10 de octubre de 2023
La apología de la última dictadura y la negación de sus crímenes irrumpieron en la campaña electoral de la mano de Milei y Bullrich. Curiosas coincidencias entre Massera y el líder de La Libertad Avanza.
A la derecha de su pantalla. Los candidatos de JxC y LLA en el primer debate presidencial.
Por primera vez desde la vuelta a la democracia, a fines de 1983, se destaca en el menú temático de una campaña electoral la exaltación a la última dictadura, junto con el negacionismo ante sus crímenes, siendo los bastoneros de semejante tendencia nada menos que Javier Milei y Patricia Bullrich.
De hecho, durante el reciente debate en Santiago del Estero, el líder de La Libertad Avanza (LLA) abrió el fuego al respecto al proclamar: «No fueron 30.000 los desaparecidos; son 8.753». Ni uno más.
Y remató: «En los 70 hubo una guerra. En esa guerra, las fuerzas del Estado cometieron excesos, pero los terroristas de Montoneros y del ERP mataron, secuestraron y pusieron bombas».
Dicho sea de paso, esta frase resulta particularmente aterradora, ya que es un calco de la que pronunció Emilio Eduardo Massera en 1985, durante el Juicio a las Juntas. ¿Simple casualidad o acaso el almirante se comunica desde el Más Allá con Milei, así como también lo hace su difunto perro, Conan?
A su vez, la caudilleja de Juntos por el Cambio (JxC) fue más aplacada, y solo farfulló: «Quiero plantear esto con claridad; decir que esta tragedia tan brutal tiene hoy que ser reconocida por los muertos de la dictadura (sic), como los muertos de las organizaciones armadas, tanto civiles como militares».
Pero no fue tan imprecisa en una misiva de su cuño que, a mediados de septiembre, hizo circular en el ámbito castrense. Allí prometió una «salida justa» al trato «inequitativo e inhumano» que sufren los represores procesados o condenados por delitos de lesa humanidad.
Quizás aquella carta fuera fruto del anhelo de su autora por disputar con LLA el voto del sector más troglodita del electorado, inmediatamente después del homenaje a las «víctimas de la subversión» en la Legislatura –un escenario sin antecedentes en la materia–, organizado por su candidata a vicepresidenta, Victoria Villarruel, una apologista del genocidio, sobre quien ya corrió un río de tinta. Lo que se dice, una sana competencia en torno a un mismo ideal.
No obstante, en esta gesta subyacen, entre Milei y Bullrich, diferencias conceptuales y metodológicas poco notables a simple vista. Bien vale, entonces, analizar la cuestión.
La danza de los demonios
En esta puja, Milei acaba de pasarse de la raya al evocar la etapa montonera de la actual dirigente ultraderechista, acusándola de haber colocado bombas en «jardines de infantes». Un disparate con graciosas derivaciones: hasta el diario La Nación salió al cruce del libertario al publicar, el 2 de octubre, un artículo –diríase– en defensa del buen nombre y honor de las organizaciones armadas del pasado, estableciendo su ajenidad en ataques a esa clase de blancos.
Pero más allá de este paso de comedia, Milei comparte con todos ellos la falacia contable del exterminio, al repetir como un loro el embuste de los 8.753 desaparecidos. Algo ya desmentido en forma concluyente.
Lo cierto es que él había incurrido en una interpretación antojadiza de las estadísticas del Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado, cuya base de datos solamente incluye legajos de la CONADEP con denuncias previas a 1987, ciertos expedientes judiciales y una lista de los hábeas corpus. Un balance parcial y, por lo tanto, inhábil para toda conclusión cuantitativa.
¿Acaso su propósito fue instalar un debate aritmético al respecto? Un debate que –por su sola realización– pondría en tela de juicio la ética de los organismos de derechos humanos. Así funcionan las leyes del negacionismo.
Sin embargo, entre su dialéctica y la realidad se interpone el inapelable valor documental de un viejo paper de inteligencia.
Esa hoja –enviada desde Buenos Aires el 4 de julio de 1978 al cuartel general de la DINA, la policía secreta de Pinochet–, consignaba: «Se tienen computados 22.000, entre muertos y desaparecidos, desde 1975 a la fecha».
Era el saldo –calculado por el Ejército– de la represión en la Argentina cuando aún faltaban cinco años y medio para el fin del ciclo militar. En otro informe se aclara que ese dato «proviene del Batallón 601 de Inteligencia». Al pie del envío hay un nombre de fantasía: «Luis Felipe Alamparte Díaz». Así se hacía llamar el espía trasandino Enrique Arancibia Clavel, nada menos que el delegado represivo de su país en Buenos Aires a los efectos del Plan Cóndor.
En definitiva, el único registro fehaciente sobre el número de víctimas solo está en poder de los represores. Tanto es así que la estimación de 30.000, convertida en consigna, no es de ningún modo arbitraria, dado que responde a diversas variables; entre otras, al hecho de que la cifra tentativa de cautivos en los tres principales centros de exterminio –la ESMA, Campo de Mayo y La Perla– ya de por sí supera los censos de la CONADEP, en un esquema donde hubo otras 497 mazmorras clandestinas debidamente identificadas.
Otro lugar común alegremente esgrimido aquel domingo por Milei fue eso de que «en los 70 hubo una guerra», un viejo argumento que deriva en la «teoría de los dos demonios».
Para su refutación bastan apenas 317 caracteres: en rigor, hubo solo un demonio, puesto que las organizaciones guerrilleras ya estaban prácticamente desarticuladas al momento del golpe. En consecuencia, lo que sí existió fue un plan de exterminio; una persecución contra toda la sociedad argentina a través del terrorismo de Estado. Esa fue la famosa «guerra sucia».
Al respecto, Bullrich se permite una ingeniosa voltereta conceptual.
El martirio de los angelitos
En este punto, es necesario retomar su misiva a los represores.
En uno de sus párrafos, sostiene: «Compartimos hace mucho tiempo una misma vocación, que es la grandeza de la Patria. Cualquiera podría decir estas palabras, pero en el caso de ustedes y en el mío propio, ellas fueron probadas en la fragua de la vida y en el cumplimiento del deber». Conmovedor.
Esta frase, en realidad, remite a una vieja historia, que se desencadenó a mediados de los 80, cuando el Gobierno de Raúl Alfonsín debía enfrentar el aún amenazante jadeo del poder militar.
Ya había derogado la «Ley de Autoamnistía», impuesta por el régimen de facto poco antes de concluir, y dispuso la realización del Juicio a las Juntas; pero también firmó un decreto para procesar a quienes integraron las cúpulas guerrilleras en la década anterior.
Tal medida incluía a Rodolfo Galimberti, el célebre cuadro operativo de la «Orga» y cuñado de Bullrich.
El tipo ya amasaba los sueños de riqueza que, años después, lo llevarían a asociarse en negocios con agentes de la CIA. Pero además tenía aspiraciones políticas, por lo que organizó una agrupación: la Juventud Peronista Unificada (JP-U), en cuya cima puso a la buena de Patricia.
Claro que, dada la orden de captura en su contra, debía permanecer en la clandestinidad, y eso lo contrariaba sobremanera.
–Esto es la «teoría de los dos demonios» en estado puro –solía quejarse ante sus allegados.
Entonces, decidió contraponerla con lo que podría llamarse la «teoría de los ángeles caídos», para lo cual contó con la anuencia de algunos represores, como el esbirro de la ESMA Jorge Radice (a) «Ruger» (actualmente preso por delitos de lesa humanidad).
En resumen, el asunto colocaba en un mismo plano de inocencia penal a guerrilleros y represores. En cuanto a estos últimos, su argumentación era que el Pentágono los había usado para la «guerra sucia» –esa era la expresión que salía siempre de su boca al hablar del tema– y ahora los inmolaba para el goce de una clase media culposa que antes había aplaudido a Videla.
La propuesta, aunque poco después deslumbraría a los «carapintadas», tuvo un vuelo gallináceo y, finalmente, cayó en la nada.
A más de siete lustros de su origen, Patricia Bullrich la rescató del arcón de los recuerdos para alimentar su afán presidencialista.
La historia otra vez se repite en forma de farsa.