21 de octubre de 2014
Algunos temas de la coyuntura económica pueden ayudar a comprender varias cuestiones esenciales del hacer cotidiano, en una sociedad que intenta ser dividida en dos partes irreconciliables por aquellos que desean volver al neoliberalismo. Divide y reinarás, parece ser la estrategia que han elegido. Comencemos por un tema que está en debate actualmente, como lo es el Presupuesto Nacional 2015. El Presupuesto es un plan de gobierno, que expresa una ideología determinada, y lógicamente posee defensores y detractores según la línea política que profesen.
De allí que algunos analistas y políticos hayan dicho que el Presupuesto 2015 presentado por el gobierno es un dibujo, aún antes de conocer las cifras, y relegaron la crítica a la veracidad de las proyecciones planteadas, que son indicativas. Debe tenerse en cuenta que la revisión de los presupuestos ha sido una constante en el mundo en estos años, especialmente en el que transcurre, porque a medida que avanza el año, los datos de las principales variables económicas de gran parte de los países, en particular el PIB, muestran recortes significativos.
Desde el gobierno se presenta al Presupuesto 2015 como una herramienta para la continuidad del proyecto iniciado en 2003, y efectivamente, se observa esa vinculación con los anteriores; por ejemplo, para 2015 se prevé incrementar la proporción dedicada al gasto social.
Las críticas se enfocan en el elevado déficit fiscal de este año (3% del PIB si se deduce el efecto del acuerdo con Repsol), pero no dicen nada sobre cómo reducirlo. Achicar un déficit significa incrementar impuestos o recortar gastos; si a esta ecuación le agregamos las promesas de muchos eventuales candidatos de bajar los impuestos, la contabilidad económica será impiadosa: exigirá el recorte de gastos, ítem que no se encuentra en las promesas proselitistas.
Respecto al déficit fiscal del 1% del PIB previsto para el 2015, cabe comentar que sería deseable que se mantuviera un mayor déficit de hasta el 3% (una ratio considerada aceptable por los hacedores de política más ortodoxos) de forma tal de sostener el crecimiento del próximo año con más planes de fomento. Otra tema a considerar es la incesante repetición de la «preocupante emisión de moneda que fomenta los aumentos de precios», una teoría que ha sido abandonada por los principales bancos centrales, y sólo es sostenida por algunos nostálgicos en los países en desarrollo.
Y como la teoría no funciona, tratan de emparcharla. A mediados de octubre un periódico especializado en economía expresó que se produce una suerte de «tenacidad inflacionaria» a pesar de que desde varios meses atrás están funcionando «tres poderosas fuerzas antiinflacionarias» que serían, en su opinión, la menor actividad económica, la reducida depreciación del peso posterior a enero de 2014 y una contracción real de cantidad de dinero. En este entorno, plantean la peregrina idea de que la inflación es causada por la menor disposición de la gente y las empresas a mantener dinero en efectivo. Estimados lectores, no se preocupen si no lo comprenden, porque no tiene asidero; es un remiendo teórico que tiene la misma fortaleza que un parche de pelota pegado con saliva.
Lo importante a remarcar con esta discusión, que aparenta ser económica pero que es profundamente política, es que con esa teoría monetaria se pretende ocultar la verdadera causa de la inflación, que tiene que ver con las conductas de los grandes grupos concentrados formadores de precios, tesis que se viene sosteniendo en estas páginas desde hace años.
La lógica de los analistas que aplican este enfoque monetario es quitar de
la órbita privada las causas de la inflación (especialmente generada por las grandes empresas que son sus mentoras) para restringirla exclusivamente a la esfera pública. La opción correcta, si seguimos las propuestas del IMFC, es que el Estado regule al sector privado para evitar los incrementos de precios a través de la restricción de ganancias excesivas en determinados eslabones de la cadena de valor, tema que ha sido recogido en la nueva Ley de Abastecimiento, que ha tenido un rechazo visceral de los grandes grupos empresarios que añoran los neoliberales noventa.