Reciente ganadora del Premio Ciutat de Barcelona, la escritora obtuvo una notable proyección internacional con su último libro de cuentos, que ya fue traducido a unos 20 idiomas. La literatura popular y sus principales referentes. El periodismo cultural y la banda de sonido de su obra.
26 de abril de 2017
Un buen día, en La Plata, esta hija única de una madre médica que le recita poemas de Baudelaire se sienta frente a la máquina de escribir de su padre, ingeniero. Sin haber escrito nada antes, termina una novela antes de finalizar el secundario. 20 años más tarde, una mañana de calor, en Buenos Aires, Mariana Enríquez se hace un hueco entre trámites varios para conversar con Acción. Acaba de recibir el Premio Ciutat de Barcelona y está preparando su viaje al festival de literatura internacional PEN World Voices en Nueva York. Es que su último libro, Las cosas que perdimos en el fuego, viene corriendo una suerte extraordinaria.
Traducido a una veintena de idiomas, se conseguirá en tierras tan remotas como Dinamarca, Noruega, Rumania, República Checa, China, Taiwán, Turquía o Grecia. Con apenas días en las librerías, llueven los elogios alrededor de ese conjunto de relatos donde el horror, lo fantástico y las atrocidades que puede producir un país como la Argentina están trenzados por una escritura punzante. Los circuitos de matanza del Petiso Orejudo, el Riachuelo o el subterráneo porteño son algunos de los escenarios que aprovechó. Según ella, «el terror siempre es político» y la realidad un campo de tiro para su imaginación oscura. «Siempre fuiste mostrita, la condesa morbosa», aparece en un diálogo del libro, y eso también se le podría decir a esta escritora clase 1973.
Hay un vínculo acentuado entre su primer libro, Bajar es lo peor –publicado con solo 21 años y reeditado hace poco por editorial Galerna–, y este último, consagratorio: los dos generaron grandes cantidades de lectores y abundante atención por parte de la crítica. Era muy chica todavía cuando la invitaban a programas de televisión como el de Chiche Gelblung, para hablar de sus personajes. Entre los dos títulos, lo que hubo tampoco pasó desapercibido: Cómo desaparecer completamente, Cuando hablábamos con los muertos o Los peligros de fumar en la cama, libro de cuentos que Anagrama relanzó junto con la novedad, la ubicaron como una de las voces narrativas más destacadas de su generación. Además, publicó Alguien camina sobre tu tumba –libro de crónicas de sus viajes a cementerios– y La hermana menor, un perfil de Silvina Ocampo. Y es que Enríquez es, también, periodista: no bien comenzó a estudiar esa carrera consiguió un lugar como redactora en Página/12. Allí, ahora, ejerce como subeditora en el suplemento Radar.
–¿A qué le adjudicás esta especie de boom con Las cosas que perdimos en el fuego?
–Uno nunca sabe por qué pasan estas cosas. Creo que hay algo que sintonizó con los editores: por un lado, el cruce entre política o mirada social con terror, que para mí no es raro, porque ya está en Stephen King. Y después está aquello de que todas las narradoras del libro son mujeres, en un momento en el que el tema de la identidad y la cuestión de género están súper presentes. Estos serían elementos extraliterarios: además de que el texto les gustó, supongo, lo cierto es que tiene que haber otras cosas para que un libro funcione de verdad. También hay un interés reciente hacia autores de otros países, cierta búsqueda de diversidad, y varios escritores argentinos están publicando su primer libro en Estados Unidos. Leila Guerriero, Samanta Schweblin, Martín Felipe Castagnet, Hernán Ronsino, por ejemplo. Ese país sirve como parámetro porque es la última frontera: publican muy pocos extranjeros.
–Has defendido los géneros literarios populares, ¿fue Stephen King la influencia más grande en ese sentido?
–Hay varios, pero él sí, claro. Me parece un muy buen observador de la cuestión social y de las costumbres de su país, y admiro cómo mezcla eso con el horror. Si bien había antecedentes, como los de Ray Bradbury o Mary Shelley, lo que él hizo fue crucial. Hay también escritores muy refinados que ya escribían terror, como Henry James. A mí, el fantástico y el terror siempre me resultaron géneros muy literarios. No me parece para nada que lo popular y lo entretenido, si querés, esté reñido con lo literario.
–¿Cómo empezaste a leer?
–En mi casa había una biblioteca amplia y no había restricciones de ningún tipo, yo podía leer lo que quisiera. Mis viejos compraban colecciones, como la de Bruguera o la de Salvat, que tenía no ficción, ficción y teatro. Ahí leí por primera vez Hamlet o Antígona.
–¿Y quiénes están en tu panteón de escritores más queridos, ahora?
–Faulkner. Carson McCullers, quizás más que Flannery O’Connor, que me gusta mucho. Katherine Anne Porter, Virginia Woolf, Dickens. Hay toda una camada de escritores británicos que me gusta mucho: J. G. Ballard, M. John Harrison, Robert Aickman. Y escritores que son guionistas de cómics, como Neil Gaiman y Alan Moore. Shirley Jackson me gusta mucho, a ella la conocí por King. Yo quería saber quién era esta señora a la que King le dedicaba libros, y los conseguía en librerías de viejo. De acá me gusta mucho Mujica Láinez, los cuentos de Cortázar: no tanto como novelista. Me gusta Borges, obviamente. Silvina Ocampo, Roberto Arlt. Creo que Manuel Puig es el tipo que más me gusta. Saer, aunque de todos es probablemente al que menos tomo como inspiración. Me gustan los primeros libros de Vargas Llosa, sobre todo La ciudad de los perros. Es increíble que ese autor hoy sea el tipo que es.
–Como lectora, ¿qué esperás de un libro?
–Tengo una especie de TOC, y cuando empiezo a leer un libro lo tengo que terminar. Sobre todo, lo que espero es que me sumerja totalmente, salir del libro y haber leído sesenta páginas sin darme cuenta. Que no haya un esfuerzo por quedarme, aunque sea muy denso el texto. Que haya un mundo tan claro para el escritor que te haga vivir en él.
–¿Y qué te gustaría generar en los lectores?
–¡Algo así estaría bueno! Pero no pienso tanto en los lectores cuando escribo. Obviamente, me encanta que me lean y me parece halagador, y en un punto sorprendente, pero cuando escribo, hablo de lo que a mí me interesa.
–¿Nunca quisiste estudiar Letras?
–No.
–¿Bajar es lo peor la escribiste mientras estudiabas periodismo, o antes?
–Mitad y mitad. Empecé a escribir esa novela a los 17. Estaba en la secundaria. Y la terminé al otro año, cuando entré en la facultad.
–¿Y qué venías escribiendo antes de eso?
–Antes, nada. Fue lo primero que escribí. Se lo mostré a un par de amigos, pocos. Y después a Gabriela Cerruti. En ese momento, mi mejor amiga era su hermana menor, Andrea. En Planeta había una colección de libros para jóvenes y no tenían ficción para publicar ni demasiados autores de mi edad en el catálogo. Le conté a Gabriela, al pasar, sobre mi novela, sin ninguna intención, porque yo no sabía que estaban buscando algo así. Me la pidió, la leyó, la presentó. Ahí hubo un pequeño tire y afloje sobre quién iba a editar el libro, que necesitaba trabajo, por supuesto. Yo lo quise hacer con Juan Forn, aunque no tenía idea de quién era nadie ahí y no lo había leído todavía a él. Es que era muy pendeja, y no era una época fácil; años 1994 y 1995.
–¿Qué recordás de ese trabajo con Forn?
–Podría decir que fue el único taller de escritura que tuve. No podría listar las diez lecciones de Juan, pero las tengo incorporadas. Hizo un trabajo muy encima del texto y muy general al mismo tiempo, y fue para mí muy esclarecedor. Supe lo que podía hacer, lo que no podía hacer, hasta dónde ir.
–¿Cómo tomaste las repercusiones de la publicación a esa edad?
–No esperaba nada, así que fue totalmente sorprendente. En esa época me escribían cartas los lectores, cartas de papel. O venían al diario y me preguntaban dónde vivía el protagonista y tenía que explicarles que no existía, que no era real.
–Entre esa novela y Cómo desaparecer completamente hay diez años sin publicar.
–Sí, porque no sabía si quería seguir escribiendo, la verdad. Yo no hice taller, no conocía escritores. No estaba en ningún ambiente relacionado con la literatura, más allá de los libros. Los 90 fueron para mí de incertidumbre en muchos niveles. No sabía qué quería hacer, y además tenía que laburar. Yo nunca busqué hacer la carrera literaria, nunca estuve en plan de conseguir becas para irme a algún lado a escribir. No me interesa, y además no lo sé hacer.
–En esa pausa, ¿no escribiste nada?
–Sí, escribí una novela entera y la tiré. Era pésima, un intento de novela fantástica y de horror, pero todavía me faltaba mucha escritura para poder hacer eso.
–En tu segundo libro, Cómo desaparecer completamente, hay un universo compartido con los de las ficciones que siguieron, ¿de dónde salen esos personajes?
–Es gente que yo conocí, la verdad. Personas desfiguradas, y no solo físicamente, con historias y rasgos que manipulé para convertirlos en personajes. No son producto de la imaginación.
–¿Por qué decís que no es lo mismo terror que horror?
–Me parece que el terror es una cosa mucho más tabulada genéricamente, la irrupción del monstruo con ciertos convencionalismos. Pero si vos escribís un cuento en el que hay una maldición que produce que la gente se vuelva pobre, lo que estás laburando es una suerte de horror social. De todos modos, eso está en el terror tradicional: se puede ver en Poltergeist, o leer en Cementerio de animales, donde el horror son los cementerios indios profanados. Tiene que ver con una masacre del pasado, pero que de tan pasado se vuelve mítico. A mí me interesa hacer eso mismo, pero un poquito más cerca en el tiempo.
–¿Cómo trabajás las ideas que se te van ocurriendo?
–Tengo un anotador de ideas muy sobrevoladas. Los cuentos, sobre todo –la novela no, porque es otro monstruo–, los pienso mucho. Al cuento lo escribo en mi cabeza, enterito, antes de bajarlo, y lo escribo de una sentada. Con la corrección puedo estar una semana, dos, pero no más. Después se los paso a alguien en quien confío. En este momento, mi editor privado es Salvador Biedma. Yo soy bastante perezosa en algunas cuestiones y él es súper obsesivo, así que cuando me devuelve lo corregido yo puedo ir eligiendo qué «descorrijo». Él tiene cierta exigencia que yo no tengo y no necesariamente quiero, pero me permite saber cuál es el texto más estilizado que podría tener y entonces decidir en cuánto lo voy a «devolver a la naturaleza».
–Detrás de la publicación de Las cosas que perdimos en el fuego hubo una especie de «guerra de editores» para quedárselo. ¿Vos qué querías?
–Yo no quiero nunca nada. Lo que quiero es publicar el libro, en general, cuando me parece que está listo, pero no tengo pretensiones muy tremendas. Cuando mi agente consiguió que lo leyeran en Anagrama, le gustó a Jorge Herralde y por eso se publicó. Por su capricho, en el buen sentido, porque es un catálogo al que es difícil entrar con género. Este libro es raro para ellos, pero él lo quiso publicar y ya, ¿cómo le voy a decir que no? Es un gran catálogo y una editorial que te brinda mucha exposición, pero no te la da con una expectativa bestial. Ellos no pretenden que vendas 10.000 ejemplares para considerar que al libro le fue bien.
–¿Creés que con este libro llegaste a hacer eso que te pareció que no podías con la novela que tiraste, a escribir como querías?
–No. No me parecen los mejores cuentos que leí y espero que no sean los mejores que puedo escribir.
–¿Vas a seguir por este camino?
–No sé. Ahora terminé una novela chiquita, que es fantástica, con elementos oscuros, pero para mis estándares no es de terror. Y estoy en el medio de una novela de terror larga, muy ambiciosa, a la que no sé si le tengo mucha confianza, pero me la quiero sacar del sistema. Yo me doy cuenta, viendo todo lo que voy escribiendo, que la constante en mis libros es que me aburro de lo que vengo haciendo, y cambio. Dentro del arco de lo que me interesa, que es bastante amplio pero no tanto, me canso. En un punto es conspirativo, un poco contraproducente en términos de carrera, pero la verdad es que si me preguntan si quiero escribir este tipo de cuentos de acá para siempre porque son «el hit», digo que no, me muero.