la dirección a Ciro Zorzoli. Ciro es un tipo muy musical, además de un estupendo director de actores, y eso resultó ideal al verso. Hizo un trabajo preciosista con el texto y me señaló un par de cuestiones que ocurrían en el final de la versión original, que resultaron en mi reescritura de una parte de la obra. Le reconozco esta lucidez. Así es el teatro, y el dramaturgo que no lo entienda que se vaya a escribir cuentos o novelas.
–¿Y el trabajo del elenco?
–Las actrices de este cuarteto de señoras, Paola Barrientos, Alejandra Flechner, Eugenia Guerty y Susana Pampín, son fundamentales para el éxito del espectáculo. Manejan la comedia como ya pocas de su generación lo hacen. Quizá no lo sepan, pero son herederas naturales de una tradición genial de capocómicas nacionales que se remonta a la legendaria Orfilia Rico, a principios de siglo XX, pasando por Felisa Mary, Leonor Rinaldi o Beatriz Bonnet.
–Están reunidas para jugar a la canasta y terminan peleándose entre ellas.
–Si no recuerdo mal, la canasta fue un juego inventado en el Río de la Plata. Es muy nuestro entonces, pero fue adoptado por la alta sociedad europea en los años 40. Me parece haber oído la palabra en alguna sofisticada canción de Cole Porter o de Noel Coward. Las señoras porteñas todavía se reúnen a jugarla. Y a charlar y hacerse confidencias. La noche de mujeres que se depredan en medio de un living se volvió un género teatral en sí mismo a partir del éxito de la obra española Brujas, que se presentó en Buenos Aires en los años 80. Siguieron imitaciones más o menos convencionales hasta el día de hoy. Entonces, me propuse tomar este modelo. El hecho de que todo girara en torno a un caniche asesinado y la forma fuera el verso, me protegieron de caer en la simple fórmula e ir un poco más allá.

–Es maravilloso el efecto de la máscara.
–Las máscaras son teatro, ya se sabe. Pero también son carnaval. Y en el carnaval vale todo. Un antecedente de esta fiesta pagana eran las Saturnales de los romanos, donde los esclavos tomaban el lugar de los amos y viceversa. Esto es lo que pasa en el living de casa de la obra. Solo que estas señoras, que no quieren a nadie y están un poco locas, entran por momentos en genuina posesión. Hablan lenguas, se contorsionan. Quién sabe si las máscaras, incluso en el teatro, no son portales de entrada para ciertos espíritus, digamos teatrales, rituales, incontrolables.
–¿Tarascones contiene una crítica a la sociedad argentina?
–La Sociedad de Beneficencia, con todo lo bueno que tienen sus honorables propósitos, fue en nuestro país, como lo es en otros, un pretexto para brillar socialmente, para crear jerarquías y tiranizar. Hemos conocido por las crónicas policiales los nombres de ciertas señoras involucradas en crímenes cometidos en una sociedad de protección animal.

De la historieta al escenario
Por su edad (tiene 47 años), Gonzalo Demaría pertenece a la generación de autores que empezó a estrenar sus obras en los años 90, como Rafael Spregelburd, Lola Arias, Claudio Tolcachir y Federico León, una camada de grandes renovadores del teatro argentino hoy vigente.  
–¿Cómo nace tu vocación?
–Creo profundamente en la vocación. O, mejor, creo en la vocación en un sentido místico. No por nada la primera vez que aparece esta palabra en un autor español (Gonzalo de Berceo, el más antiguo conocido por su nombre) está inserta en un contexto religioso. La vocación, lo sabemos, salva. Consagra. Y es un enorme alivio cuando aparece en la infancia. Yo escribo historias desde que supe el alfabeto. O historietas, porque las primerísimas fueron en forma de cómic. La relación entre el cómic y el teatro es bastante obvia, el dibujo como narración, es decir puesto en acción y en secuencia. Así llené varios cuadernos Rivadavia que todavía conserva mi madre, que es abogada. Ahora pienso que la Historia, así con mayúscula, ya estaba presente en ellos. Ese gusto viene de mi padre, también abogado.
–¿Dibujabas las historietas?
–Ilustraba yo mismo mis comics, y no debí hacerlo del todo mal porque a los ocho o nueve años obtuve en un concurso de pintura intercolegial el primer premio, con un jurado que incluía a Raúl Soldi.
–¿Reconocés constantes en tu obra?
–Los opuestos se atraen, no se rechazan. Será por mi insaciable curiosidad de saber, de aprender, que siempre me interesó la gente bien distinta de mí. Y como estoy un poco hiperalfabetizado, esto se traduce en la sencillez del habla rústica, en la espontaneidad contraria al formulismo de la retórica. Estos dos planos de lengua suelen aparecer y violentarse mutuamente en mi teatro: el culto y el popular. El lenguaje «tumbero» en el caso de Fidelino en Lo que habló el pescado, el «wachiturro» en el caso del cartonero de La maestra serial, o el lunfardo-gay propio del reviente de los años 80 en Jorge Oscar Chinchurreta de Conurbano I. Pero refinando la respuesta, este contraste es efecto del encuentro entre personajes polares, y el choque lingüístico viene por añadidura. Civilización y barbarie, se dirá. Sí, pero intercambiables. Si digo que estos personajes «bárbaros» aportan algo a sus contrapartes «civilizadas», es porque entonces no son una tábula rasa, un pizarrón limpio donde el maestro de turno escribirá su doctrina. Mis bárbaros son maestros en su propia ley. No es demagogia, es experiencia personal. La civilización y lo libresco, de lo que no reniego porque amo los libros con una pasión un tanto patológica, buscan su compensación.
–¿Cómo trabajás?
–Cuando empiezo a concebir una obra me nutro. Viajo. Me acompaña un inseparable cuaderno, metido dentro de un inseparable morral. Y varios libros de turno. Libros distintos: literatura, ensayos, obras visuales. Música también. Esto en particular con obras que me exigen la investigación, ya sea por temas históricos, de lenguaje u otros. Digamos que hago un viaje parecido al que me gustaría que hiciera el público a su turno. No pienso en actores, aunque admito que alguna vez se me aparece alguno que otro durante la escritura. Pero aprendí que puede ser frustrante meterse alguien en la cabeza durante la escritura. Hay que ser libre. La obra escrita es una cosa, la obra puesta en escena, otra. Nunca pienso en términos de dirección.

–¿Vivís del teatro?

–Soy un privilegiado porque, al menos en etapas, he podido vivir del teatro. Aunque confieso que esto se debe en buena parte a que trabajé bastante afuera, principalmente en Francia, también en España. Tuve algunas obras en la cartelera comercial de Buenos Aires, teatro Maipo incluido, lo cual en el último tiempo se ha vuelto más y más una rareza para un autor nacional. Pero soy consciente de que no es nada fácil vivir del teatro para un autor argentino que trabaja en su país.
–¿Te considerás vinculado a un grupo, tendencia, movimiento, generación?
–Durante un tiempo, en mis inicios como autor, tuve una suerte de complejo con el tema de la pertenencia a un grupo. Soy de la generación del famoso Caraja-jí, más o menos, y saber que existía una especie de club de autores de mi edad, una especie de Tabla Redonda, me hacía sentir un excluido. Pronto entendí que esto era más un valor que una falta. Sé que escribo de una forma muy personal, aunque esto es una obviedad, porque vale para cualquier persona; sé que no estoy inscripto ni en el naturalismo que tomó por asalto nuestro teatro un tiempo atrás, ni en un impostado realismo mágico que también pulula, ni en ningún otro movimiento. Que mi temática es ajena a nuestra escena, aunque sus personajes sean en el fondo más teatrales que el teatro, como lo son Papa de Conurbano I; la vampira, de La Anticrista o el telonero de revista de El diario del Peludo. Sé también que tengo herramientas perdidas en nuestro oficio, como lo son la escritura en verso rítmico o la lisa y llana tradición del teatro porteño, en la que me pretendo apoyar por momentos.

Fotos: Jorge Aloy

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